Homilía de Mons. Demetrio Fernández, Obispo de Córdoba, en la Misa Crismal.
Misa Crismal para la consagración del Santo Crisma y bendición de los Santos Óleos
Homilía de MONS. DEMETRIO FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, obispo de Córdoba
S. I. Catedral de la Asunción, Córdoba, 31 de marzo de 2015
Queridos hermanos todos en el Señor:
Saludo a Mons. Mario Iceta, obispo de Bilbao y a Mons. Santiago Gómez, obispo auxiliar de Sevilla, hermanos obispos en el Colegio Episcopal, ambos anteriormente miembros de este querido presbiterio de Córdoba.
Os saludo queridos hermanos sacerdotes del presbiterio diocesano de Córdoba y otros presbíteros que nos visitan.
Queridos seminaristas de los Seminarios Mayor y Menor «San Pelagio», del Redemptoris Mater «San Juan de Ávila» y demás alumnos del Estudio Teológico «San Pelagio».
Saludo especialmente al diácono Roni, de la diócesis de Mosul / Irak. Querido Roni, nos emociona tu presencia, porque es la presencia entre nosotros de la Iglesia mártir de Irak. Cuántos compañeros, amigos y familiares tuyos han derramado su sangre por ser cristianos, por odio a la fe cristiana, y por esto son mártires. En ti quisiéramos abrazar y dar nuestro ósculo santo a todos los hermanos que sufren la persecución, el destierro e incluso el martirio, solamente por ser cristianos. En estos días santos os tendremos especialmente presentes y te rogamos que aceptes la ofrenda de nuestra colecta litúrgica y la entregues a tu obispo para remediar alguna de las muchas necesidades que estáis padeciendo.
Ungidos con aceite de júbilo
En la Misa Crismal celebramos con gozo la unción que Cristo, el Ungido, hace a su esposa la Iglesia, dándole el Espíritu Santo y ungiéndola con el mismo «aceite de júbilo» (S 44,8), con el que ha sido ungido él mismo. Consagraremos el santo crisma y bendeciremos los santos óleos de enfermos y de catecúmenos. Del costado de Cristo abierto en la Cruz han brotado los sacramentos de la Iglesia. Del costado de la Iglesia santa brota un torrente de gracia para sanar y santificar a todos sus hijos. Estos santos óleos se convertirán en un reguero de gracia que llegará a todas las parroquias, a todos los rincones de la diócesis para hacerlos partícipes de la redención, que Cristo nos ha alcanzado con su muerte y resurrección. Os pido que acojáis con algún rito litúrgico la llegada del Santo Crisma en vuestras parroquias y expliquéis a los fieles lo que aquí estamos celebrando.
Ya en el bautismo y en la confirmación hemos recibido esta unción sagrada, hemos sido sellados con el don del Espíritu para ser miembros de este pueblo sacerdotal y proclamar las maravillas de Dios a todas las naciones, aunque muchas veces sea con el testimonio de nuestra propia sangre. Dejaría de ser la Iglesia de Cristo si no generara mártires como los ha generado a lo largo de todas las épocas de la historia. Pero precisamente en nuestra época contemporánea, la abundancia de tales testigos es presagio seguro de una nueva primavera de la Iglesia, porque la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos. Cuánto le gustaba a san Juan Pablo II repetir este argumento: nunca la Iglesia ha tenido tantos mártires, ello es signo seguro de que se avecina una nueva y fecunda primavera de la Iglesia.
En este contexto sacerdotal y martirial, que llega a todos los cristianos, adquiere especial relieve y pleno sentido el sacerdocio ministerial, que nos capacita para hacer presente a Cristo Cabeza, buen Pastor, Esposo y Siervo de su Iglesia (PDV 21-23). Jesucristo «con amor de hermano elige a hombres de este pueblo para que por la imposición de las manos participen de su sagrada misión» (prefacio). A través de nosotros, queridos sacerdotes, Jesucristo sigue presente en su Iglesia: en la Eucaristía, en el perdón sacramental, en su Palabra, en su testimonio y pastoreo. La imposición de manos del obispo y la unción de nuestras manos sacerdotales con el santo Crisma nos sitúa al frente de su Iglesia y ante su Iglesia (coram Ecclesia) para que el pueblo entero de Dios pueda mirarse en sus sacerdotes y ver en ellos a Cristo, que nos ama hasta el extremo. «Su vida [la del sacerdote] debe estar iluminada y orientada también por este rasgo esponsal que le pide ser testigo del amor de Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de celo divino, con una ternura que incluso asume matices de cariño materno» (PDV 22).
Sí, queridos sacerdotes, por eso vamos a renovar nuestras promesas sacerdotales. Ungidos con «aceite de júbilo» (S 44,8) hemos recibido esta alta misión de servir al Pueblo de Dios con nuestro ministerio sacerdotal. Hemos prometido obediencia, nos hemos comprometido a orar por el pueblo santo, hemos prometido preparar la predicación (he aquí el nuevo Directorio catequético, que a todos se regala hoy), hemos jurado vivir en castidad toda nuestra vida, queremos seguir a Cristo pobre y desprendido de todo, sirviéndole especialmente en los pobres. Un día dimos un «sí» grande que llenó nuestro corazón de la alegría del Espíritu Santo. Renovemos hoy este «sí» más grande todavía, pues la Iglesia tiene necesidad de nuestro ministerio, de nuestro testimonio. La Iglesia necesita sacerdotes santos, no nos conformemos con menos.
Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar (Mc 14,18)
Cuando escuchamos estas palabras de Jesús que se repiten en el relato de su pasión, en el contexto eucarístico en el que confió a sus apóstoles el sacramento de su amor, uno siente estremecimiento en el alma y en el cuerpo, porque es a nosotros, queridos sacerdotes, a quienes Jesús ha confiado este sacramento de su amor. Habiendo conocido hasta dónde llega el amor de Cristo, que ha elegido a cada sacerdote con amor especial y eterno, llamándonos por nuestro nombre, sabiendo que ese amor es fiel hasta la muerte y muerte de cruz, no puede uno por menos que estremecerse al oír estas palabras del Señor: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar» (Mc 14,18), llegando incluso a arrancar lágrimas de nuestros ojos: «¿Acaso soy yo, Maestro?» (Mt 26,25).
¿Hay razón más alta que ésta para llorar? «Entre el atrio y el altar, lloren los sacerdotes, ministros del Señor, diciendo: Perdona, señor, perdona a tu pueblo» (Jl 2,17). Ver que el Amor no es amado, más aún, que ese amor hecho carne en el corazón de Cristo es rechazado y despreciado… Nos duelen los pecados de la humanidad, nos duelen nuestros propios pecados, nos duelen especialmente los pecados de los sacerdotes, porque suponen una traición al amor de Cristo, como fuera la de Pedro o la de Judas. Que por nuestra oración, nuestra humillación y nuestras lágrimas «el Señor sienta celos por su tierra y perdone a su pueblo» (Jl 2,18).
Que esta celebración nos haga caer en la cuenta de la tremenda responsabilidad que Dios nos ha confiado, para que seamos agradecidos al Señor por su amor, para que seamos humildes y pongamos los medios apropiados en nuestra perseverancia y para seamos fieles hasta la muerte: antes morir que dejar a Cristo, antes morir que traicionar su amor, antes morir que decirle «no» a quien un día dijimos «sí» con un corazón lleno de alegría.
A tiempos recios, amigos fuertes de Dios
En el año jubilar del 5º Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, ella nos recuerda que a tiempos recios son necesarios amigos fuertes de Dios (cf. Vida 33,5; 15,5). Ella nos anima a vivir la alegría del Evangelio, porque con tan buen amigo presente todo se puede sufrir. Ella nos enseña los caminos de la oración, que son los caminos del Espíritu en nuestras vidas. Ella nos enseña el sentido de la vida:
«Vuestra soy para vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?».
Teresa de Jesús es uno de los santos gigantes de la historia de la Iglesia. Mujer intrépida y andariega, mujer creativa y capaz de afrontar grandes obstáculos con ánimo varonil, mujer delicada en su lenguaje de amor con Cristo, de quien se siente profundamente enamorada. Mujer entregada a la renovación de la Iglesia, empezando por ella misma.
A ella le encomendamos en la hora presente los trabajos del Evangelio en nuestra diócesis de Córdoba. Ella, que recibió de un clérigo cordobés, san Juan de Ávila, orientación decisiva para su vida de oración y para su enseñanza, nos alcance la gracia de saber proponer hoy a nuestros contemporáneos la belleza de la vida cristiana y el gozo del Evangelio.
En el Año de la vida consagrada, quiero agradecer especialmente a todos los consagrados, hombres y mujeres, que refrescan con sus vidas y su testimonio el jardín de la Iglesia. Pero especialmente vosotros, presbíteros que servís a la Iglesia en nuestra diócesis de Córdoba desde vuestros distintos carismas religiosos: jesuitas, salesianos, franciscanos, capuchinos, dominicos, carmelitas de antigua observancia y carmelitas descalzos, claretianos, trinitarios, escolapios, espiritanos, siervos de la Eucaristía. Sois una preciosa riqueza para la diócesis de Córdoba. Vuestra vinculación sacramental con el obispo por el sacramento del orden tiene una especial expresión en esta Misa Crismal. Todos oramos por vosotros para que el Señor haga resplandecer vuestras respectivas familias religiosas con abundantes vocaciones
Enhorabuena a todos, queridos sacerdotes, por vuestra fidelidad a los dones de Dios, por vuestro trabajo infatigable para que Cristo sea conocido y amado, por vuestra entrega sin medida al Señor y a los hombres. Dios os pague cuando hacéis, Dios os acompañe en vuestro caminar, Dios os conceda el consuelo de la fe y la alegría de vivir en su servicio.
Orad especialmente por los que van a ser ungidos a lo largo del año con el santo crisma, que hoy consagramos, en el sacramento del bautismo y de la confirmación. Oremos especialmente por los seis diáconos cuyas manos van a ser ungidas dentro de pocas semanas (el 27 de junio) para ser sacerdotes del Señor e incorporarse a nuestro presbiterio diocesano. Oremos por la Iglesia santa, que ha sido purificada por el baño del agua y de la palabra. Tengamos presentes especialmente a los hermanos que sufren persecución por ser cristianos. Que María Santísima, madre de la Iglesia, los acompañe siempre a ellos y a todos nosotros. Amén.