Homilía en la Misa Crismal

Palabras del Obispo de Canarias, Mons. Francisco Cases, el Martes Santo.

Sentimos presentes de corazón a nuestro querido Padre y Hermano Ramón, Obispo, a nuestros queridos Hermanos Sacerdotes enfermos e impedidos para participar en esta Santa Misa Crismal. Un saludo cordial a todos, y con especial afecto hoy a todos los Presbíteros presentes, en esta Eucaristía, tan eclesial y a un tiempo tan especialmente nuestra, y a los Seminaristas.

Estamos a las puertas de la solemne celebración del Triduo Pascual, verdadera meta del camino de la Cuaresma. En los Retiros de este tiempo recordarán que les decía: La Cuaresma es un camino. Y los caminos tienen un punto de partida y un punto de llegada. Si al concluir el tiempo de gracia de la Cuaresma, el camino cuaresmal, estamos donde estábamos el miércoles de ceniza, no hemos hecho camino.

El camino que Jesús nos invitó y nos invita a recorrer no sólo lo tiene a Él como meta, sino que Él mismo nos invita a subir a Jerusalén, y a subir con Él. Y nos invita a salir de

Jerusalén, también con Él, para que le acompañemos y le ayudemos en la tarea de anunciar la Buena Noticia hasta los límites del mundo. En los dos caminos, el que lleva a Jerusalén, y el que arranca de Jerusalén, se trata del mismo tema: el anuncio del Evangelio. «El Espíritu del Señor me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres». «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos hasta el confín de la tierra».

En los dos caminos, el que lleva a Jerusalén, y el que arranca de Jerusalén, es Jesús el centro y el protagonista, el Espíritu el motor y la fuerza, y en los dos están -‘estamos’- los suyos juntos a Él.

Jesús decidió iniciar su camino evangelizador desde la Sinagoga de Nazaret. Acabamos de escuchar el relato. Les invito a verse dentro del texto, a verse realmente en la sinagoga de Nazaret, y a mantener los ojos y los oídos fijos en Él, que nos mira y nos habla. «Es Cristo mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura», afirma el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia (SC 24). Y esto es verdad, se cumple hoy en nosotros esta Escritura.

Creo que es más frecuente, al repasar este texto, que nos veamos y sintamos identificados en la figura de Jesús, y que reflexionemos y oremos sobre lo que significa en nosotros la unción del Espíritu, la misión, el envío, el contenido de la tarea: el anuncio de la Buena Nueva, los destinatarios de este anuncio: los pobres, los cautivos, los ciegos, los oprimidos. En nuestra lectura nos vemos personificando a Cristo, como hacemos habitualmente en nuestro ministerio. En toda la Semana Santa que ya hemos iniciado, nosotros, cada uno de nosotros, ‘hacemos de Cristo’. Cristo que entra en Jerusalén con la palma en la mano rodeado de niños y gentes que aclaman, Cristo que lava los pies a los discípulos, hoy colaboradores nuestros en uno u otro sentido, Cristo que carga con la Cruz, Cristo que habla, Cristo que bautiza y consagra. Cristo que perdona los pecados.

Cristo que acompaña a los discípulos y los anima a superar el escándalo de la Muerte con la presencia de su Vida.

Hoy les invito a sentir que esta Escritura de la Sinagoga de Nazaret se cumple en nosotros de otro modo. Estamos sentados en los bancos de la asamblea, somos discípulos, destinatarios, no sólo portadores, de la Buena Noticia, el Evangelio; nos vemos pobres en recursos y en fuerzas, cautivos de nuestras contradicciones, y oprimidos y sin libertad por nuestros egoísmos, ciegos o medio ciegos que no terminamos de ver correctamente, necesitados de entrar en el Año de Gracia del Señor.

Y Jesús se manifestó entonces, y se nos manifiesta ahora como el portador del Espíritu, el ungido, marcado, lleno del Espíritu, el aliento realmente nuevo que necesitamos nosotros, un poco agnósticos en nuestra rutina y desánimo, el empujón que nos movería a nosotros, indecisos en su compañía, un poco cansados y de vuelta de tantos esfuerzos fallidos.

