Llegados al tercer domingo de cuaresma, la liturgia nos presenta la escena de la expulsión por parte de Jesús de los mercaderes del Templo. Aparece un Jesús lleno de ira, haciendo un látigo y expulsando violentamente a todos los mercaderes del Templo: “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Los discípulos se acordaron de lo que está escrito en el Salmo 69, 10: “El celo de tu casa me devora”
No es fácil explicar este pasaje evangélico. Nos parece, a nosotros que somos pecadores, que toda manifestación de ira y más aun si se expresa violentamente, como en este caso, es algo abominable, es algo impropio del hombre, es pecado. Como si para ser cristiano tengamos que recortar el impulso, el coraje, el entusiasmo, la ira, para convertirnos en pacifistas de baja intensidad. Hemos de cambiar el criterio. En Jesús, la ira está movida por la caridad, es ira santa, y es necesaria esa ira para afrontar grandes dificultades, con las que nos encontramos en la vida.
Jesús ha venido al mundo, ha entrado en la historia de la humanidad para cambiar el rumbo al que nos aboca el pecado y que nos lleva a la ruina. Por tanto, no es legítima la ira que brota del amor propio, del orgullo humillado. No es buena la ira cuando brota de un corazón rencoroso, que busca la revancha. Sin embargo, la ira es una de las pasiones que más funcionan en nuestra vida, y puede funcionar correctamente. Cuando una madre de familia afronta la crianza de varios hijos, cuando un padre de familia tiene que multiplicar sus horas y sus esfuerzos para sacar adelante su casa, cuando hay que afrontar una empresa difícil, etc. se necesita coraje, ánimo, fuerza, entusiasmo. En todas esas tareas se necesita una ira ordenada por la caridad.
La ira por tanto no es el enfado por el enfado, es la fuerza interior con la que somos capaces de afrontar tareas arduas y difíciles. Eso es lo que sucede en el pasaje evangélico de este domingo. Jesús ha venido a santificar la casa de su Padre, su templo. Ese templo ha pasado a ser la humanidad de Cristo. “Destruid este templo y en tres días lo reedificaré…Él hablaba del templo de su cuerpo”. Y la prolongación del templo de Cristo, donde habita el Espíritu Santo, somos cada uno de nosotros. Nuestro corazón es templo de Dios.
La actuación de Jesús en este contexto es la expulsar de nuestro corazón y de nuestra sociedad todo lo que profane la casa de Dios: pecado, corrupción, injusticia. Jesús viene a purificarnos de toda mancha de pecado. Con un celo ardiente y con látigo en mano quiere expulsar de nuestro corazón todo lo que desdice de Dios, porque “el tempo de Dios sois vosotros” (1Cor 3,16). Jesús quiere purificar su Iglesia, la sociedad de nuestro tiempo, la creación entera como casa de Dios. Y lo quiere hacer no con palabras suaves, indoloras, insípidas. Lo quiere hacer con toda la fuerza de su corazón lleno de celo por la casa de su Padre.
“El celo de tu casa me devora” es la ira santa que Jesús ha venido a traer a la tierra. “He venido a prender fuego a la tierra, y cuánto deseo que esté ardiendo” (Lc 12,49). Podemos entenderlo mal, y con ello justificar nuestros enfados, nuestra violencia contra los demás, nuestras rabietas e inconformismos. Por eso, este pasaje no es fácil de interpretar.
Pero podemos entenderlo bien, y concluir que la vida cristiana no es para cobardes, para flojos, para gente sin compromiso. No, la vida cristiana es una empresa ardua, en la que movidos por el Espíritu Santo podemos alcanzar una meta inimaginable: la santidad personal y el cambio radical de la sociedad en la que vivimos, para convertirla en la civilización del amor. Y esta empresa vale la pena. Jesucristo ha venido para extirpar toda corrupción social, todo consenso con la mediocridad, todo apaño egoísta. Jesucristo ha venido para contagiarnos el celo de Dios por la causa de Dios y la causa del hombre. La cuaresma es tiempo para ello. Vamos con ello.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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