Alegraos siempre en el Señor

Carta semanal del Obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández

El tiempo de adviento es tiempo de gozo y esperanza, como la vida cristiana misma. El gozo proviene de la cercanía de Dios, que nos envía a su Hijo Jesucristo para salvarnos, para divinizarnos. La esperanza se genera porque Dios cumple siempre sus promesas y nos asegura estar siempre con nosotros. Vale la pena fiarse de Dios, porque Dios siempre cumple.

Y, ¿qué nos ha prometido? Dios nos ha creado para hacernos felices, para hacernos partícipes de su propia felicidad que quiere compartirla con nosotros. Y la felicidad de Dios no es pasajera, sino que dura para siempre. Amanecemos en este mundo y miramos a nuestro alrededor, donde, junto a tantas cosas bellas y buenas, está presente el mal en sus múltiples manifestaciones: egoísmo, explotación del hombre por el hombre, enfrentamientos, guerras, deportaciones, prófugos, violaciones de todos los derechos, etc. ¿Cómo puede existir un Dios, que permite estas cosas? Muchos ser rebotan contra Dios al experimentar tanto sufrimiento propio o ajeno, y concluyen: Dios no existe. Otros, por el contrario, acuden a ese Dios bueno para pedirle que nos salve.

Y aquí se sitúa la salvación que viene a traer Jesucristo. Dios no se ha desentendido de las desgracias de los hombres. Dios se ha acercado a nuestro mundo y ha entrado de lleno en él, haciéndose hombre, uno de nosotros. El Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha puesto su tienda entre nosotros, para convivir con nosotros, para compartir nuestra suerte. En todo semejante a nosotros sin pecado.

Jesucristo por su encarnación, por haberse hecho hombre como nosotros, ilumina el misterio del hombre al propio hombre y le muestra la grandeza de su vocación, que somos hijos de Dios. Jesucristo ha venido a decirnos el inmenso amor de Dios al hombre, y nos lo ha dicho hasta el extremo, hasta morir en la Cruz por nosotros. Él nos aclara que el mal en el mundo no lo ha inventado Dios, sino que es factura del hombre. Y que ese mal tiene una raíz común, el pecado. Jesucristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Su encarnación, su muerte redentora y su resurrección abren para todos los hombres un horizonte ilimitado de felicidad, pero es preciso pasar por la muerte, por el despojamiento, por la Cruz.

El sufrimiento abrazado con amor nos hace participar de la Cruz redentora de Cristo y convierte nuestra pobreza en riqueza de amor. Recibimos de Dios ese amor repleto de misericordia y repartimos ese amor a nuestro alrededor de manera solidaria. Este es el motivo de nuestra alegría. Los males que nuestra humanidad está soportando tienen un sentido, tienen un valor y contribuyen a la redención del mundo. Jesucristo nos ha enseñado a estar de parte de los que sufren por cualquier causa, siempre de parte de las víctimas.

El anuncio evangélico es siempre anuncio de alegría y gozo para todos. Los ángeles en la noche de Belén así lo cantan: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”. Nos preparamos a la Navidad con esta alegría y este gozo, que brotan de saber que Jesús está en medio de nosotros. “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del asilamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”, nos recuerda el Papa Francisco (EG 1).

Preparemos el camino al Señor con un corazón bien dispuesto, como nos anuncia el Bautista. La alegría de la Navidad se llama Jesucristo.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández

Obispo de Córdoba

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