Él hablaba del templo de su cuerpo

Carta Pastoral del Obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández González.

La escena evangélica de este domingo sorprende por su violencia. Jesús toma un látigo y expulsa a los vendedores del Templo, que han convertido la casa de Dios en un mercado. Es una escena que se presta a interpretaciones diversas, no todas adecuadas. En primer lugar, señalar que Jesús no es un violento, y que Dios no nos trata nunca con violencia ni a la fuerza.

A lo largo de la historia de la salvación, Dios ha querido poner su casa entre los hombres, Dios ha querido acercarse al hombre para hacerle partícipe de sus dones y de su amor, para darle a participar de su misma vida divina. Los hombres han construido templos como lugar adecuado para encontrarse con Dios, sentir su presencia cercana. Los templos son lugares para la oración y para la reunión litúrgica de la comunidad.

Ya desde antiguo, en el camino del desierto, la tienda del encuentro era el lugar separado de la vida ordinaria y dedicado al encuentro con Dios. Moisés entraba en esa tienda  y salía de ella con el rostro transfigurado, su vida quedaba renovada en el contacto con Dios. Cuando el pueblo se asienta definitivamente en la tierra prometida, los reyes preparan y construyen el Templo de Jerusalén, colmado de belleza, como lugar de refugio y de encuentro con Dios y entre los hombres. Pero este templo tan precioso es destruido por el enemigo que saquea la ciudad y lleva cautivos al destierro al pueblo elegido. A la vuelta del destierro, se pone en marcha la construcción de un nuevo templo. En este segundo templo es en el que entra Jesucristo, ya desde niño, y donde se produce la escena que nos narra el evangelio de este domingo. Un templo que también será destruido con la invasión de los romanos, y del que hoy sólo queda un muro.

El hombre necesita espacios sagrados, que le aparten de lo profano y le introduzcan en el mundo de lo divino, le acerquen a Dios. Pero la historia de la salvación ha demostrado que esos lugares sagrados son frágiles, se rompen, se destruyen y con ello peligra la relación del hombre con Dios, y consiguientemente las relaciones de los hombres entre sí.

Jesús irrumpe en la historia ofreciéndonos un templo nuevo, el templo de su cuerpo. He aquí el sentido propio de esta escena evangélica. Jesús propone una novedad tan fuerte, que rompe de alguna manera con la realidad anterior del templo, al tiempo que lo lleva a plenitud. Si el templo es el lugar del encuentro con Dios, en la humanidad santa de Cristo Dios nos ofrece su más perfecta cercanía. En el corazón de Cristo, Dios llega hasta nosotros y nosotros llegamos hasta él.

La relación del hombre con Dios no se funda en lugares que el hombre construye o puede destruir. Aunque seguimos necesitando del templo como lugar sagrado, el verdadero templo en el que habita la plenitud de la divinidad es la humanidad de Cristo. Y este templo, que los hombres hemos destruido por el pecado, llevando a Jesucristo a la cruz, ha sido reconstruido por Dios al resucitarlo de entre los muertos. “Destruid este templo y en tres días lo reedificaré” (Jn 2,19). En ese templo, que es Jesucristo, nosotros somos incorporados como piedras vivas, formando una prolongación de Cristo en la historia y formando un templo nuevo, un lugar donde Dios habita para los hombres.

Cristo es el templo nuevo y vivo de Dios en medio de los hombres. Nosotros somos templos de Dios, al acoger por la gracia la presencia de Dios en nuestros corazones. El látigo de Jesús en el templo contra los vendedores que allí se encontraban es celo de amor que le lleva a Jesús a decirnos que acojamos su presencia sin mezclarla con nuestros intereses egoístas. La cuaresma es tiempo propicio para purificar en nuestras almas todo aquello que estorba a la presencia benéfica de Dios en nosotros, para convertirnos en templos vivos de Dios.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba

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