Homilía en la ordenación sacerdotal de Gonzalo Portillo

ORDENACIÓN SACERDOTAL
Gonzalo Portillo Rodríguez
Parroquia San Lorenzo, Murcia
2 de febrero de 2025. Fiesta de la Presentación del Señor

Querido Sr. Arzobispo emérito, Mons. Gil Hellín; vicario general, vicarios episcopales;
rector del Seminario Mayor San Fulgencio y formadores; rector Seminario Redemptoris Mater y formadores;
Sr. Decano de la Pontificia Universidad de Salamanca; director del Centro de Estudios Teológicos San Fulgencio.
Queridos sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas mayores y menores de San José; párroco y fieles de San Lorenzo.
Un saludo para toda la familia del ordenando.
Os saludo a todos vosotros: amigos, invitados… aquí presentes. Hermanos y hermanas.

Querido diácono Gonzalo.

La fiesta de la Presentación del Señor en el Templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia. Según la ley mosaica, María y José llevan al Niño Jesús al Templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio, sencillo y a la vez solemne, en el que la Santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, Primogénito de la nueva humanidad.

La Sagrada Familia hizo la ofrenda en el templo, tal como prescribía la ley, como miembros de una familia israelita. El signo de las palomas, la sencillez y la pobreza llaman nuestra atención. En ello no hay nada raro, nada extraño. Todo es correcto, como acontece en hogares creyentes y humildes. De forma aparentemente anónima, Jesús, María y José van al encuentro de Dios, en el Templo, con el pueblo, la vida y el futuro esperanzado. Y nadie se sorprende. Sin embargo, el acontecimiento es muy importante en la historia de la salvación. Nadie lo percibe, excepto un alma privilegiada: el anciano sacerdote Simeón, a través de una experiencia de luz y amor, con la seguridad de una promesa ya cumplida, por eso se acerca a ver a Jesús. Simeón es la persona creyente, el pobre de Yahvé que representa a todos los hombres buenos que, de una u otra forma, vivimos en la esperanza de que Dios se manifieste como el Maestro, la Luz, la Salvación. En esta fiesta nuestros ojos están viendo la Luz. Qué experiencia tan bella unir nuestra fe, aunque sea débil muchas veces, a la de Simeón, y poder decir: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu Salvador».

¡Cristo es nuestra Luz y María es la antorcha que nos guía hacía él! Salgamos, pues, a su encuentro, llenos de alegría, siguiendo su luz, porque he aquí la estrella que nos guiará siempre.

El Niño Jesús, en los brazos de su Madre, cumple lo que prescribía la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. El Mensajero de la Alianza entra en el Templo y se somete a la Ley. Va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la Casa de Dios. Aquí se nos presenta a Cristo, el Mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo «Sumo Sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo» (Hb 2, 17). Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias. Lo hemos escuchado en la carta a los Hebreos.

La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su Madre, María. Al llevar a Su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como Luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

Gonzalo, estas recibiendo un sacramento muy grande, más grande de lo que te mereces, más grande de lo que nos merecemos cualquiera de los que ya lo hemos recibido, pero ten ánimo y confía, imita la misma confianza, fidelidad y obediencia de los personajes que aparecen en esta fiesta, para que puedas entender lo que significan las palabras del anciano Simeón, su testimonio tan admirable: «Mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2, 30). Si Cristo está dentro de ti, en tu interior, tu palabra, el testimonio de tu vida, tu misión no será otra que iluminar la vida de los que se te confíen sin descanso, siempre. En tus manos llevas a montones la esperanza de la humanidad, te la confía a ti el Señor, a un hombre tan joven… Pero ¡no te extrañes, es que Dios se ha fiado de ti!

¡Menuda responsabilidad, Gonzalo! Que tu esperanza sea viva, busca a Dios, conoce a Dios, acércate a Dios y, dejando a un lado todos tus intereses, olvídate de ti mismo. A todos los que esperan se puede aplicar lo que dijo san Pablo de Abrahán: «Creyó, esperando contra toda esperanza» (Rom 4, 8). Seguro que alguno se preguntará cómo puede suceder esto. Pues, sucede porque Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es él, el Dios de las misericordias, quien enciende en ti la confianza, como hizo con Simeón; por lo cual no te sentirás ni solo, ni inútil, ni abandonado, sino implicado en un destino de salvación que desembocará un día en el Paraíso1. Dios sale a tu encuentro siempre…

Ahora, a salir cantando el salmo 105: «¡Aleluya! Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia»; a salir amando a Dios con todo el corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, con todo tu ser; y amando al prójimo como a ti mismo (cf Mateo 22, 37- 39), porque estás llamado al amor, a la caridad y a ser testigo de la misericordia divina, como decía san Agustín: «Toda mi esperanza estriba solo en tu gran misericordia2.

1 Cr. SAN JUAN PABLO II, Alocución del 20-9-1978.
2 SAN AGUSTÍN, Confesiones, 10.

Que el Señor te bendiga.

+ José Manuel Lorca Planes Obispo de Cartagena

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