Desde la Sinagoga de Nazaret, y contando pronto con el rechazo de sus paisanos, seguirá Jesús cumpliendo la tarea que anuncia Isaías, la proclamación de la Buena Nueva, y comprenderá que «debe caminar a Jerusalén» (cfr. Luc 9, 51). Y se pondrá en camino rodeado de su discípulos, y les anunciará lo que sucederá al final de ese camino, y hasta por tres veces lo repetirá: «Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y se cumplirá con el Hijo del Hombre todo lo escrito por los profetas, pues será entregado a los gentiles y será escarnecido, insultado y escupido, y después de azotarlo lo matarán, y al tercer día resucitará» (Luc 18, 31-33). Y sus discípulos, aun repitiendo Jesús el mensaje con toda claridad, no entendían el lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido; y les daba miedo de preguntarle sobre el asunto (Luc 9, 45).

Si somos nosotros los que escuchan a Jesús desde los bancos de la sinagoga, también somos nosotros quienes acompañan a Jesús en este camino hacia Jerusalén. Y los que repetimos una y otra vez la historia de los discípulos del primer tiempo. También nosotros vivimos decisiones insuficientemente asumidas, o débilmente conscientes de lo que significa acompañar al Maestro. También en nosotros la fe se queda a veces a nivel de la pura emoción, que como capa de barniz tapa las inconsistencias de nuestra opción creyente. También en nosotros encontramos incomprensiones, que revelan miedos y cobardías, inseguridad e indecisión. También entre nosotros encontramos a quienes inician su labor misionera confundiendo logros con brillos, tareas con éxitos; y a quien pone los acentos en los resultados, valorando y cuantificando con fórmulas, números y planes, que no son más que fórmulas, números y planes. También entre nosotros encontramos todo tipo de celotipias y rivalidades, y casi discutimos quién es más importante, de modo que el individualismo ahoga la comunión y el personalismo acaba con la fraternidad. También entre nosotros se da el sentido del gueto y la exclusión del diferente, de modo que clasificamos los que son y los que no son de los nuestros. También entre nosotros es precisamente el grupo de los que rodeamos a Jesús quienes actuamos de pantalla, alejando o no acercando a los niños, haciendo callar a los que quieren ver a Jesús como el ciego de Jericó, impidiendo que conozcan y comprendan sus criterios, escuchen sus palabras, y vean vidas inspiradas en su vida.

Pareciera que he juntado todas las incoherencias y coleccionado todas las debilidades. Todas, y más todavía, aparecen en los relatos evangélicos como protagonizadas por los

que acompañan a Jesús, sus discípulos. No somos nosotros mejores que ellos. Pero hay algo muy importante que es verdad. Lo dicho es sólo la mitad de la historia. En los discípulos elegidos por el Maestro, y en nosotros que hemos tomado hoy su relevo. En el libro de los Hechos se hará memoria de lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. (Hechos 10, 37-38). Y en el mismo libro de los Hechos encontramos la otra cara de la moneda por lo que se refiere a los discípulos. Se acabaron las cobardías, se ha puesto la mano en el arado y ya no se mira atrás; los ancianos y los escribas pueden amenazar y prohibir enseñar en nombre de Jesús, pero los discípulos lo tienen muy claro, no pueden menos que obedecer a Dios antes que a los hombres y contar lo que han visto y oído. Y aparecerán los mártires, Esteban y Santiago para iniciar la serie, y hasta la persecución ayudará a extender el testimonio, no con la alegría del éxito, sino con el gozo del seguimiento fiel, ‘contentos por padecer el ultraje por el Nombre de Jesús’. Las rivalidades se ahogarán en el ‘nosotros’ nuevo que surge de Pentecostés. La comu
nión ha vencido al individualismo, y la fraternidad reina sobre el personalismo. Ya no hay ‘nosotros’ y ‘ellos’, sino un solo ‘nosotros’ que va ensanchando los vientos de su tienda, y acogiendo al último llegado, el sospechoso Pablo, al que algunos miraban con desconfianza, y al centurión romano Cornelio, sobre el cual con su familia también ha bajado el Espíritu como sobre ‘nosotros’ al principio, y a los griegos que aceptan la Buena Nueva del Señor Jesús que les han anunciado en Antioquía como ensayando nuevos caminos algunos de Chipre y de Cirene. Y las diferencias de trato en la atención a las viudas se solucionará inventando ministerios y encomendando tareas; y en las diferencias en los planteamientos se buscará la verdad de la salvación común por la gracia del Señor Jesús en la plegaria y el diálogo, hasta que puedan decir: Hemos acordado el Espíritu Santo y nosotros.

