En el evangelio de este domingo, Jesús resucitado se aparece a los apóstoles junto al lago de Tiberíades. Estaban pescando, pero no habían obtenido ningún resultado. Y Jesús les manda echar las redes de nuevo, y obtienen una pesca muy abundante. Los apóstoles se sienten seguros y contentos de la presencia del Señor, que comparte con ellos el desayuno y convive con ellos después de resucitado.
Terminada la escena de la pesca milagrosa, Jesús se dirige a Pedro. Probablemente, Pedro no se atrevía ni a levantar la mirada, no es capaz de mirar a Jesús de frente, aunque no puede vivir sin Él. Cada vez que se acuerda de la noche de la pasión, en la que negó a su Maestro, llora. Pero son lágrimas mezcladas de arrepentimiento y de gratitud, porque se siente perdonado por un amor más grande que su pecado. Se siente abrazado por la misericordia de Dios en aquella mirada de Jesús la noche de la pasión, una mirada de comprensión, de amistad, de perdón. Una mirada que a Pedro le supo a gloria. Y por eso llora cada vez que la recuerda.
Terminada la pesca milagrosa, Jesús se dirige a Pedro para darle la oportunidad de que saque afuera lo que lleva dentro. Porque Pedro es sincero, tiene un corazón noble, aunque le ha traicionado su debilidad cuando se ha enfrentado al escándalo de la cruz, al ver a su Maestro hecho una piltrafa. Y después de aquella mirada de Jesús, ya no le cabe duda de que Jesús le quiere más que nunca. Ahora bien, es Jesús el que le pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Una, dos y tres veces. Como cuando cantó el gallo y Pedro le había negado una, dos y tres veces.
Pedro responde: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Y así por segunda vez. Y en la tercera pregunta de Jesús, Pedro ya no se fía de sí mismo, y le responde: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero. Yo, Señor, quiero quererte y sé que te quiero, pero no me fío de mí, sino que me fío de ti, especialmente en esto del amor. Tú lo sabes todo, tú conoces quién soy y cómo soy, y te quiero apoyándome en tu gracia y tu perdón, apoyado en tu fidelidad. A Pedro le ha fortalecido la mirada misericordiosa de Jesús, le ha hecho más desconfiado de sí mismo y más confiado en Jesús. Se había fiado de Jesús siempre, pero ahora más que nunca, cuando ha constatado que es el amor de Dios el que rehabilita cuando ya nuestras fuerzas no dan más de sí. Tocando la propia limitación, ha podido constatar un amor más grande que no proviene de él, sino de la misericordia de Dios.
Jesucristo resucitado sale a nuestro encuentro, al encuentro de cada persona que viene a este mundo, al encuentro también de quienes son sus discípulos para comunicarles la alegría de una vida nueva, la vida del resucitado, cuya fuerza no está en las propias energías, sino en el poder del Espíritu Santo. El tiempo pascual particularmente es un tiempo de gracia para experimentar esta novedad de vida, por la que no nos apoyamos ya en nuestra vida, sino en la vida de Dios en nosotros. Por eso, es un tiempo precioso, porque nos sitúa en el encuentro con Cristo resucitado, que renueva todas las cosas.
La gracia de Dios cambia el corazón de quien se encuentra con Dios, como hemos contemplado en la biografía del nuevo beato Cristóbal de Santa Catalina, beatificado el pasado domingo en la catedral de Córdoba. Repleto del amor de Dios, purificado de sus propias debilidades en una vida de penitencia y pobreza especial, también él experimentó como Pedro esa mirada misericordiosa de Jesús que le hizo conocerse como hombre nuevo, renacido por la gracia, y le hizo capaz de desbordarse en misericordia con los pobres de su entorno. Una vida así deja estela de santidad para los siglos venideros, porque es una vida fecunda. Una vida así es prolongación de la vida de Jesús para el hombre de todos los tiempos. Así quiere Dios que sea nuestra vida para los demás, pero la clave de esa novedad está en la respuesta a una pregunta: ¿Me quieres de verdad? Sí, Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández González, obispo de Córdoba