La alegría de creer y de esperar

Tengo amigos de infancia, que no son creyentes, y seguimos siendo buenos amigos.
Cuando comentamos los acontecimientos de la vida, como es la muerte de un familiar,
el contratiempo de una enfermedad grave, la cercanía de la muerte, etc. me transmiten
su pesadumbre existencial. Yo les hablo espontáneamente desde mi perspectiva de fe,
que no suprime el dolor humano, pero le da sentido en el marco del plan redentor de
Dios y en la perspectiva de la vida eterna hacia la que caminamos.
Esta experiencia mía personal es bastante universal, porque vivimos y convivimos con
personas que creen y con personas que no creen. El camino hacia la fe no es un camino
fácil, y los que ya somos creyentes nos parece cosa normal vivir y respirar en este
contexto creyente, pero no es así para muchos de nuestro entorno, a veces incluso
familiares o amigos.
El domingo tercero de adviento es el domingo de la alegría cristiana. Comienza así la
liturgia de este día: “Alegraos siempre en el Señor, os lo repito estad alegres. El Señor
está cerca”.
La alegría cristiana no es una alegría boba, no. Es una alegría que tiene fuerte
fundamento. En primer lugar, porque creemos en Dios. La fe en Dios nos abre un
horizonte inmenso, la no-fe en Dios cierra al hombre blindado en su propio horizonte
hasta asfixiarlo en el sinsentido. La alegría cristiana brota de la experiencia de un Dios,
que nos ha creado y que está cerca de nosotros siempre. De un Dios que nos ama y que,
sabiendo nuestras limitaciones, nuestras heridas, nuestros pecados, nos perdona, nos
sana, nos alienta.
Alguno de estos mis amigos no creyentes piensa que la actitud creyente brota de la
comodidad, de la falta de atrevimiento para enfrentarse con los grandes problemas de la
vida, como si la fe fuera un refugio para cobardes, como si la fe nos hiciera menos
hombres, porque dejamos a Dios que resuelva lo que nosotros no somos capaces de
resolver. No es así. La fe no es una proyección de mis incapacidades, la fe viene como
respuesta a una iniciativa de Dios que entra en nuestra vida y lo ilumina todo de nuevo.
La fe es un encuentro con Dios, que habita en lo más profundo de nosotros mismos, y
nos descubre su rostro. La fe es un encuentro en la historia con Jesucristo, el Hijo de
Dios hecho hombre, que ha vivido hace dos mil años y ha iluminado el misterio del
hombre, dando sentido a la vida, al amor humano, al trabajo, al sufrimiento, incluso a la
muerte, abriéndonos el horizonte de una vida que no acaba, la vida eterna. “Sólo a la luz
del misterio del Verbo encarnado se ilumina el misterio del hombre”, nos recuerda el
Vaticano II (GS 22).
La fe es una respuesta en el amor a un amor que nos precede, que nosotros no hemos
inventado y que nos sale al encuentro de múltiples maneras. Cuando nos encontramos
con ese amor, nuestra vida da un vuelco, y ya no vivimos centrados en nosotros
mismos, sino que el centro de nuestra vida es Otro, y vale la pena vivir para él.
Esta es la alegría cristiana, a la que el tercer domingo de adviento nos invita. El anuncio
del Señor que está cerca suscita en todo creyente una actitud de alerta, de esperanza, de
salir al encuentro del Señor que viene a salvarnos. El peligro más erosivo para un

creyente es el de sentirse seguro y no cultivar la fe que anida en su alma, dejándose
invadir por el espíritu del mundo y dando lugar a la entrada del demonio, que le
engañará.
El anuncio de la llegada del Señor en la Navidad que se acerca, ha de ponernos en vela,
en actitud vigilante, en actitud de espera activa, que va preparando esa venida del Señor.
“Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni
envidias. Revestíos del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne siguiendo sus
deseos” (Rm 13,13).
Feliz y santa Navidad para todos
Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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