Queridos Hermanos Sacerdotes y Hermanos todos: también todas estas historias son historias nuestras. Historias nuestras e historias del Espíritu. También nosotros hoy seguimos escribiendo de alguna manera, muy auténtica, ese libro que llamamos Hechos de Apóstoles, historias de testigos. Y nos dicen que nos callemos y optamos por hablar y anunciar a Jesús de Nazaret, el Señor Resucitado. Y luchamos porque los pobres y necesitados sientan el alivio de los que más podemos o pueden. Y experimentamos nuestra debilidad y la debilidad de nuestros hermanos, y extendemos la mano abierta y acogedora.

Y nos levantamos una y mil veces de nuestras estrecheces y nuestros aislamientos. Y hoy estamos aquí, distintos y a veces distantes, pero hoy hermanados y cercanos, alrededor de la Mesa de la Eucaristía, y fortalecidos y unidos por el aliento del mismo Espíritu. Ahora bendecimos y consagramos los Oleos y el Crisma que simbolizan y realizan la acción del Espíritu que mantiene a la Iglesia fiel a Cristo, viva y unida en la misión y para la misión.

Por eso, porque hoy estamos aquí convocados por el Señor Jesús y congregados por su Espíritu, traemos a la memoria de nuestro corazón creyente a los Hermanos que hoy no pueden estar con nosotros, a los que emprendieron la última etapa del camino hacia el Padre, y a los que caminaron con nosotros y hoy no están. Los que tenemos cerca, en el pueblo, en la ciudad, en la diócesis, y a los que en la misma labor evangelizadora están lejos. Hoy despedimos y enviamos a nuestro hermano Pablo Prieto, que parte pronto para Nicaragua.

Que sea el Espíritu quien lo lleve y acompañe siempre, y quien lo mantenga unido de corazón a Jesús, a la Iglesia diocesana y a la Iglesia universal.

Saben que este día es para mí día de especial gratitud y día de pedir perdón. Gracias por el testimonio y el ánimo que recibo de Ustedes. Gracias porque saben multiplicarse en las presencias y dividirse en las entregas. Perdón por mis vehemencias, mis retrasos y mis silencios, por las veces en que parece que no veo o no reconozco su tarea y su agobio, por las ocasiones en las que desearían una palabrita de ánimo. Les veo, reconozco su entrega, a veces heroica, siempre generosa. Gracias de corazón, y gracias por su perdón.

Juntos pedimos también perdón a nuestras comunidades por nuestro desánimo y nuestra inercia, por nuestra falta de cercanía y acompañamiento. Estamos hechos del mismo barro, y todos estamos necesitados del aliento del Espíritu que movió a Jesús de Nazaret y a los primeros y los últimos discípulos.

«Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12, 10). Aunque Pablo no lo decía en el mismo sentido en que podemos decirlo nosotros, así sale de nuestro corazón, si nos damos cuenta de que, reconociendo nuestra debilidad, sólo en Dios podemos poner nuestra esperanza. Que el Señor nos bendiga con su amor y nos llene de amor mutuo.

+ Francisco Cases

Obispo de Canarias

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