III domingo del Tiempo Ordinario
Un profeta no es un futurólogo, sino el que habla en el nombre de Dios, como portavoz de su Palabra, y lo hace por medio de su predicación y con el ejemplo de su vida. Nos podemos imaginar que el enviado del Señor denunciará el mal y los caminos torcidos de su pueblo, por eso se convertirá en una persona incómoda para muchos. Pero no olvidemos que quien ha suscitado al profeta ha sido el Señor, ha sido iniciativa exclusiva de él. El profeta surge en el seno de la comunidad del pueblo de Dios: «El Señor, tu Dios, suscitará en medio de tus hermanos un profeta» (Deuteronomio 18, 15) y el Señor lo pone al servicio de su pueblo con una disponibilidad plena: «Pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande» (v.18).
El evangelista Marcos nos presenta una revelación progresiva de la tarea de nuestro Señor Jesucristo, que anuncia el Reino, pero que se acerca a curar enfermos y escuchar los lamentos de los afligidos. Es verdad que la presencia de Jesús en medio de su gente levanta pasiones, que todos se admiran de sus palabras de gracia, pero también es cierto que a la gente le costaba trabajo entenderlo. Por eso Jesús se va centrando en los círculos más próximos de sus discípulos, aunque también a estos les cueste comprender al principio, porque su fe es incipiente todavía, pero madurará después de la Pascua.
El hecho de seguir a Jesucristo es muy importante en san Marcos, se ve cómo a muchos les arrastraba el Maestro por sus palabras y por su fama, y le seguían donde quiera que fuera. Estos textos nos pueden ayudar hoy para madurar en la fe, si nos preguntamos: ¿quién es Jesucristo para mí ahora y aquí? Lo primero que descubriremos será que Jesús predica con autoridad, sus palabras nos interpelan y no nos dejan de brazos cruzados, porque llegan a lo más hondo del corazón. Inmediatamente intuyes que cuando prestas atención de verdad al Señor puedes ver la novedad de sus palabras, que algo importante está sucediendo; comienzas a tomar conciencia de que el Reino de Dios está cerca, que hay que convertirse y aceptar lo que el Señor te está proponiendo y que ya ha llegado en la misma persona de Jesucristo.
En este evangelio se narra el primer milagro del evangelio de Marcos. Estos signos causaban admiración a la gente y se sorprendían, al mismo tiempo que iban buscándolos, son signos de salvación, de liberación del mal. Los milagros no suscitan la fe, sino que suponen la fe en Cristo. Lo que descubres inmediatamente cuando tienes noticia de un milagro es la fe en el gran poder liberador de Dios, manifestado en Jesucristo, en quien creemos y esperamos. A la autoridad de la enseñanza de Jesús, debemos añadir su poder de liberar del mal.
Seguir a Cristo supone estar de camino hacia la liberación de todo lo que personalmente, en la sociedad y en la misma Iglesia, nos hace esclavos del egoísmo, de injusticias, de falta de amor y de servicio. Seguir a Jesucristo, hoy y siempre, es creer que la plena realización del hombre se nos da por Cristo y en Cristo.