Día del Papa, en la fiesta de san Pedro

Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández

La fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo (29 de junio) es ocasión para celebrar el Día del Papa. Fue el mismo Jesucristo el que confió a Pedro el gobierno de su Iglesia: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18), y desde la ascensión de Jesús a los cielos, Pedro ha ejercido de cabeza entre los apóstoles. Y a él se refieren todos en los primeros pasos de aquella comunidad evangelizadora. El mismo Pablo, convertido al Señor en el camino de Damasco cuando perseguía a los cristianos, somete su predicación al discernimiento de Pedro para no correr en vano.

Jesucristo sigue siendo el referente fundamental de la vida del cristiano y de la Iglesia. Y a esta Iglesia, que a Jesús le costado la misma vida y por la que ha derramado su preciosa sangre, la ha dotado del primado de Pedro, estructurando jerárquicamente esta comunidad en torno a los Apóstoles. Pastores y fieles, por tanto, tienen en Pedro el principio y fundamento de la unidad en la Iglesia.

El Sucesor de Pedro es el Papa, el obispo de Roma, porque fue en Roma donde Pedro fue obispo y donde selló con la sangre del martirio su testimonio de amor al Señor. Roma se ha convertido así en el epicentro de la cristiandad, la comunidad que preside en la caridad a todas las demás comunidades y diócesis del mundo entero.

En la fiesta de san Pedro (y san Pablo) volvemos nuestros ojos a Roma para vivir en la fe nuestra comunión con el Obispo de Roma, Papa de la Iglesia universal. Si una diócesis se encerrara en sí misma o en sus límites geográficos, regionales o nacionales, perdería su condición de católica y universal. El Papa y la comunión con él nos hacen católicos, una de las notas esenciales de la Iglesia fundada por Jesucristo. Renovemos, por tanto, esta dimensión más honda de nuestra fe, que no anula nuestras propias riquezas, sino que nos aporta una esencial: la comunión con la Iglesia universal.

Dios nos ha concedido en nuestros tiempos Papas excelentes y santos. Si recorremos la lista del último siglo, un siglo atormentado en el concierto universal, veremos que el ministerio del Sucesor de Pedro ha sido decisivo para la marcha de la historia. Y si miramos en nuestros días, la figura del Papa Francisco ha cobrado un fuerte protagonismo como referente moral y líder mundial. Podemos decir que la Iglesia católica en el pre y postconcilio Vaticano II ha abierto por medio del Papa nuevos horizontes de renovación en un cambio de época como el que estamos viviendo, al tiempo que permanece fiel a su Maestro y Señor.

Subrayaría del Papa Francisco sobre todo su opción por los pobres de la tierra, una opción teológica, antes que sociológica, filosófica o política. Es decir, una opción inspirada en el ejemplo y la enseñanza de Cristo nuestro Señor. Su atención constante a los últimos, a los descartados, a los refugiados, a los emigrantes, a los que cruzan el mar a la desesperada en busca de mejores condiciones y pierden la vida en el intento, a los explotados en el tráfico de personas humanas, sobre todo en el caso de tantas mujeres, etc. Este fuerte testimonio resulta muchas veces incómodo, pero no va contra nadie, sólo se inspira en el amor, y nos impulsa continuamente a la conversión.

Oremos por el Papa. Todos los días. Para realizar su ministerio, su servicio a los creyentes en Cristo y a toda la humanidad, necesita constantemente del auxilio divino, porque se trata de una tarea que desborda todas las capacidades humanas. Él nos pide continuamente que oremos por él, y lo hacemos con gusto, para que el Señor que lo ha elegido para ponerlo al frente de su Iglesia, lo sostenga con su gracia. Nosotros nos beneficiamos continuamente de su ministerio como “dulce Cristo en la tierra”, en frase feliz de santa Catalina de Siena, y por ello hemos de colaborar con nuestra oración en el sostenimiento de su ministerio. También se nos pide la colecta de este domingo, para el ejercicio de la caridad del Papa. Es el óbolo de san Pedro.

Lo encomendamos especialmente a nuestra Madre, María Santísima. Que el Señor lo conserve, lo vivifique y lo haga feliz en la tierra, de manera que no lo entregue en manos de sus enemigos.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández

Obispo de Córdoba

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