Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández Tiene Jesús mucho interés en disipar toda duda o vacilación acerca de su resurrección. El evangelio de este domingo tiene ese objetivo. Una vez que los discípulos se han encontrado con Jesús, vuelven a preguntarse; pero, ¿será verdad? O, ¿será una ilusión de mi mente? Esta duda nos asalta a todos antes o después, porque si es verdad, todo cambia en nuestra vida. Y si no es verdad, todo sigue igual y va perdiendo consistencia. Por tanto, si no se nos plantea nunca esta duda es porque quizá no estemos dispuestos a cambiar nada, y para eso mejor ni siquiera dudar.
La resurrección de Jesús es el punto central de nuestra fe cristiana. Incluso la muerte de Cristo y la pasión que le precede adquiere todo su sentido con la luz de la resurrección. Si Cristo no hubiera resucitado, esa pasión y esa muerte, por muy aparatosas que fueran, se quedarían en una expresión de buena voluntad, pero sin ninguna consecuencia en nosotros. Sería un buen ejemplo, sin más.
Por el contrario, como ha sucedido, si la resurrección de Jesucristo es un acontecimiento real e histórico, aunque desborde nuestra mente, se convierte en una luz y una energía potentísimas, que nos hacen entender el significado de la pasión y de la muerte de Jesús, y su victoria sobre la muerte, que nadie más ha alcanzado. Nos cambia el horizonte futuro de nuestra vida, de nuestra muerte y del más allá de la muerte. Porque la resurrección de Jesucristo es anticipo de nuestra propia resurrección, incluso corporal.
La resurrección de Jesucristo certifica que él es Dios, que ha sido constituido Señor para gloria de Dios Padre, que ha resucitado según había dicho. Sus discípulos no le conocen a la primera, porque está cambiado; pero cuando él les descubre quién es, los discípulos le identifican inconfundiblemente. Por tanto, ellos llegan a verle tal cual es, pero sólo son capaces de reconocerle cuando Jesús les desvela su rostro. Ese descubrimiento, por un lado, les lleva a identificarle, pero al mismo tiempo es inapresable, no pueden retenerlo, está en otra dimensión.
El paso de su dimensión a la nuestra se realiza porque él se acerca y entra en contacto con nosotros. El momento más intenso de esa cercanía es la Eucaristía, que contiene a Jesús vivo y resucitado, no sólo durante la celebración, sino quedándose con nosotros para la adoración permanente y para poder llevar la comunión a los enfermos e impedidos. Por eso, la adoración eucarística es la comunicación personal cara a cara con Jesús, aunque él permanece en su dimensión y por eso no podemos verle tal cual es. La fe nos dice: Está aquí, venid a adorarlo. Y cuando entramos en su presencia, antes o después él nos hace percibir su presencia con una paz profunda, que nadie más puede conceder. La fe en la resurrección nos lleva a la Eucaristía, y la misma Eucaristía alimenta en nosotros la fe en la resurrección.
La Eucaristía viene a ser “como una fisión nuclear acaecida en lo más íntimo de nuestro ser” (Benedicto XVI, JMJ Colonia 2005). Si la fisión nuclear del átomo es de una intensidad tremenda, la explosión atómica, la entrada de Jesús en nuestra alma por la Eucaristía se asemeja a esa “fisión nuclear”, capaz de transformar nuestra vida y la historia de la humanidad. La Eucaristía es un acontecimiento que sucede continuamente, Jesucristo sigue cumpliendo su promesa y entra continuamente en nuestra dimensión para transformarnos desde dentro y generar en nosotros como una explosión de amor, que lo cambia todo.
Vale la pena detenernos en esta Pascua a considerar la fuerza tan potente de la resurrección de Cristo en cada uno de nosotros y en la humanidad entera, no sea que tengamos reprimida esa energía por nuestra incapacidad o por la obstrucción de nuestro corazón. La Eucaristía es capaz de transformarnos y nos hace capaces de transformar el mundo entero. Abrimos de par en par nuestras puertas para que entre el Resucitado y lo haga todo nuevo en nosotros.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba