El segundo domingo de cuaresma es el domingo de la transfiguración del Señor. “Se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos”. Es una escena evangélica muy atrayente, yo diría incluso fascinante. Se presenta Jesús con Elías y Moisés y deja traslucir en su rostro y en sus vestidos el fulgor de su divinidad. Se trata de una teofanía, esto es, de una manifestación de la divinidad en la carne humana de Cristo.
La reacción de los apóstoles fue de asombro superlativo, quedaron encandilados al verle, se sentían atraídos como se sintió Moisés ante la zarza ardiente en el monte Sinaí. Y Pedro exclamó: “¡Qué bien se está aquí!”. Cuando Dios se revela, cuando Dios se comunica, el corazón humano experimenta una gran paz, como una gran plenitud. El corazón humano está hecho para Dios y cuando Dios se le revela, experimenta un gozo que supera todo otro deleite. Eso será el cielo, del que Dios nos da sus anticipos en la tierra. Es la consolación espiritual, que tantas veces nos visita y nos da fuerzas para afrontar las dificultades que vinieren.
Este Jesús de los evangelios aparece en esta escena como prolongación del bautismo en el Jordán, donde la teofanía fue parecida a esta del Tabor. También allí se oía la voz del Padre, envolviendo a Jesús con el Espíritu Santo y presentándolo con las mismas palabras: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”. En la liturgia católica celebramos el misterio de la transfiguración el 6 de agosto, la fiesta del Salvador. Pero el segundo domingo de cuaresma se repite la escena con un sentido pedagógico cuaresmal.
Camino de la Pascua, la transfiguración viene a mostrarnos la meta, para que se nos haga llevadero el camino. A dónde nos dirigimos cuando hemos empezado el camino de la ascesis cuaresmal, en la que tan pronto nos cansamos. Teniendo en el horizonte la meta, la dureza del camino no nos eche para atrás. Es lo que hizo Jesús con sus tres apóstoles. Después de haberles anunciado su muerte en la Cruz, subió a la montaña alta y allí les mostró el resplandor de su luz para testimoniar de acuerdo con la ley y los profetas que por la pasión se llega a la gloria de la resurrección, como dice el prefacio de este domingo.
Estamos llamados a esa transfiguración, nuestra vida irá cambiando por la acción del Espíritu Santo hasta convertirnos en una criatura nueva, hasta hacernos parecidos a Jesús. En eso consistirá la resurrección, que nos transformará incluso en nuestro cuerpo. Santa Teresa de Jesús para explicar esta transfiguración del alma, habla de cómo el gusano de seda se enclaustra en su capullo y esa crisálida deviene mariposa (V Moradas, 2). Pues algo así. En la medida que entramos en el fuego del Espíritu Santo, éste nos va transformando y no hay dureza que se le resista, como el herrero en la fragua va forjando el hierro con el fuego.
El mensaje de este domingo es muy alentador. Cuando nos miramos a nosotros mismos, a poco que nos conozcamos, nos damos cuenta de nuestras carencias, de nuestra pobreza. Con estos mimbres parece imposible hacer un cesto. Pero cuando miramos a Jesucristo, cuando lo contemplamos hoy transfigurado, él nos trasmite el mensaje de que es posible el cambio, es posible la metamorfosis de nuestra vida, es posible la santidad. Más aún, él viene a decirnos que esa es nuestra meta, que ahí quiere llevarnos él de su mano. La transfiguración del Señor encandila nuestros sentidos y por la fuerza de su atracción salimos de nuestros esquemas y de nuestras estrecheces y se nos abre un horizonte amplio, lleno de luz y de libertad.
Eso es la cuaresma, todo un entrenamiento en la vida cristiana, fascinados por Cristo resucitado, atraídos por la fuerza de su Cruz, con la esperanza de que en nosotros se produzca un cambio, una metamorfosis, una transfiguración como la que aparece en el monte Tabor. Hemos nacido para ser divinizados.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba