Carta semanal del Obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández González.
“Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23), nos dice Jesús en el Evangelio de este domingo. Con lo cual nos está abriendo un horizonte precioso de nuestra relación con Dios: Dios vive en mi alma. Las tres personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo han puesto su morada en el corazón del hombre, se han convertido en mis huéspedes, se ha roto la soledad que aísla, tengo cobertura permanente para la comunicación con tales personas divinas.
De esta manera, Dios lleva a su plenitud lo que tenía proyectado desde el principio: acercarse al hombre, entablar con cada uno de nosotros una relación de amor para hacernos partícipes de sus dones, de su misma vida. Ya en la travesía del desierto, el pueblo de Dios contaba con la tienda del encuentro, donde Moisés hablaba con Dios como un amigo habla con su amigo. Cuando el pueblo se asentó en la tierra prometida, construyó un Templo, una casa para Dios en la que los hombres pudieran encontrarse con él y con toda la asamblea litúrgica. El destierro a Babilonia supuso la destrucción del Templo de Salomón en Jerusalén, que fue reconstruido, y en el que Jesús subía a rezar en tantas ocasiones. Los judíos tenían un gran respeto y cariño hacia el Templo de Jerusalén, del que sólo queda un muro (el muro de las Lamentaciones).
Jesús es el nuevo templo de Dios, porque en él habita la plenitud de la divinidad (Col 2,9). En Jesús Dios se ha acercado plenamente al hombre y el hombre encuentra a Dios sin otras mediaciones. Y al enviarnos su Espíritu Santo, Jesús nos ha introducido en ese círculo de la intimidad de Dios, nos ha hecho confidentes de Dios. La oración consiste en caer en la cuenta de esa presencia en el alma de las tres Personas divinas, con las que podemos entablar coloquio, sentirnos seguros y protegidos, amar porque somos amados.
Los místicos nos lo explica desde su experiencia de Dios. Santa Teresa acude a su confesor consultando que se siente como “habitada” por las Personas divinas, y el confesor letrado le explica que es así ciertamente. San Juan de la Cruz llega a decir que en “su aspirar sabroso” (Cántico, 39) el alma entra en el torbellino de amor del Padre al Hijo, haciéndose partícipe del Espíritu Santo. Santo Tomás de Aquino explica que las Personas divinas se nos han revelado “para que las disfrutemos” en esa relación y trato de amor.
Muchas veces pensamos que la oración es algo externo a nosotros, y sin embargo la oración es el trato con Dios en sus tres Personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo), haciéndonos conscientes de que viven en el alma por la gracia santificante. Para los que conocen esta verdad que salva, no existe la soledad insoportable que encierra en uno mismo. Dios es lo más íntimo de nuestro ser. San Agustín repetía que Dios es más íntimo a mí mismo que yo mismo (intimior intimo meo). Estamos llamados a esta relación de amor con las Personas divinas, a la oración y al traro con ellas, a sentirnos acompañados continuamente, a vivir ese atractivo de amor, que enamora.
Esta inhabitación de las tres Personas divinas en el alma en gracia permanecerá para siempre, incluso en el cielo. La mediación de la presencia de Dios a través de su Palabra y a través de la Eucaristía y los demás sacramentos desaparecerá en el cielo, donde tendremos cara a cara la presencia de Dios, sin ninguna mediación temporal. Sin embargo, la presencia de las tres Personas divinas en el alma continuará en el cielo, como el amado está en el corazón del amante recíprocamente. Precisamente en esa posesión gozosa consistirá el cielo: Dios en nuestro corazón y nosotros totalmente de Dios, y esto para siempre.
El actor de todo este proceso es el Espíritu Santo, cuyo envío Jesús nos anuncia en el tiempo de Pascua y recibiremos plenamente en Pentecostés. El don del Espíritu Santo será la plenitud de la Pascua: Jesús pasa por nuestra vida y nos deja el don de Dios Amor, para enseñarnos a amar.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández