Historia de la diócesis

La ciudad de Córdoba, cuyo conventus y diócesis originarios se extendían por el norte hasta las orillas del Guadiana y que al sur comprendían tan sólo una mínima parte de la campiña cordobesa, fue evangelizada posiblemente -por ser capital de la Bética- desde los primeros momentos de la expansión del cristianismo. Las primeras noticias históricas son de la segunda mitad del siglo III cuando aparece perfectamente diseñada como sede episcopal. El primer obispo conocido, Osio -«hombre verdaderamente santo», según San Atanasio- recibió la ordenación episcopal entre el 290 y 295. Muy poco después, las actas del concilio de Elvira (302) certifican la expansión del cristianismo en Epora, Iliturgi, Carbula, Solia y Ossigi, municipios del conventus Cordubensis. Todos atribuyen a Osio la expresión homoúsios (de la misma naturaleza del Padre) del credo niceno. Coetánea de este obispo fue la persecución de Diocleciano del 304, en la que el mismo Osio fue torturado y padecieron martirio Acisclo, Zoilo, Fausto, Jenaro y Marcial. Los sarcófagos cristianos de época constantiniana que han llegado a nuestros días y el palatium episcopi de Osio y de sus sucesores en Cercadilla son testigos elocuentes de una comunidad de fieles en la que estaban integradas personas de cultura, de alto nivel económico y de buen gusto estético.

La pacífica dilatación de la predicación evangélica por los amplísimos territorios de la diócesis se vio truncada por la invasión de los bárbaros -vándalos, suevos y visigodos- desde comienzos del siglo V, pero serán los siglos VI y VII los que conocerán las primeras admirables iglesias de planta basilical, elogiadas por San Eulogio tres siglos después. En una de ellas, San Hermenegildo firmó su capitulación ante su padre Leovigildo en 584. Los obispos de Córdoba participan en los concilios de Sevilla y III-XVI de Toledo, y sus actas dan noticia de la vida eclesiástica en la diócesis.

Todo cambia con la invasión musulmana del 711. La diócesis quedará sometida al Islam, y entre esa fecha y el 785 no quedará templo alguno en el ámbito de la antigua medina. La iglesia quedará reducida en los barrios periféricos de la ciudad. El pacto de capitulación y el estatuto legal de los mozárabes permitirán que los cristianos convivan entre los musulmanes pero bajo un principio de desigualdad que se materializaba en evidentes discriminaciones. La convivencia medieval entre las distintas razas y religiones fue más bien una difícil coexistencia, por lo que aplicar a aquellas relaciones el concepto de «tolerancia» puede ser además una imprudente inexactitud. La sede cordobesa, no obstante la división territorial que en ella introduce la administración musulmana -cora de Córdoba al sur y cora de Fash al-Ballut (también llamada al-Usqufa (= la diócesis)) al norte, permanece como único gobierno eclesiástico de la antigua diócesis. La pervivencia de este mapa se llenará de oscuridades a partir de la segunda mitad del siglo IX. El episcopologio de este período es conocido sólo de forma fragmentaria y puede documentarse hasta los años 1069-1091, según texto genérico de al-Himyari.

Durante el reinado de Abd al-Rahmán II se producen unos hechos que han quedado en la historia como los más crispados en las relaciones entre musulmanes y cristianos. Por primera vez, pasada la invasión, se produce el derramamiento de sangre por motivos religiosos, que tuvo comienzo con los martirios de Adolfo y Juan en 825 y concluirá con la muerte de Santa Leocricia en 859. Entre los 50 mártires brilla de modo especial San Eulogio, presbítero y metropolitano electo de Toledo, cuyas obras sirvieron de aliento a la torturada comunidad cristiana y sirven hoy para ilustrar la vida de la comunidad mozárabe cordobesa junto a los escritos de Alvaro y del abad Sansón. A los mártires citados se añadirán en 891 el millar de mártires de Poley, Dulce (c. 902), Pelagio (925), Argéntea y Vulfura en 937.

