50 años de sacerdote

Lo hemos venido anunciando durante todo este año 2024, la ordenación de diácono fue
el 5 de mayo (domingo del buen Pastor, IV de Pascua) y la de presbítero fue el 22 de
diciembre de 1974. Era cuarto domingo de adviento, como este año. Nos dieron a elegir
tres fechas, y elegimos esta. Para mí, era una fecha entrañable y familiar: cumpleaños de
mi padre y san Demetrio, su santo y el mío. Y a partir de ese año, aniversario de mi
ordenación sacerdotal. Cuando llega esta fecha cada año, doy gracias a Dios y recuerdo
el ambiente de mi casa familiar, donde todos confluíamos para anticipar la alegría de la
Navidad y felicitarnos por haber sido tan agraciados (es el día de la Lotería nacional, y a
mí me tocó el Gordo).
Llegamos este año al 50 aniversario de aquel día feliz, frio con niebla desde la mañana
en Toledo y hasta la tarde en Puente del Arzobispo, mi pueblo, donde celebré mi
primera Misa el mismo día de la ordenación. Ya estaba destinado en la parroquia de El
Buen Pastor, de Toledo. Pasé una semanita de vacaciones con mis padres, y me
incorporé rápidamente a mi parroquia. Estaba deseando ejercer como cura, y disfruté
mucho en aquella primera parroquia, en la que tenía mil niños de catequesis, doscientos
cincuenta adolescentes de confirmación, y más de doscientos catequistas. En el
confesonario, tarea interminable, y además ocho colegios, que visitaba todas las
semanas. Comunión a enfermos, grupo de jóvenes, la Acción Católica, y todos los días
varias Misas de exequias por la cercanía al hospital, cuando todavía no había tanatorios.
Qué feliz he sido, ya desde aquellos primeros años de coadjutor con D. Justo Rey mi
párroco, un buen párroco.
Quiero pediros que me ayudéis a dar gracias a Dios por este gran regalo para mí y para
su Iglesia. Por el sacerdote pasan multitud de gracias a diario para repartir a todos los
demás. Uno es consciente de cómo Dios se sirve de mi vida para acercar a muchos, para
consolar a otros, para estimular a todos a continuar en el camino de la santidad. Mi vida
quedó “expropiada para utilidad pública”. Y a pesar de mis pecados, he vivido para los
demás.
Alguno puede pensar que todo ha sido de color rosa en mi vida sacerdotal. No ha sido
así, gracias a Dios. Enviado a estudiar a Roma por segunda vez en 1981 (la primera fue
en 1977), contraje una enfermedad incurable, que me postró en cama durante un año
completo. Llevaba ya nueve años de cura, tenía 33 años, y me preparé para la muerte
que llegaba inminente. El Dr. Pozuelo Escudero, gran endocrino discípulo del Dr.
Marañón, acertó con el tratamiento, y fui recuperándome durante varios años, hasta que,
por intercesión del venerable José María García Lahiguera y la oración de sus hijas
Oblatas, fui curado milagrosamente de la noche a la mañana. Era el 27 de septiembre,
san Vicente de Paúl. Y aquí me tenéis.
La enfermedad fue una fuerte experiencia de impotencia, de postración, de
despojamiento de todo proyecto de futuro, de preparación gozosa para la muerte. Aquel
año 1982-1983 entendí como nunca y para siempre en medio de la enfermedad que mi
vida era toda para el Señor, porque le sentí a él tan cercano y cariñoso como nunca. Fue
verdaderamente un desposorio en la Cruz, que me ha marcado definitivamente. Quizá
cuando llegue me eche a temblar, pero puedo afirmar que desde aquella experiencia (y
han pasado más de 40 años) miro la muerte con deseo sereno, con alegría de
encontrarme con el amor de mi vida, Jesucristo mi Señor. Y este deseo sereno relativiza

todo cualquier otro sufrimiento, que no han faltado a lo largo de mi vida. Puedo decir
por gracia de Dios que me he encontrado con el amor de mi alma precisamente en la
Cruz compartida, la suya y la mía para la redención del mundo.
De todo lo realizado, o mejor de lo que Dios ha hecho a través de mí, señalo la
ordenación de 75 presbíteros en Córdoba, además de otros 15 en Tarazona, diocesanos y
religiosos. Ese es un momento culminante para el obispo. Y con ello los miles y miles
de personas, niños, jóvenes, adultos y ancianos, cuyos ojos han brillado al predicarles y
hablarles de Jesucristo. Para dar a conocer su amor quisiera vivir toda mi vida. A Él sea
la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén
Recibid mi afecto y mi bendición, y rezad por mi:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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