En este domingo, que sigue a Pentecostés, celebramos la Santísima Trinidad. Por la Sagrada Escritura, los creyentes podemos llegar a conocer la intimidad de Dios mismo, descubriendo que él no es soledad infinita, sino comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. La Iglesia profesa su fe en el Dios único, que es al mismo tiempo Trinidad Santísima e inefable de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En este mundo nadie puede ver a Dios, pero él mismo se dio a conocer de modo que, con el apóstol san Juan, podemos afirmar: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16), «hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (cf. v.16). Quien se encuentra con Cristo y entra en una relación de amistad con él, acoge en su alma la misma comunión trinitaria, según la promesa de Jesús a sus discípulos: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23; Jn 1, 18).
Según el evangelio de san Mateo, las últimas palabras, con las que Jesucristo concluye su misión terrena después de la resurrección, fueron dirigidas a los Apóstoles: «Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 18). Estas palabras inauguraban la misión de la Iglesia, indicándole su compromiso fundamental y constitutivo. La primera tarea de la Iglesia es enseñar y bautizar –y bautizar quiere decir «sumergirse» en la vida trinitaria de Dios–. La vida de fe de todos los cristianos comienza, pues, en el bautismo, con la inmersión en el misterio del Dios vivo.
Entre las fórmulas trinitarias, la más conocida y constantemente usada en la liturgia es la que se halla en la segunda Carta a los Corintios: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros» (2 Cor 13, 13). El Misterio de la Santísima Trinidad se nos hace a nosotros más cercano, lo entendemos mejor, si nos acercamos a la historia de la salvación, que Cristo anuncia y realiza en su misión mesiánica. Si te adentras en los evangelios y vas interiorizando la predicación de Jesús vas conociendo mejor a Dios. Veamos, por ejemplo, la respuesta a esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús responde: «El primero es: escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor» (Mc 12, 29). Y al mismo tiempo Jesús se había dirigido constantemente a Dios como a «su Padre», hasta asegurar: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10, 30). Del mismo modo había revelado también al «Espíritu de verdad, que procede del Padre» y que –aseguró– «yo os lo enviaré de parte del Padre» (Jn 15, 26).
Os recuerdo que en esta solemnidad de la Santísima Trinidad muchas órdenes religiosas renuevan su consagración total y definitiva a Dios, le vuelven a decir al Señor que les siga dando la fuerza necesaria para no decaer en su voluntad de ofrecerse, de entregarse para siempre. A vosotras, hermanas de los conventos de clausura de nuestra Diócesis, os damos las gracias y hoy seremos nosotros los que os aseguramos que rezaremos por todas vosotras.