Carta semanal del Obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández González.
El año 2015 es el Año de la vida consagrada. Así lo dispuso el papa Francisco, anunciándolo el año pasado por estas fechas. Un Año dedicado a dar gracias a Dios, a mirar el futuro con esperanza y a vivir el presente con pasión, a los 50 años del concilio Vaticano II y del decreto Perfectae caritatis sobre la vida consagrada. En nuestra diócesis de Córdoba lo inauguramos el sábado 29 de noviembre en la Catedral.
Comenzamos un nuevo año litúrgico, que nos pone alerta sobre la venida del Señor, la última venida, cuando acabe nuestra vida en la tierra (cada vez más cercana) y cuando acabe la historia de la humanidad. El Señor vendrá glorioso para juzgar a vivos y muertos. De ese juicio no se escapa nadie, y es en definitiva el único que importa. Por eso, hemos de vivir con el alma transparente y con la conciencia clara de que hemos de ser juzgados y hemos de dar cuenta a Dios de toda nuestra vida.
El tiempo de adviento nos introduce en un nuevo año litúrgico, en el que renovaremos sacramentalmente el misterio de Cristo completo, desde su nacimiento hasta su venida gloriosa al final de los tiempos. El tiempo de adviento nos prepara de manera inmediata a la Navidad que se acerca un año más, cuando Jesús vino y viene a quedarse con nosotros, el eterno nacido como uno de los nuestros.
Volver nuestros ojos a la vida consagrada es ciertamente para dar gracias a Dios. En nuestra iglesia diocesana de Córdoba han brotado abundantes vocaciones a la vida consagrada en tantos carismas que adornan el jardín de la Iglesia con frutos abundantes. Y además, la presencia de la vida consagrada en nuestra diócesis es superabundante en todos los campos. En monasterios de vida contemplativa, que tanto bien nos hacen al recordarnos la primacía de Dios en un mundo tan agitado. En el campo de la educación con fundaciones centenarias, donde miles y miles de hombres y mujeres han sido formados en estos colegios. En el campo de la beneficencia con todo tipo de obras sociales: hospitales, residencias de ancianos, atención a los pobres, cercanía a las nuevas pobrezas. Cuántos hombres y mujeres (más mujeres que hombres) consagrados de por vida a hacer el bien, cuántas lágrimas han enjugado, cuantos sufrimientos compartidos y aliviados, cuantas hambres saciadas. En el campo de la evangelización y catequesis, a pie de parroquia, disponibles para llegar a todos los hogares, confidentes de tantos corazones desgarrados, presentando a niños, jóvenes y adultos la belleza del Evangelio. Cómo no dar gracias a Dios por todo ello. El Año de la vida consagrada viene para eso. ¿No hemos conocido en nuestra vida almas consagradas a Dios, cercanas para hacer el bien a todo el mundo? Demos gracias a Dios por todos estos dones en su Iglesia de los que todos somos beneficiarios.
La vida consagrada en sus múltiples formas tiene futuro, por eso este año abre nuevos caminos de esperanza. Ciertamente ha descendido el número de religiosos y religiosas, de consagrados en los distintas formas. Pero cada uno de los llamados debe mirar el futuro con esperanza, porque Dios no falla. Y el que ha llamado a cada uno a esta vocación, lo llevará a feliz término. Este año servirá para presentar al pueblo de Dios cada uno de estos carismas que el Espíritu ha sembrado en su Iglesia, y Dios hará brotar nuevas vocaciones entre los jóvenes, estoy seguro. La vida consagrada debe ser vivida con pasión en el presente. Es signo de un amor más grande y más hermoso, es una vida de corazón dilatado para amar más y para una mayor fecundidad.
Valoramos la vida consagrada en todas sus formas y expresiones, porque son un don del Espíritu para la Iglesia de nuestro tiempo. Si tu hijo o tu hija te dice que ha sido llamado por Dios, no te resistas. Si un amigo o amiga te dice que ha sentido de Dios esta llamada, felicítale. Es un gran regalo para la familia, para la sociedad. Valora esa vocación, acompáñala, sostenla con tu calor y con tu oración.
Una líder política de nuestros días pensaba que la religión era el opio del pueblo hasta que vio que su hijo enganchado a la droga fue desenredado por unas personas consagradas a Dios en la vida religiosa. El cariño de estas personas, su paciencia, su perseverancia en el amor hizo que aquel joven fuera reconstruyéndose desde dentro, y hoy sea un hombre nuevo. Su madre que pensaba que la religión era el opio del pueblo constató que la religión sacó a su hijo del opio de la droga. Y como este, muchísimos casos parecidos. En la vida consagrada se da el amor más grande, aquel amor que es el único capaz de construir un mundo nuevo.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba