X domingo del Tiempo Ordinario
Las lecturas de la Palabra de Dios de esta semana nos proponen una serie de temas de mucha fuerza, a los que tenemos que prestar atención, porque nos llevan a hacer silencio y revisar nuestra manera de proceder, a gritarle a Dios desde lo hondo, para que escuche nuestra voz. Lo que nos hace gritar a Dios es la necesidad que tenemos de él, la gracia de haber descubierto que está presente en nuestra vida y que no se ha desentendido de nosotros. Dios está aquí, con nosotros, otra vez más, el Señor que nos perdona, que nos escucha, el Dios de la misericordia y de la redención copiosa. En definitiva, la Palabra nos propone la fortaleza de la fe, fiarte de Dios en todo momento, para lo cual la segunda lectura de san Pablo nos está dando pistas para la confianza. Nos dice san Pablo que no nos fiemos de lo que se ve, sino de lo que no se ve; que lo que se ve es transitorio, mientras que lo que no se ve es eterno. Creo que llevaba razón Antoine de Saint-Exupéry, cuando decía que «lo esencial es invisible a los ojos». Dios es el fundamento de nuestra vida, por eso no debemos poner la atención en nada que muera, sino en el que da la vida eterna…
Leemos en la primera lectura de este domingo, señalando al yo como responsable, porque pone la mirada solo en nosotros mismos. El texto narra el proceso de un desagradecido. Veamos la secuencia de esta historia, que puede ser la tuya o la mía: Adán, después de desobedecer a Dios, oyó que el Señor le llamó, pero no contestó, no dijo nada, y huyó. Aparece con excusas: «Oí tu voz, tuve miedo porque estaba desnudo y me escondí…». En un segundo momento, le echa la culpa a Eva: «La mujer que me diste como compañera me dio a comer de la fruta prohibida»; también la mujer hace lo mismo, «fue la serpiente…». Siempre es la misma historia, lo tienes todo, pero te alejas, cierras los oídos, desobedeces a Dios, huyes y cuando te enfrentas al Señor, comienzan las excusas… La respuesta a esta situación es clara, el problema no está en los otros, sino en uno mismo, las excusas no valen, porque tú no has sido capaz de permanecer en fidelidad a la palabra dada, en el amor de Dios, que te ha colmado de todo lo necesario y te has permitido el lujo de tirarlo, de rechazarlo, hundiéndote en la miseria y alejándote de la fuente del agua viva… Oyes a Dios, pero cuando pecas cierras los oídos y no escuchas, te escondes, te alejas. Ya ves, el problema no es Dios, sino uno mismo. Afortunadamente, Dios da muchas oportunidades para volver la mirada a él: «Desde lo hondo a ti grito, Señor, que de ti procede el perdón». Después de todo, aún recuerdas que Dios es misericordioso y perdona, que puedes volver, porque Dios sabe esperar.
Busca un momento de tiempo para ti y haz silencio, lo necesitas cada día. Háblale a Dios, que te escucha, y pídele la valentía de saber hacer su voluntad. Este es el lazo que te une a nuestro Señor, la confianza para hablarle, la fe para fiarte y entrar en la intimidad de su corazón misericordioso. Ten el empeño en poner siempre la voluntad de Dios en el centro de tu corazón. Esta es la lección que nos da Jesús, la que hemos visto que ha practicado él, porque siempre ha hecho la voluntad del Padre, ese ha sido su alimento.
Escucha la voz de Dios e imita a Jesús.