La reconquista del territorio por Fernando III el Santo en 1236 introduce importantes cambios en la configuración territorial de la diócesis al establecer que ésta se acomode a los límites del reino almohade de Córdoba, base, con algunos retoques, de la diócesis actual. En ella se integra el territorio de la diócesis de Egabro y de parte de las antiguas diócesis de Astigi, Itálica y Elvira. La antigua mezquita aljama de Córdoba es convertida en Catedral desde el momento de la ordenación episcopal de su primer obispo, Lope de Fitero, en 1238, a la vez que se crea el cabildo catedralicio. Su metropolitano ya no será el de Sevilla sino el arzobispo de Toledo. El obispo don Fernando de Mesa (1257-74) ordenó la compleja delimitación de las feligresías de la diócesis. Las parroquias creadas en el siglo XIII suman 107, a las que se añadirán cuatro en el siglo XIV y 17 en el siglo XV.

Al monacato visigótico y mozárabe, desaparecido bajo la presión del Islam, le sucederán a partir del siglo XIII los franciscanos, dominicos, trinitarios, mercedarios, agustinos, cistercienses y jerónimos. Las órdenes femeninas estarán representadas por cistercienses, clarisas, jerónimas y dominicas. La religiosidad popular vive su mundo de creencias y de sentimientos piadosos y caritativos en torno a las numerosas cofradías que tienen como titulares generalmente a la Virgen y a los santos.

La reforma católica tiene sus orígenes en las fundaciones jerónimas, franciscanas y dominicas a partir de 1394, período en el que destaca la figura del beato Alvaro de Córdoba en Santo Domingo de Scala-Coeli, continuada desde el reinado de los Reyes Católicos en los obispos y en el clero. Son claramente reformadores los sínodos diocesanos de 1496 y 1520, convocado este último por el obispo Alonso Manrique, al que seguirán los sínodos postridentinos hasta el último, celebrado en 1662 por el obispo Francisco de Alarcón. La presencia en la vida diocesana de San Juan de Avila, y del paso por Córdoba de San Francisco de Borja y San Juan de la Cruz, las fundaciones del Colegio de Santa Catalina de los jesuitas y del Seminario de San Pelagio (1583), y la reforma trinitaria de San Juan Bautista de la Concepción hacen que la diócesis entre sin traumas por el camino de las reformas tridentinas. Más tarde, el beato Francisco de Posadas dará vida al hospital de San Jacinto y el padre Cristóbal de Santa Catalina a los de Jesús Nazareno, mientras el padre Cosme Muñoz abre la primera institución para la formación de niñas en el colegio de Nuestra Señora de la Piedad. Insignes misioneros cordobeses como fray Juan de Trassierra, fray Pedro de Córdoba y San Francisco Solano desarrollarán su obra evangelizadora en América durante el siglo XVI, y Santo Domingo Henares, obispo y mártir, llegará hasta Tonkin a fines del XVIII. La orientación dada a las cofradías -ya en este momento sacramentales, de penitencia, del Rosario o del Nombre de Jesús- sirvió para mantener al pueblo cristiano en el mundo de la catolicidad.

Los concordatos con la Santa Sede de 1851 y 1953 introducirán ampliaciones o recortes en la delimitación de la diócesis. Por el primero, se suman al obispado de Córdoba en 1874 el arciprestazgo de Castuera, el de Priego de Córdoba y las poblaciones de Benamejí y Palenciana. Por el segundo, en 1958, el arciprestazgo de Castuera pasa a Badajoz, Fuente Palmera y Miragenil se suman a Córdoba, y Villanueva de Tapia se integra en Málaga. La invasión napoleónica y la encrucijada liberal crearán días difíciles para la Iglesia diocesana con las sucesivas exclaustraciones y desamortizaciones que dejaron a la diócesis sin medios para su acción pastoral. Todo comienza a enderezarse con el pontificado de Joaquín Tarancón y Morón (1847-57), dotado de una percepción pastoral abierta a las nuevas realidades, insta al clero y fieles a colaborar en las tareas apostólicas, aconseja unión y concordia en las relaciones Iglesia-Estado y olvido de los agravios recibidos por el clero en tiempos anteriores, apela a la educación cristiana de la niñez y juventud, inculca el sometimiento debido a las autoridades, recomienda el uso del catecismo romano, alerta al clero en 1848 de los errores del comunismo y del socialismo, organiza las Conferencias de San Vicente de Paúl y aplaude la llegada de las Hermanas de la Caridad. Sus escritos respiran ya el entusiasmo que despierta el pontificado del beato Pío IX, revestido -dice- «de tantos prodigios que le harán siempre eminentemente célebre y glorioso». El sucesor, Juan Alfonso de Alburquerque, funda el Boletín Eclesiástico en 1858, órgano de cohesión de la diócesis con la sede de Pedro y con la Iglesia universal, del obispo y su curia con sacerdotes y fieles, y de los sacerdotes entre sí.

El obispo fray Zeferino González (1875-83), después cardenal de Toledo y Sevilla, de origen asturiano, es una de las figuras estelares del episcopado cordobés de los dos últimos siglos. Estuvo dotado de una excelente formación intelectual que no le impidió ser a la vez un eminente pastor, renovando los estudios en el Seminario en sintonía con las directrices de León XIII y atendiendo la pastoral del mundo obrero con los Sindicatos Católicos de Obreros. En su pontificado tiene origen la vocación religiosa de Santa Rafaela María Porras. El Seminario volverá a cautivar la atención del obispo catalán Ramón Guillamet y Coma al llamar a los Operarios Diocesanos, entre los que destacará la figura del beato José María Peris como rector (1926-32). Los pontificados más ilustres de esta última etapa tienen en común el conocimiento, el reconocimiento y la verdad de la realidad, obispos que vinieron a servir más que a ser servidos. Con Guillamet llega la renovación litúrgica a la diócesis puesta la vista en el movimiento litúrgico de los benedictinos. Introduce también la polifonía de Lorenzo Perossi y, en el campo, de la doctrina social de la Iglesia, crea los Sindicatos Católico-Agrarios.

La II República y la Guerra Civil (1931-39) rompen el ritmo de actualización y renovación que se experimentaba en el episcopado, en el clero, en los religiosos y en el laicado, animado éste por las nuevas asociaciones católicas como la Adoración Nocturna, las Hijas de María y la Acción Católica. La Iglesia en Córdoba vuelve a revivar su historia martirial, mucho más cruenta ahora que en cualquiera otra persecución sufrida en siglos precedentes. Fueron asesinados 82 sacerdotes diocesanos más otros dos que murieron en las cárceles, un subdiácono, un minorista, tres seminaristas, 19 religiosos franciscanos y carmelitas calzados, y un miembro de la Institución Teresiana – la beata Victoria Díez-, sin contar los laicos pertenecientes a la Acción Católica y a la Adoración Nocturna. El obispo Adolfo Pérez Muñoz, de vacaciones en su pueblo natal, se vio condenado a muerte y en prisión, penas de las que pudo escapar con el auxilio de su familia.

Fray Albino será el obispo que restañe muchas de las heridas abiertas por la injusticia social, el hambre, la miseria, la falta de vivienda y la guerra. La imagen que prevalece es la de un pastor con un programa pastoral perfectamente pergeñado desde el primer día de su pontificado: construcción de nuevos templos, búsqueda de soluciones a la carestía de sacerdotes tras la guerra civil, la formación de los seminaristas -desde 1939 a 1965 encomendada a la Compañía de Jesús-, difusión de la Acción Católica, también la Hermandad Obrera de Acción Católica, y ayuda a la clase obrera, metas todas que se cumplieron sin reservas.

La celebración del Concilio Vaticano II, casi desde su convocatoria hasta su final, coincidió con el pontificado de Manuel Fernández-Conde, y él se encargará de su aplicación hasta donde Dios le permitió alcanzar. Tuvo informada a la diócesis, con cartas desde el Concilio, de lo que en él se iba tratando. Creó la Comisión Diocesana del Concilio en 1966. Constituyó el Consejo Presbiteral en 1967. Acomodó la formación del Seminario a la Optatam totius en 1968, y la libertad religiosa no produjo rechazo alguno. Con menos comedimiento y prudencia se condujo la reforma litúrgica.