“Mi Hijo amado, escuchadlo”

El segundo domingo de cuaresma nos presenta el misterio de la transfiguración del
Señor en el monte Tabor. Subió Jesús con el círculo más íntimo de sus discípulos,
Pedro, Santiago y Juan, a un monte alto y se transfiguró delante de ellos. Como si su
divinidad traspasara su carne humana y sus vestidos, y apareciera resplandeciente en su
rostro y en su ropa. Una belleza iluminante y fascinante, que le lleva a Pedro a
exclamar: qué bien se está aquí. Deslumbrados y asustados, como cuando Dios entra de
lleno en el corazón humano.
De la nube se oye una voz: “Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo”. Y pasada esta
revelación, aparece Jesús solo, que les ordena no contarlo a nadie hasta que Jesús
resucite de entre los muertos.
El camino de la cuaresma, el camino de la vida cristiana consiste en un encuentro
personal con Jesús como Dios, como el Hijo de Dios, como el Hijo amado del Padre,
omo el Amado de nuestra alma. Ese encuentro produce un gozo inefable, un gozo que
no se compra ni se vende en ningún lugar, un gozo que llena el corazón de paz, un gozo
que proporciona un alto grado de felicidad, como no lo produce ningún ser creado. A
esta meta nos llama Jesús en el camino de nuestra vida cristiana.
Cuando san Juan de la Cruz describe la subida al monte Carmelo en la noche oscura,
después de las primeras explicaciones del desapego de los apetitos, se detiene para
hablar de la unión transformante del alma con Dios. No tendría sentido hablar de
desapego de los apetitos desordenados, si no es para hablar de la unión que transforma
el alma en Dios. El objetivo de la cuaresma no es quitar por quitar, sino purificar el
corazón para poder amar sin ataduras, para recibir un amor sin límite, que hace feliz al
corazón humano.
Durante la cuaresma, la Iglesia nos insiste en la necesidad de la penitencia, en el
cuidado del corazón, en el desprendimiento de los apetitos desordenados, en el ayuno.
Pero en este segundo domingo, como un anticipo de la meta, nos habla de la unión
transformante, que viene de contemplar el rostro de Cristo transfigurado, anticipo de la
resurrección.
La vida cristiana es una vida nueva, que entra en nuestro corazón y en nuestra vida a
manera de inundación, como viene la luz del Tabor a los ojos de los discípulos para
exclamar: qué bien se está aquí, qué bien se está con Jesús, qué bonita es la vida
cristiana, la vida con Jesucristo. Nunca la vida cristiana es una imitación desde fuera,
siempre la vida cristiana es la acogida de una nueva vida que nos viene dada por vía de
mostración, de atracción fascinante, de plenitud de felicidad en un corazón saciado de
amor.
La vida cristiana es la vida de Cristo en nosotros, hecha posible por el don del Espíritu
Santo, don del amor del Padre, que nos presenta a su Hijo como el amado, como el
inundado de luz y de amor por el Espíritu Santo. El atractivo que Jesús ejerce sobre
nosotros no es algo simplemente externo, sino el don de ese mismo Espíritu, que nos
atrae interiormente hasta Jesús. “Nadie puede venir a mí, si el Padre no lo atrae” (Jn

6,44). Y ese atractivo es para hacernos semejantes a él, transfigurados en él, divinizados
con él.
Entremos en la cuaresma, camino de la Pascua. Vayamos con Jesús por el camino de la
cruz hacia la resurrección. Subamos con él al monte Tabor para contemplarlo, para
dejarnos fascinar por su belleza y su hermosura, para escuchar la voz del Padre sobre su
Hijo amado, para ser transfigurados en él y experimentar que también nosotros somos
hijos amados del Padre.
Santa cuaresma a todos.
Recibid mi afecto mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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