Es mi Hijo amado

El ciclo litúrgico de Navidad concluye con la fiesta del bautismo del Señor junto al Jordán, acto con el cual inicia su ministerio público y la misión encomendada por el Padre.

El evangelio de este domingo nos describe esa escena, en la que Juan el Bautista está predicando junto al Jordán un bautismo de penitencia, y se le van acercando aquellos que quieren prepararse a la venida del Mesías. Escuchan, hacen penitencia, se reconocen pecadores y entran en el agua con el deseo de ser purificados.

En esto que entre la multitud se acerca Jesús y se mezcla con los pecadores, siendo él inocente. Y al acercarse al Bautista, éste le reconoce y le señala delante de todos: Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Jesús pide que le bautice, y Juan se resiste: “Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”. La insistencia de Jesús empuja a Juan a realizar aquel bautismo también sobre Jesús.

Se trata de una escena preciosa. Cuando Jesús entra en el agua, Jesús fue plenificado de Espíritu Santo, el amor del Padre que lo envuelve con su amor, acogiendo el Espíritu Santo. El cielo se abrió y se oyó esa voz del Padre: “Este es mi Hijo, el amado, el predilecto”. Amado del Padre en el don permanente del Espíritu Santo. Como sucede en el seno de la Trinidad.

Jesús es plenamente consciente en su corazón humano de este derroche de amor por parte de su Padre, cuando en la sinagoga de Nazaret exclama: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la salvación a los pobres. Toda la misión de Jesús irá envuelta del Espíritu Santo, como amor del Padre, como motor de su obra redentora, hasta el último suspiro en la Cruz, donde él insuflará este Espíritu Santo sobre toda la humanidad.

El Espíritu Santo ha tocado la carne de Cristo y la ha hecho capaz de la gloria, de la que ahora goza ya resucitado. Esa carne de Cristo se convierte en vehículo del amor del Padre para todos los hombres. El amado del Padre se convierte así en amado de todos los hombres. Ese Verbo divino que se ha hecho carne ha recorrido los caminos de la misión, rematada en la pasión y muerte y coronada en la resurrección. Esa carne de Cristo ya glorificada es la que recibimos en el sacramento de la Eucaristía, convertida en alimento de salvación.

A partir de este momento, el agua se ha convertido en vehículo transmisor del Espíritu para todos los que reciban el nuevo bautismo, por el que somos hechos hijos de Dios, amados en el Amado, por la efusión del Espíritu Santo, que nos capacita para la gloria. En el bautismo del Jordán, donde Jesús es sumergido en las aguas, tiene origen nuestro propio bautismo, primero de los sacramentos que nos abre la puerta para todas las demás gracias de Dios en nuestra vida.

Jesús se mezcla entre los pecadores. Nos está indicando con ello cuál es su misión y cuáles sus destinatarios. No ha venido a los que se consideran justos, sino a los que reconocen humildemente su condición de pecadores y necesitan salvación. Si Jesús ha cargado con el pecado del mundo, es para librarnos del pecado y hacernos hijos de Dios, amados de Dios.

He aquí el atractivo de Jesucristo, hermoso con la hermosura de Dios (nos recuerda san Juan de Ávila), amado del Padre y de los hombres, lleno de Espíritu Santo. Acercándonos a él, comiendo su carne gloriosa, acogemos al Amado. El Espíritu Santo le irá conduciendo por los caminos de la misión, vayamos con él.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández

Obispo de Córdoba

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