El Diácono que casó a sus padres

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Para Pedro del Pino celebrar la boda de sus padres ha sido «un regalo inmerecido del Señor»

Por Pedro del Pino, Diácono de la diócesis de Córdoba

“Y es que tus planes no son nuestros planes”, que cierta y verdadera es esta frase. Sin duda los planes de Dios no son los nuestros. Él supera en todo momento y siempre nuestros sueños, nuestros deseos, nuestras capacidades, nuestros anhelos y nuestros pensamientos. Nosotros, limitados y pequeños, le pedimos el uno y Él nos da el ciento por uno. Sólo tenemos que intentar dejarle entrar en nuestra vida. Con el paso de los años cada vez el Señor me va haciendo tomar más conciencia de que es Él quien va llevando nuestras vidas, que son guiadas por su providencia, cuidando en todo momento de nosotros. Creo sin duda que no existen las coincidencias, soy más de creer en las diosidencias. Creo que todo lo que ocurre en nuestra vida, ocurre porque Dios lo permite para sacar algún bien o ¡muchos bienes!.

Pocas personas pueden decir que han estado presentes en la boda de sus padres. A mí el Señor no sólo me ha concedido estar en la boda de aquellos que me dieron la vida, sino que además me ha concedido vivirlo, por así decirlo, “dos veces”. La primera desde el vientre de mi madre, la segunda como diácono. Hace 25 años, un 17 de mayo de 1996, el Señor me concedió el regalo de estar presente en la unión civil de mis padres, Juan y María. Quizás aparentemente como causa primera (o aparente), sin duda como causa segunda (hay una causa que va por delante), pues todo formaba parte de un plan mayor que sobrepasaba los planes y pensamientos de cuantos presenciaron aquel acto.

Hace 25 años una joven muchacha de 22 años quedó embarazada y junto con su novio, del que se encontraba enamorada, por el bien de ese niño, deciden contraer matrimonio. Por circunstancias de la vida, no lo hacen sacramentalmente, sino que se unen por lo civil. Fruto de esta unión y de este amor, vinieron los hijos. El primero, un servidor, ya en camino y luego vendrían Teresa (a la que el Señor quiso llevarse junto a Él nada más nacer y que intercede por nosotros desde el cielo) y Juan Diego. Sin duda alguna, mis hermanos y yo, somos el fruto más hermoso de este amor. Un amor bendecido por Dios, y es que ha sido Él quien ha ido actuando siempre en sus vidas, sin ellos quizás ser del todo conscientes. De alguna forma como la semina verbi, como una semilla del amor de Dios, que ha ido creciendo y desarrollándose, casi sin darnos cuenta, como crece el fruto de la tierra, un día tras otro, con sus soles y sus lunas, con sus sufrimientos y alegrías, hasta quedar sellada, santificada y bendecida por Cristo, que se desposa con ellos, en el sacramento del matrimonio, que los une y los capacita para caminar juntos hasta el cielo.

Verdaderamente sus planes no son nuestros planes, porque superan a los nuestros inmensamente y Dios es capaz de sacar hasta del pecado gracias infinitas. Fruto de la unión de aquellos jóvenes que se casaron “a la prisa” vine yo y gracias a otras mediaciones (mi abuela, un sacerdote, mi parroquia, y otras muchas…) el Señor me quiso llamar a ser sacerdote. Esto supuso para mis padres una revolución. Nadie podría imaginarse esto, a dos que ni siquiera se han casado por la Iglesia “les sale un hijo cura” y así entro Él en mi familia, de la forma más insospechada, como Él suele hacer las cosas. Poco a poco fueron descubriendo la gran familia de la Iglesia, primero por mediación de José Luís, un sacerdote muy querido en mi casa, que fue quien me acompañó en los inicios de mi vocación. Luego vendría el Seminario, el ir conociendo a otros sacerdotes y seminaristas y así poco a poco comenzar a descubrir, casi sin darse cuenta, a Cristo.

El pasado 26 de diciembre, solemnidad de la Sagrada Familia, tuve la oportunidad y el regalo inmerecido del Señor de poder ser testigo del sí de Dios a sus vidas, de un sí que superaba la comprensión de todos los que presenciamos aquel si quiero tan esperado por Dios. Ellos renovaban a los ojos de los hombres aquel “sí, quiero” pronunciado hace 25 años, pero lo que nuestros ojos no podían ver era que Dios mismo estaba diciéndoles a ellos un sí aún mayor, un si mayúsculo como respuesta a los muchos síes que de alguna forma ellos le han ido dando a lo largo de sus vidas y que ese día le dieron.

La vida, sin duda, es un sí que se multiplica. De aquel primer sí, imperfecto aún, vinieron muchos otros: un sí a la vida de sus hijos, incluso habiendo tenido tres embarazos de riesgo y siendo invitados a abortar en varias ocasiones, un sí a la vocación de uno de ellos, un sí a empezar a comprender (ya que nunca se termina de comprender en esta vida) que Dios se quisiera llevar a su hija y un sí a, ya siendo un poco más mayores, tener al pequeño de la casa. Un sí no pocas veces regado por las dificultades y el sufrimiento, la incertidumbre y la duda, pero un sí bendecido por Dios y sellado por el sacramento del matrimonio hace unos cuantos días.

El Señor me ha hecho muchos regalos en mi vida, pero sin duda este, junto con recibir el sacramento del Orden en el grado de diácono (sin duda el mayor don que he recibido hasta hoy), ha sido uno de los más grandes. Que la primera boda que haya podido celebrar haya sido la de mis padres, ha sido un regalo inmerecido, poder ser instrumento, testigo cualificado del sí, de aquellos que han hecho posible mi sí, poder hacer las veces de Cristo: bendecir, santificar y consagrar el amor, de aquellos que me dieron la vida. Ser la voz de la Iglesia, a la que hace un mes he consagrado mi vida, para decirles: “lo que ha unido Dios, que no lo separe el hombre”, poder darles la comunión después de más de 30 años sin recibir a Cristo… Sin duda, los planes de Dios, no son nuestros planes. Él sobrepasa todo cuanto podamos soñar, Él nos busca incansablemente, como Buen Pastor, para conducirnos al cielo, incluso de las formas menos sospechadas. Está claro que nadie puede ganar a Dios en elocuencia: que por medio de aquel a quienes ellos le dieron la vida, hayan podido recibir la Vida.

Hace 25 años cuando mis padres contrajeron matrimonio civil, por diversos motivos, entre otros estar embarazada mi madre de mí, no pudieron tener un viaje de novios. De ahí, que justo al día siguiente de la boda, nos “liamos la manta a la cabeza” y pusimos rumbo a Roma, mis padres, mi hermano y yo donde tuvimos la suerte de poder saludar al Santo Padre y pedirle su bendición para ellos en este nuevo camino que comienzan. Un momento de gracia especial, de cercanía de la Iglesia, que en la figura del Vicario de Cristo, los acompaña y bendice en su recién estrenada unión conyugal. Es la Iglesia misma, desposada con Cristo quien ahora los acoge, con más plenitud que nunca y los acompaña como Madre y Maestra.

Comenzaba diciendo que los planes de Dios no son nuestros planes. Aparentemente son los más ilógicos y surrealistas que podamos imaginar, los planes aparentemente más absurdos e irrealizables, los menos esperados, pero menos mal que sus planes no son los nuestros, porque si no la vida sería demasiado aburrida. Hoy le doy gracias al Señor por mis padres y por toda mi familia. Os pido a quienes leáis estas letras que recéis por ellos, que los encomendéis a la Sagrada Familia de Nazaret y animo a todos aquellos que de una forma u otra quieren vivir el amor esponsal en su vida, a poner a Cristo en medio de su historia, de su día a día, pues es Él, aunque quizás no os deis cuenta, quien guía vuestros pasos. A la Sagrada Familia de Nazaret nos encomendamos, especialmente en este Año “Familia Amoris Laetitia”.

 

Jesús, María y José
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.

(Papa Francisco, Amoris Laetitia 325)










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