El sacerdote Antonio Gil nos enseña a confiar, alegres, como lo hizo la madre de Dios
La silueta de María Inmaculada ilumina esta semana como antorcha de esperanza en las entrañas de la humanidad. El papa Francisco nos la describe con estas palabras: “María, la única criatura humana sin pecado de la historia, está con nosotros en la lucha, es nuestra hermana y, sobre todo, nuestra Madre. Y nosotros, a quienes nos cuesta elegir el bien, podemos confiarnos a Ella”.
En una de sus plegarias más hermosas, el Papa nos ofrece esta fórmula de consagración a María: “Tómame de la mano, Madre, guíame tú: contigo tendré más fuerza en la lucha contra el mal, contigo redescubriré mi belleza original. María, te encomiendo mi vida, mi familia, mi trabajo, mi corazón y mis luchas. Me consagro a ti”.
La solemnidad de la Inmaculada nos trae en esta hora la “brisa celeste” de una invitación a conservar nuestra “belleza interior”, y a la par, un “regazo maternal” donde encontramos en todo momento, “auxilio en nuestras horas difíciles; refugio en nuestras sombras y fracasos; consuelo en nuestras aflicciones, en nuestras soledades”.
San Agustín nos habla así de la Inmaculada: “El Hijo de Dios no edificó para sí ninguna casa más digna que María, que nunca fue cautiva del enemigo, ni despojada de sus tesoros”.
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