El amor más grande

En pleno tiempo de Pascua florida, Jesús nos abre su corazón en el sosiego de la
contemplación de su resurrección, para declararnos el amor más grande, el amor que
brota de su corazón por cada uno de nosotros, por quienes ha dado la vida. “Nadie tiene
amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos” (Jn
15, 13). Jesús ha demostrado con obras, no sólo con palabras, que nos ama con un amor
superlativo, porque ha venido al mundo por cada uno de nosotros para salvarnos, y ha
consumado su obra redentora para rescatarnos de la muerte y hacernos hijos mediante
su muerte en la cruz y su resurrección gloriosa.
Nos ha abierto de par en par las puertas del cielo, como fruto de su amor más grande. El
misterio de su amor no sólo se ha consumado por su parte, amándonos hasta el extremo,
sino que quiere que en este tiempo de Pascua lo experimentemos nosotros. El tiempo de
Pascua es para ahondar en la experiencia de ese amor más grande.
Para encontrar la fuente de ese amor, Jesús nos introduce en su relación con el Padre.
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo, permaneced en mi amor”. Una
relación que él mantiene desde la eternidad en el seno de Dios y que por su encarnación,
nos abre a nosotros, para que también cada uno de nosotros entremos en la circularidad
de ese amor más grande, el amor de Dios. Al abrirnos su corazón nos introduce en el
torbellino de amor inagotable que hay en Dios. Un amor insondable que produciría
vértigo, si quisiéramos entrar por propia iniciativa, pero que produce éxtasis cuando
entramos de la mano de Jesús, que nos abre su corazón. El éxtasis es la salida de sí
mismo, encontrando un centro de amor fuera de nosotros mismos. Ese centro es el
Corazón de Cristo.
“Os he hablado de todo esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría
llegue a plenitud”. No estamos llamados a un conocimiento superficial de Jesús, sino a
entrar en lo profundo de su corazón, desde donde él nos abre la fuente de ese amor en
Dios y la prolongación de ese amor en los demás. “Este es mi mandamiento que os
améis unos a otros, como yo os he amado”. Si entramos en el corazón de Cristo, brota
en nuestro corazón un manantial de vida, como un surtidor de agua, para repartir a todos
nuestros contemporáneos, para instaurar en nuestro mundo la civilización del amor.
“El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se
encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él
vivamente. Por esto precisamente Cristo Redentor revela el misterio del hombre al
propio hombre”, nos recordaba san Juan Pablo II en su encíclica Redemptor hominis 10.
El hombre está hecho para amar, y el punto clave de su vida es encontrar ese amor, para
vivir enamorado.
Ahora bien, el amor no tiene su origen en el corazón humano, que siempre es limitado y
sometido a mil debilidades. El corazón humano está sediento de amor, pero no puede
producírselo. El amor tiene su origen en Dios, que es amor, y se nos ha manifestado en
el corazón humano de Cristo, un corazón de carne, sensible a nuestros amores y
desamores. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino
en él nos amó y nos envió a su Hijo” (1Jn 4,10).

En el sosiego de estos días de Pascua, entremos en el corazón de Cristo, palpitante en la
Eucaristía, para llenarnos de su amor y llenar de sentido nuestra vida humana, llamada a
divinizarse plenamente.
Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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