Érase un pobre… y un rico

Carta semanal del Obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández González

Las parábolas de Jesús son muy bonitas y además tienen mucha miga. Este domingo, en el Evangelio, Jesús nos propone la parábola del pobre y del rico. El rico vivía, gastaba, derrochaba, no le faltaba de nada. El pobre, sin embargo, no tenía ni para comer, no tenía ni para cubrir sus necesidades elementales, vivía marginado de la sociedad y sin posibilidad de salir de esa situación.

El pobre no salía de su situación porque el rico no se compadecía de él. Y el rico no se compadecía del pobre, porque cuando a uno le van bien las cosas, casi siempre se olvida de los pobres. Ah, pero llegó la hora de la verdad. En la otra vida, que nos espera a todos, cada cosa se pondrá en su sitio. Allí no habrá egoísmos extorsionantes, allí no habrá avaricia ni injusticia. Allí, Dios será quien llene plenamente nuestro corazón humano y no tendremos necesidad de los bienes de este mundo pasajero. Allí recibiremos una medida colmada, según la capacidad que aquí hayamos ejercitado.

Rico es todo aquel que tiene: dinero, tiempo, cualidades, salud, posibilidades. Todo lo que tenemos, lo hemos recibido: la vida es un don, las cualidades son un don, la salud es un don, el tiempo es un don. Cuando uno se da cuenta de que lo que tiene lo ha recibido, incluso contando con su buena gestión, su trabajo, etc. le sale fácilmente ser agradecido y es capaz de compartir. Cuando lo que uno tiene, lo tiene egoístamente, mejor que no lo tuviera, porque sólo le sirve para su perdición. Se hace soberbio, mira a los demás por encima del hombro, se compara y se cree más que los demás, no se compadece ante el que no tiene, incluso piensa que el pobre es pobre por su culpa.

El rico del evangelio se iba haciendo cada vez más egoísta y se iba cerrando en su capacidad de amar, hasta que se hizo incapaz totalmente, y fue al infierno. Dicen que lo peor del infierno es no poder amar, la imposibilidad radical de amar. De alguna manera, ese infierno se adelanta en la tierra cuando no somos capaces de amar, cuando somos queridos y no somos capaces de corresponder. El infierno, ya en la tierra, es ese blindaje ante el amor, que hace infeliz a la persona humana, porque estamos hechos para amar. Y esa actitud obstinada de cerrazón al amor puede conducir a uno hasta la perdición total incluso más allá de la muerte, eso es el infierno eterno.

Sucedió que murieron los dos, el rico y el pobre. La muerte nos iguala a todos. Y el pobre fue al cielo, recibió de Dios la recompensa a su humillación y a su paciencia, porque cuando uno es humillado, se acuerda más de Dios, confía en Dios, lo espera todo de Dios, y el corazón agranda su capacidad para recibir mucho, porque ha amado y ha esperado con paciencia mucho. Por eso, la vida nos va despojando progresivamente, para que confiemos en Dios cada vez más. El pobre del Evangelio tenía paciencia con los demás, con el rico que no le ayudaba y con Dios, ante quien se humillaba con paciencia.

Cuando ya hemos traspasado la frontera de la muerte, ya no hay vuelta atrás. En esa situación definitiva es cuando vemos las cosas como son. Allí no vale la falsedad ni el fingimiento, es la hora de la verdad. La humildad y la paciencia reciben premio, y un premio eterno. La soberbia, la arrogancia, la autosuficiencia recibe su consiguiente castigo. Cerrado al amor, uno se ha hecho incapaz de amar. Y viene la queja del rico, a la que responde Dios aclarando su situación: ya no hay solución. La había antes y puede haberla antes, si uno se convierte. Es lo que pretende Jesús con la parábola dirigida a nosotros. Estamos a tiempo de cambiar, estamos a tiempo de aprender a amar, si abrimos nuestro corazón a la misericordia de Dios y si nos hacemos misericordiosos con los pobres de nuestro tiempo, cercanos o lejanos, en todo tipo de pobrezas materiales y espirituales.

La moraleja de la parábola es clara: no triunfa el que vive pensando sólo en este mundo que pasa sin pensar en el más allá, el que gasta y derrocha sin tener compasión de los que no tienen ni siquiera lo necesario para vivir. Triunfa el pobre, el que confía en Dios, el que abre su corazón a las necesidades de los demás. “Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”, nos enseña Jesús en las bienaventuranzas.

Recibid mi afecto y mi bendición:

 

+ Demetrio Fernández González

Obispo de Córdoba

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