La parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Los Pulpites acogerá mañana la ordenación sacerdotal de Enrique Belda García, a las 11:00 horas.
Enrique Belda García será el último de los cinco jóvenes en recibir en este mes de julio el Orden Sacerdotal. Mañana sábado, a las 11:00 horas, en la celebración presidida por el obispo de Cartagena, será ordenado presbítero en la Parroquia Nuestra Señora de la Asunción de Los Pulpites (Las Torres de Cotillas). A 24 horas de su ordenación comparte con nosotros su testimonio vocacional:
«No puedo explicar mi vocación sin nombrar la canonización de san Juan Pablo II y tampoco puedo explicarla sin hablar del inmenso amor de Dios.
Soy Enrique Belda García, el sexto de diez hermanos, hijo de Agustín e Inma, bautizado y confirmado en la parroquia de San Lorenzo donde mis padres han vivido y han trasmitido la fe a cada uno de sus hijos desde la realidad del Camino Neocatecumenal.
No puedo negar que la historia que Dios tenía para mí comenzó incluso “antes de formarme en el seno materno”, pero la infidelidad del hombre la olvida y se aleja, y eso me pasó a mí. Quizás por circunstancias familiares o por mi propia rebeldía negaba día a día la existencia de este Dios que es amor por el simple hecho de ser anunciada por mis padres. Así crecí yo, con esa falta.
Fue en el momento de unas catequesis y una confesión donde experimenté y reconocí el amor de Dios, que efectivamente Dios me amaba. Desde entonces dije: “Yo quiero ser misionero de su misericordia”. Claro está que no lo enfocaba al sacerdocio, pues ni siquiera sabía que existía algo que se llamaba seminario donde formarse para ser presbítero.
Aquí entra en juego san Juan Pablo II y su “primer” milagro durante su canonización. La parroquia del Carmen de Murcia, donde yo vivía la fe, organizó el viaje a Roma para ir a presenciar la canonización de este gran santo, pero por motivos económicos yo no me planteé ir. Un sacerdote, ya fallecido, Gabi, se empeñó en que los acompañase y recuerdo sus palabras como si me las estuviese diciendo ahora mismo: “Tienes que venir, no sé por qué, pero Dios tiene algo grande preparado para ti”. Se quedó una plaza libre ya pagada y ahí que me metieron. De camino a Roma, en el autobús donde empezó esta aventura, fue cuando un seminarista me propuso un trato: “O te echas novia en estos días o te vienes conmigo al seminario”. Me puse en manos de san Juan Pablo II, pero aunque lo intenté no lo conseguí y tras la canonización tuve que decirle que sí.
Mi sí al Señor lo di con 17 años y cuando refresco esa primera llamada está este santo al que le pido cada día que interceda por mí. Su presencia en mi familia no empezó conmigo, sino con mi hermano pequeño de Síndrome de Down al que Juan Pablo II tuvo en brazos con tan solo un mes de vida. Nació con problemas respiratorios; desde ese momento, hasta ahora, han pasado veinticuatro años y Juan está estupendamente, sin duda alguna un milagro de san Juan Pablo II igual que el de mi vocación.
En ese mismo verano del año de la canonización fue cuando me acerqué al seminario comenzando en mí la pregunta “¿sacerdote por qué no?” a través de una frase del Evangelio que me trastocó: “Si quieres venir en pos de mí niégate a ti mismo, coge tu cruz y sígueme”.
Comenzando el tiempo en el seminario entré directamente interno al seminario menor estudiando bachillerato, dando un vuelco completo a mi vida que cambió radicalmente, para bien.
Ese primer año fue muy muy intenso, del cual terminé tan cansado que después del verano no quise volver, pero ante las palabras del padre espiritual, don Fernando, citando a santa Teresa, “en tiempo de tormenta no hacer mudanza”, decidí volver.
El segundo año, más relajado, pues ya estaba adaptado, ahí el Señor me mostró otro milagro en mi vida, el poder sacarme el Bachiller y la selectividad, después de la cuál ingresé en el seminario mayor.
Me había adaptado y acomodado, relajado en la oración que sabía tan crucial en mi vocación. Al terminar el curso hablé con el rector y le comenté que me lo dejaba, sus palabras fueron: “Sabes que tu sitio es este, aquí tienes a tu Madre la Iglesia dispuesta a ayudarte en todo lo que necesites”. Pero no le hice caso y me fui.
Al cabo de dos años y medio vi que mi felicidad dependía de mi sí al Señor y retomé el contacto con el seminario; confesando el sacerdote me dijo: “Eres del Señor, da las vueltas que quieras, pero sabes que eres de él”. Hablé con el rector y me hizo sentir como el hijo pródigo, abrazado por su padre misericordioso que le abre las puertas de casa.
A día de hoy si tengo que resumir estos cinco años lo haría con dos momentos clave: la admisión, donde me puse en entera disposición a la Iglesia, mi sí no era ya mi sí, sino el sí de la Iglesia. Y este sí en el diaconado, donde he confirmado que es verdaderamente Dios quien lleva la historia y no yo; es Dios quien llama y no yo el que elige.
Ahora doy gracias a mis padres por haberme educado en la fe. El seminario ha hecho de mí un hombre de Dios, de oración, de obediencia, de servicio y de entrega. La Iglesia como Madre me abrió sus puertas y nunca me las ha cerrado. Doy gracias a Dios por esta vocación y le pido que sea él quien la custodie y me haga un sacerdote santo entregado a su Esposa».
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