Es mi Hijo amado

El domingo del Bautismo del Señor en el Jordán cierra el ciclo de Navidad, y comienza
el ministerio público de Jesús por los caminos de Galilea y de Jerusalén. Precisamente
en estos días, 10 de enero de 2025, ha sido consagrado un Templo, una Basílica en el
lugar mismo del Bautismo del Señor, al otro lado del Jordán.
El evangelio de este domingo nos describe esa escena, en la que Juan el Bautista está
predicando junto al Jordán un bautismo de penitencia, y se le van acercando aquellos
que quieren prepararse a la venida del Mesías. Escuchan, hacen penitencia, se
reconocen pecadores y entran en el agua con el deseo de ser purificados.
En esto que entre la multitud se acerca Jesús y se mezcla con los pecadores, siendo él
inocente. Y al acercarse al Bautista, éste le reconoce y le señala delante de todos: Éste
es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Jesús pide que le bautice, y Juan
se resiste: “Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”. La
insistencia de Jesús empuja a Juan a realizar aquel bautismo también sobre Jesús.
Se trata de una escena preciosa. Cuando Jesús entra en el agua, Jesús fue plenificado de
Espíritu Santo, el amor del Padre que lo envuelve con su amor, acogiendo el Espíritu
Santo. El cielo se abrió y se oyó esa voz del Padre: “Este es mi Hijo, el amado, el
predilecto”. Amado del Padre en el don permanente del Espíritu Santo. Como sucede en
el seno de la Trinidad.
Jesús es plenamente consciente en su corazón humano de este derroche de amor por
parte de su Padre, cuando en la sinagoga de Nazaret exclama: El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la salvación a los pobres.
Toda la misión de Jesús irá envuelta del Espíritu Santo, como amor del Padre, como
motor de su obra redentora, hasta el último suspiro en la Cruz, donde él insuflará este
Espíritu Santo sobre toda la humanidad.
El Espíritu Santo ha tocado la carne de Cristo y la ha hecho capaz de la gloria, de la que
ahora goza ya resucitado. Esa carne de Cristo se convierte en vehículo del amor del
Padre para todos los hombres. El amado del Padre se convierte así en amado de todos
los hombres. Ese Verbo divino que se ha hecho carne ha recorrido los caminos de la
misión, rematada en la pasión y muerte y coronada en la resurrección. Esa carne de
Cristo ya glorificada es la que recibimos en el sacramento de la Eucaristía, convertida
en alimento de salvación.
A partir de este momento, el agua se ha convertido en vehículo transmisor del Espíritu
para todos los que reciban el nuevo bautismo, por el que somos hechos hijos de Dios,
amados en el Amado, por la efusión del Espíritu Santo, que nos capacita para la gloria.
En el bautismo del Jordán, donde Jesús es sumergido en las aguas, tiene origen nuestro
propio bautismo, el primero de los sacramentos que nos abre la puerta para todas las
demás gracias de Dios en nuestra vida.
Jesús se mezcla entre los pecadores. Nos está indicando con ello cuál es su misión y
cuáles sus destinatarios. No ha venido a los que se consideran justos, sino a los que
reconocen humildemente su condición de pecadores y necesitan salvación. Si, Jesús ha

cargado con el pecado del mundo, es para librarnos del pecado y hacernos hijos de Dios,
amados de Dios.
He aquí el atractivo de Jesucristo, todo hermoso con la hermosura de Dios (nos recuerda
san Juan de Ávila), amado del Padre y de los hombres, lleno de Espíritu Santo.
Acercándonos a él, comiendo su carne gloriosa, acogemos al Amado. El Espíritu Santo
le irá conduciendo por los caminos de la misión, vayamos con él.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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