El sacerdote, don de Cristo para la comunidad

Homilía de Mons. José Manuel Lorca Planes, Obispo de Cartagena, en la Misa Crismal.

MISA CRISMAL 2015

El sacerdote, don de Cristo para la comunidad

Queridos hermanos

Con la misma ilusión y responsabilidad que habéis venido a la Misa Crismal me pongo delante del Señor para darle gracias por el don del sacerdocio, precisamente en este día donde renovamos las promesas sacerdotales, se trata de la más bella manifestación de estrecha unión de los presbíteros con su obispo y, personalmente, me siento muy orgulloso de este presbiterio de la Diócesis de Cartagena.

Nuestro sacerdocio sacramental es un ministerio de «servicio» respecto a la comunidad de los creyentes y así lo viviremos la tarde del Jueves Santo cuando volvamos a realizar el signo del lavatorio de los pies que nos enseñó Jesús. Hoy renovaremos las promesas que le hicimos al Señor, cuando fuimos llamados por Él para este servicio y nos haremos conscientes de la humildad que lleva aceptar el ministerio, porque le volvemos a decir al Señor que cuente con nosotros, que el proyecto es suyo y nosotros somos sus colaboradores. Le diremos que nuestro deseo es estar más unidos y configurados a Él, renunciando a nosotros mismos y reafirmándonos en la promesa de cumplir los sagrados deberes de ser sacerdotes. Pero se nos pedirá que concretemos esta palabra de compromiso y digamos en voz alta que nuestro deseo es ser buenos dispensadores de los misterios de Dios, en la Eucaristía y en los sacramentos; en la predicación y en la caridad movidos únicamente por el celo de las almas. Toda nuestra vida la ponemos a los pies del Señor, somos del Señor, a Él le pertenecemos y por Él nos ponemos al servicio de los hermanos. Esto implica un constante examen de conciencia, revisión de nuestra vida volver a decirle a Jesús, aquí estoy para hacer tu voluntad. Hemos recibido un regalo muy grande y una gran responsabilidad.

No ha sido la misma comunidad de la que hemos salido quien «llama» o «delega», sino que la invitación procede de Cristo mismo, de la plenitud de su sacerdocio, que nos envía como un don para la Iglesia, para la comunidad. Así lo expresaba el santo Papa Juan Pablo II: Cristo haciéndonos a todos idóneos para ofrecer el sacrificio Espiritual, llama a algunos y los capacita para ser ministros de su mismo sacrificio sacramental, la Eucaristía, a cuya oblación concurren todos los fieles y en la que se insertan los sacrificios Espirituales del Pueblo de Dios.

Toda nuestra existencia está y debe estar impregnada profundamente por este servicio, si queremos realizar de manera real y adecuada el Sacrificio eucarístico in persona Christi. Ser sacerdote es algo que nos supera, que nos exige dar un salto a la realidad visible, sin alejarse de ella, para conectar más y mejor con el corazón de Dios, por medio de la oración y ser un puente de dos direcciones, no perder el contacto con los hermanos y mantenerlo con el Señor. Esto nos hace a los sacerdotes especiales, requiere una peculiar integridad de vida y de servicio, y precisamente esta integridad conviene profundamente a nuestra identidad sacerdotal. En ella se expresa al mismo tiempo, la grandeza de nuestra dignidad y la «disponibilidad» adecuada a la misma: se trata de humilde prontitud para aceptar los dones del Espíritu Santo y para dar generosamente a los demás los frutos del amor y de la paz, para darles la certeza de la fe, de la que derivan la comprensión profunda del sentido de la existencia humana y la capacidad de introducir el orden moral en la vida de los individuos y en los ambientes humanos.

Ya que el sacerdocio nos es dado para servir incesantemente a los demás, como hacía Jesucristo, no debemos renunciar al mismo a causa de las dificultades que encontramos y de los sacrificios que se nos exigen. Igual que los Apóstoles, nosotros lo hemos dejado todo y hemos seguido a Cristo; debemos, por eso, perseverar junto a Él en el momento de la cruz.

Queridos hermanos, no dejéis nunca de orar al Señor para que nos mantenga fuertes y decididos a hacer la voluntad de Dios con fidelidad, fieles a la Iglesia, nuestra Madre, para que en medio de las diferencias, seamos siempre y en todo lugar portadores de la especifica vocación, que seamos portadores de la gracia de Cristo, Eterno Sacerdote, y del carisma del Buen Pastor. Aquí está el centro de nuestra atención diaria, que no la podemos olvidar jamás; no renunciemos nunca a esto; así nos debemos mantener en todo tiempo, lugar y modo. En esto consiste el arte máximo al que Jesucristo nos ha llamado: El Arte de las artes es la guía de las almas, escribía S. Gregorio Magno, un sacerdote es un don para la comunidad.

Ya sabemos que nuestra condición es frágil, que el adversario acecha para ver a quien devorar, pero la advertencia la dice claramente el Señor: estad vigilantes y alerta, para no caer en la tentación (Mt 26, 41). Es preciso asegurarnos los vínculos más fuertes para mantenernos unidos al Señor, la manera de que ni en las tormentas más violentas nos separen de Él. En el Nuevo Testamento nos desvela el Señor el poder de la oración. La oración, pues, había de ser para los Apóstoles el modo concreto y eficaz de participar en la «hora de Jesús», de enraizarse en Él y en su misterio pascual. Sin la oración existe el peligro de aquella «tentación» en la que cayeron por desgracia los Apóstoles cuando se encontraron cara a cara con el «escándalo de la cruz» (cfr. Gál 5, 1 l). Dentro de las responsabilidades y las tormentas de la vida la oración es el medio que nos permite permanecer constantemente en Cristo, «velar» con Cristo de cara a su «hora».

Por medio de la oración se nos permite reconocer a los «que el Padre nos ha dado»… Estos son, ante todo, los que, por así decirlo, son puestos por el Buen Pastor en el camino de su servicio sacerdotal, de su labor pastoral. El Papa Francisco está abriendo las ventanas de la Iglesia para que se renueven los aires y percibamos que la primavera es una realidad necesaria, esperanza de vida, luz y color, transparencia y serenidad, abrir caminos para el encuentro con la misericordia de Dios. El Papa Francisco ha abierto la puerta y nos dice, «vamos, salid, anunciad lo que el amor no puede callar», anunciadlo a todos, a los niños, adultos, ancianos. Esta es vuestra tarea: la juventud, las parejas de novios, las familias, pero también las personas solas. Son los enfermos, los que sufren, los moribundos. Son los que están espiritualmente cercanos, dispuestos a la colaboración apostólica, pero también los lejanos, los ausentes, los indiferentes, muchos de los cuales, sin embargo, pueden encontrarse en una fase de reflexión y de búsqueda. Son los que están mal dispuestos por varias razones, los que se encuentran en medio de dificultades de naturaleza diversa, los que luchan contra los vicios y pecados, los que luchan por la fe y la esperanza. Los que buscan la ayuda del sacerdote y los que lo rechazan.

¿Cómo ser sacerdote «para» todos ellos y para cada uno según el modelo de Cristo? ¿Cómo ser sacerdote «para» aquéllos que «el Padre nos ha dado», confiándonoslos como un encargo? Nuestra prueba será siempre una prueba de amor, una prueba que hemos de aceptar, antes que nada, en el terreno de la oración. Pero, sobre todo, ser capaces de amar a la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia a nosotros mismos, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con un claro y nítido celo apostólico, con la ternura, propia de una madre, que incluye los dolores de parto, hasta que Cristo no sea formado en los fieles (Gal 4,19) . Una entrega sin reservas, sin vacaciones. Os pediría que vierais el vídeo de promoción de la asignatura de Religión que ha hecho la Delegación de Enseñanza de nuestra Diócesis, para tener la oportunidad de gozar con la última catequesis de Don Javier, la ternura.

Desde el Martes Santo pasado hasta hoy, la f
amilia de la Iglesia diocesana y, especialmente el presbiterio, hemos asistido, con dolor y esperanza, a la despedida de varios de nuestros hermanos sacerdotes, a los que seguimos confiando a la misericordia de Dios: D. Domingo López Marín, 12 de junio; Don Antonio Pujante Molina, 6 de octubre; Don Miguel Conesa Andugar, el 8 de noviembre; Don Javier Azagra Labiano, el 16 de noviembre; Don Juan Uribe de Cara, 21 de diciembre; Don Clemente Lucio Guirao López, 13 de marzo; Don José María García García, 21 de marzo; y recientemente, Don Antonio Yelo Templado, 25 de marzo. Que descansen en paz. Por mi parte os propongo que de ahora en adelante, cada vez que muera un hermano sacerdote, todos ofrezcamos cinco misas por su alma. También presentamos a los religiosos y religiosas que este año, sirviendo en la Diócesis, ha pasado a la presencia del Altísimo.

Quiero dar gracias a Dios por la participación de sacerdotes y laicos en las actividades diversas del Año de la Caridad, por la especial sensibilidad para acercar a los más necesitados al corazón de Dios y reactivar en la Iglesia y en nuestras parroquias el corazón samaritano. Las peregrinaciones a la Basílica de la Caridad de Cartagena están haciendo mucho bien y os animo a los que aún las tenéis pendientes. Con gozo espero el día 19 de abril, convocados todos los fieles de parroquias, movimientos y asociaciones a Cartagena, para celebrar la fe ante la bendita imagen de la Virgen de la Caridad. Será un signo de comunión y de unidad, a la vez que ponemos a la Madre como intercesora nuestra.

Otro motivo de sincera alegría es que en este Martes Santo renuevan, por primera vez con el presbiterado de Cartagena, los sacerdotes ordenados el curso pasado: Galo Leonel, Pedro José, Eduardo Miguel y Antonio Lucas. Los once diáconos ordenados este año ya se están preparando para su incorporación a esta familia.

Que la Santísima Virgen nos mire con particular afecto a todos nosotros, sus hijos predilectos, en esta fiesta anual de nuestro sacerdocio. Que infunda sobre todo en nuestro corazón un gran deseo de santidad. Hoy, que nos hemos acercado a los orígenes de nuestro sacerdocio, se nos recuerda también el deber de aspirar a la santidad, para ser «ministros de la santidad» en favor de los hombres y mujeres confiados a nuestro servicio pastoral. Os pido a cada uno de vosotros, queridos hermanos, laicos comprometidos en vuestra vida con el proyecto del Señor y que trabajáis por el bien de los hermanos, que recéis por los sacerdotes, para que entregados al Señor, prediquemos más con la vida y con las obras, en la caridad pastoral.

Invoco sobre todos vosotros la protección de María, Madre de la Iglesia y Madre de los Sacerdotes, Virgen de la Caridad y Virgen de la Fuensanta, para que os bendiga en todo momento.

+ José Manuel Lorca Planes

Obispo de Cartagena

Contenido relacionado

Acoger en nuestro interior la llamada de Cristo

IV domingo de Pascua El evangelista san Juan directamente nos describe a...

Nosotros somos testigos

III domingo de Pascua En estos domingos seguimos escuchando el testimonio de...

Enlaces de interés