Carta semanal del Obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández González.
La Navidad es inminente, estamos a pocos días del gran acontecimiento del nacimiento del Señor. La liturgia tiene esa propiedad, la de hacernos presente el misterio que celebramos, «como si allí presente me hallara» (Ejercicios de S. Ignacio). Jesucristo nació hace veinte siglos, la liturgia nos trae ese misterio hasta nuestros días para que lo vivamos en directo. Estamos en Navidad, fiesta del nacimiento de Jesús en la carne del seno virginal de María.
En la Navidad aparecen varios personajes. En primer lugar, el protagonista es Jesús, el Hijo eterno de Dios que nace como hombre. Dios desde siempre, comienza a ser hombre en el tiempo. Engendrado del Padre en la eternidad, engendrado de María en nuestra historia humana. Dios verdadero y hombre verdadero, siendo el mismo y único sujeto. La adoración es la actitud inmediata al contemplar este misterio, porque el Niño que nace es Dios, que llega hasta nosotros en la debilidad de una vida pequeña e indefensa.
Junto al Niño está la Madre, María santísima. Lo ha recibido en su vientre sin concurso de varón, virginalmente, por sobreabundancia de vida, como un icono de la fecundidad inagotable del Padre en el seno de Dios. María es plenamente madre, de otra manera, por obra del Espíritu Santo. Ella es todo acogida del don de su Hijo divino. Ella es todo donación de este Hijo al mundo. Con un corazón limpio y generoso, María recibe y entrega. Ella es personaje esencial en este misterio, y quedará unida para siempre e inseparablemente al misterio cristiano. Es la Madre, fuente de vida, no sólo para su Hijo, sino para todos nosotros.
La discreta presencia de José realza su papel de colaborador imprescindible. Sin él, el Niño no hubiera nacido. Concebido sin su colaboración biológica, acoge el misterio que María su esposa lleva en su seno virginal y se convierte en verdadero padre. No biológico, pero verdadero padre que protege y sostiene el misterio de la Navidad, al Niño y a la Madre. Silencioso José, dócil a los planes de Dios, pone su vida entera al servicio de toda la humanidad.
En el portal de Belén sobresale la pobreza. Allí no hay nada, ni adornos, ni muebles ni cama, ni lo más elemental de una casa pobre. Una cueva, un pesebre, unas pajas. Así ha elegido Dios Padre el lugar para que nazca su Hijo. Esto nos hace pensar que el despojamiento y la humillación del Hijo son un ingrediente necesario para la redención del mundo. Navidad es inteligible en este contexto. Fuera de este contexto, no entendemos nada de lo que acontece en Navidad. Navidad es una llamada fuerte a la humildad, a la pobreza y a la austeridad, al despojamiento en beneficio de los demás.
Por eso, Jesús es tan atrayente en Navidad. Porque aparece en la humildad de nuestra carne, despojado de todo, sin aparato social, para que podamos acercarnos a él sin miedo. El conquista nuestro corazón por la vía del amor y sólo los que se hacen como niños son capaces de entender lo que sucede en esta gran fiesta.
De ahí brota la solidaridad con los necesitados. En ellos se prolonga Cristo hoy. Aquel Hijo de Dios despojado de todo sigue vivo en tantos hermanos nuestros a los que la vida ha despojado de todo, de su dignidad, de sus derechos. Son miles las personas que a nuestro lado sobreviven sin lo más elemental para vivir, y reclaman nuestra atención, nuestra solidaridad fraterna, nuestra compasión eficiente. Navidad es de los pobres y para los pobres, porque el Hijo de Dios se ha hecho pobre hasta el extremo, invitándonos a ser pobres, humildes y despojados. Y a acercarnos a los pobres para compartir con ellos lo que hayamos recibido. La caridad cristiana, a ejemplo de Cristo, no se sitúa en un plano superior para atender desde ahí a los más humillados. La caridad cristiana se abaja hasta el extremo para compartir desde abajo lo recibido de Dios, incluido el don de la fe.
Muchos cristianos, hombres y mujeres, han vivido el misterio de la Navidad así a lo largo de la historia, y han construido de esta manera un mundo nuevo. También esta Navidad quiere dejar huella en tu corazón para que colabores en la construcción de una nueva humanidad.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba