Sr. Obispo auxiliar, querido Cristóbal al que felicitamos por su segundo aniversario de ordenación episcopal; Sr. Deán y Excmo. Cabildo Catedral; Vicarios episcopales; Queridos sacerdotes, Diáconos, religiosos, religiosas, seminaristas, miembros de las Delegaciones y secretariados, queridos todos en el Señor. Me vais a permitir un saludo especial a los sacerdotes de otras diócesis de Macedonia, Colombia, El Salvador, Venezuela y Nicaragua, gracias por vuestro testimonio y por vuestro servicio a esta Diócesis de Canarias que comparten presbiterio con nosotros hoy:
Llamados a evangelizar entregando nuestras vidas
Un año más, en medio de unos días tan especiales, tenemos esta cita importante de la Misa Crismal. Esta celebración no es una celebración privada del clero, sino la que corresponde a todo el pueblo de Dios que estamos esta mañana en nuestra Catedral. Es esta una celebración verdaderamente eclesial, donde la comunidad cristiana asiste a la bendición de los óleos, la consagración del crisma y los sacerdotes renovamos nuestras promesas sacerdotales.
Los óleos que vamos a consagrar tienen que ver con tantos momentos importantes de la vida cristiana. Jesús nos ha recordado en el Evangelio lo que ya había preanunciado el profeta Isaías en la primera lectura. Que hay una buena noticia que se hace bálsamo cuando las heridas de tantos sangran por la falta de paz, de luz, de gracia. Sí, son muchos los corazones desgarrados que piden ser vendados en su soledad, en su incomprensión, en sus miedos, en sus desgracias que mellan y destruyen la esperanza. Esos óleos son los signos de un aceite que nos unge para fortalecer nuestra debilidad, para suavizar nuestras rigideces, para enlucir nuestra oscuridad. Estos óleos nos hablan de la esencia de la Iglesia: la evangelización, o lo que es lo mismo, llevar al mundo la Buena Noticia del encuentro con un Dios vivo, de alguien que viene a curar la ceguera del alma, y a liberar del cautiverio de las mazmorras del mal para abrir a la humanidad la puerta a la libertad de los hijos de Dios.
Y es facilitar ese encuentro lo que nos obliga a todos a trabajar para crecer en sinodalidad o para poner nuestro empeño en el nuevo plan pastoral o para emprender el camino de organizar nuestra Diócesis en torno a las unidades pastorales, que faciliten la evangelización de los alejados.
Es por ello que lo primero que tenemos que hacer todos como pueblo de Dios es estar dispuestos a emprender una conversión pastoral presidida por la pregunta de cómo evangelizan nuestras parroquias. Preguntarnos si como comunidad cristiana estamos despertando a cristianos dormidos, o si estamos ayudando al retorno del hijo pródigo, teniendo abierta nuestras comunidades y las luces encendidas para que muchas personas puedan encontrase con la misericordia de Dios. O si estamos preocupados por recoger al herido de Jericó. Es decir, si en nuestras parroquias se hace presente el HOY proclamado por San Lucas, que con este adverbio nos muestra que no vivimos de unas rentas pasadas que ya caducaron, sino de una nueva gracia que nunca se repite ni se agota cuando es Dios quien la pronuncia y la regala.
No olvidemos que todos nosotros hemos recibido vocacionalmente por nuestro bautismo la misión de ser ministros de esa Buena Noticia, actualizando aquel eterno e incesante “hoy” en el momento de nuestra vida y en la vida de aquellos que nos han sido confiados. Pero aún se puede decir que los sacerdotes y diáconos tenemos una responsabilidad aun mayor por nuestro ministerio que nos identifica de forma especial con Cristo, Sacerdote y Buen Pastor, y nos llama a ser instrumentos de la gracia. Es por ello, que si nuestro ministerio no suscita aquella sorpresa de cuantos fueron alcanzados por el “hoy” de Jesús, entonces seríamos simples funcionarios de una gracia y una palabra que no nos abraza a nosotros por más que la repartan nuestras manos o la prediquen nuestros labios. Por este motivo, en esta Misa Crismal, procedemos a la renovación sincera de nuestra vocación sacerdotal volviendo a decir nuestras promesas ministeriales en presencia de todo el pueblo santo de Dios.
Pienso que para nuestra renovación sacerdotal es bueno recordar unas palabras de Benedicto XVI sobre esta celebración pronunciadas en aquel 2006, primera Misa Crismal que él celebró como Papa. Él decía:
“En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental resume todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación: “Sígueme”. Tal vez al inicio lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8). Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo: “No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí”.
Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: “Señor, ¡sálvame!” (Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atravesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasados? Pero entonces miramos hacia él… y él nos aferró la mano y nos dio un nuevo “peso específico”: la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene.
Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él. Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio. Tengamos presente que fue el Señor quien nos impuso sus manos.
Renovemos nuestras promesas sacerdotales pidiéndole al Señor con fuerza que nos haga crecer en esa dimensión evangelizadora. Todos nosotros que, algunas veces, vivimos cómodamente nuestra fe y los sacerdotes, que podemos hacer de nuestro ministerio un “modus vivendi”, sin riesgos notables, como los que tienen muchos bautizados. Tendremos que preguntarnos esta mañana, como hemos escuchado en el Apocalipsis, ¿qué conlleva haber sido redimidos por la sangre de Cristo?
Todos, laicos y sacerdotes, religiosos y religiosas hemos nacido de la sangre derramada del costado de Cristo. Por eso nuestro sacerdocio bautismal lo concebimos como una vida, entregada, dada en alimento, para que todos tengan vida y la tengan en abundancia. ¡Qué gran verdad! Es de esa verdad de donde fluye con más fuerza nuestra entrega en el ejercicio de nuestro ministerio sacerdotal. Y para alcanzar dicha donación, podemos apoyarnos no sólo en la gracia, sino en el ejemplo de entrega y dedicación, sin límites, de muchos de nuestros sacerdotes mayores, algunos en edades muy avanzadas. Damos gracias a Dios y hoy también pedimos por ellos. Igualmente pedimos por aquellos que nos han dejado en este año para unirse a la Jerusalén Celeste: D. Juan de la Cruz Santiago Sánchez, D. Eusebio García Delgado y D. Juan Marrero Hernández.
Pautas necesarias para la misión
Para llevar adelante nuestra renovación pienso que es importante tener presente algunas pautas concretas que nos ayuden a crecer en diocesanidad y sinodalidad para poder así agrandar nuestra dimensión evangelizadora. De entre todas me vais a permitir señalar algunas.
1.- Hay que evitar caer en la ideología, es decir pensar que sólo mis ideas teológicas, mis experiencias espirituales y mis vivencias pastorales son los únicos caminos para una evangelización eficaz, es esto lo que pensaban los fariseos. Nadie tiene la fórmula mágica de la evangelización y hay que estar abierto al soplo del Espíritu como nos dice Jesús en el evangelio.
2.- Hay que salir de la pereza pastoral o el pecado de la acedia que habla el Papa Francisco en Evangelii Gadium 81-83. Pecado que se traduce en la falta de motivación y la rutina que se instaura en las parroquias o bien convertirlo todo en una planificación humana. Es necesario un renacer espiritual y una renovación de la vida interior, que podríamos traducir en cuánto tiempo estoy ante el sagrario, cuánto tiempo dedico a la Palabra de Dios, cómo preparo las homilías, cómo me llevo con el oficio divino. Es necesario una reordenación del corazón hacia un Dios cada vez más apasionadamente amado. Hay que dar protagonismo a la Palabra de Dios y buscar caminos para que la iniciación cristiana introduzca realmente a los catecúmenos en el misterio de Cristo resucitado (primer anuncio).
3.- Igualmente hay que evitar la tendencia al individualismo o los amiguismos. Siempre están los mismos y no se permiten perspectivas distintas, ni se fomenta la creatividad, ni se abren las puertas a ideas nuevas. Hay que salir de la idea de las propuestas uniformes como si todos debieran estar cortados por el mismo patrón. Frente a esto tenemos que crecer en sinodalidad que significa descubrir el nosotros eclesial. Es buscar la pluralidad de las diversas sensibilidades y ser capaces de armonizarlas en un todo orgánico. Hay que ayudar a las parroquias a salir de la “parroquitis” e introducirse en el ámbito de la comunidad cristiana integrada en la gran comunidad cristiana de la diócesis, cuya razón de ser es ser evangelizadora, favoreciendo el encuentro con Cristo Resucitado, celebrado en la liturgia de los sacramentos. No podemos seguir identificando comunidad social con comunidad parroquial.
4.- Hay que tener presente cada día que el sacerdocio no es una tarea solitaria, sino una experiencia de comunión con el obispo y con un presbiterio al servicio de la misión que no es una lista de tareas que se debe realizar con solvencia profesional, sino algo que afecta a nuestro ser.
Es este un punto fundamental que Francisco abordó en su viaje a Perú.
No existen los francotiradores sacerdotales. La naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia…por ello la eclesiología de comunión resulta decisiva para descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original, su vocación y su misión en el Pueblo de Dios y en el mundo (Juan Pablo II, Pastores Dabo Vobis 26)
Es necesario vivir y construir la diocesaneidad, que significa que el sacerdote debe cuidar la relación con el propio obispo, con sus hermanos presbíteros y con la gente de su parroquia, que son sus hijos. El Santo Padre le respondía a un seminarista que “el sacerdote debe ser un hombre siempre en camino, un hombre de escucha y jamás solo: tiene que tener la humildad de ser acompañado” (Audiencia aula Pablo VI del 16 de marzo 2018 a seminaristas y sacerdotes que estudian en los pontificios colegios eclesiásticos de Roma). Es necesario, por tanto, pedir ayuda espiritual y tener un acompañamiento.
También debemos tener claro que nuestra participación en el presbiterio debe ser activa. Se nos pide ser artífices de comunión y de unidad; que no es lo mismo que establecer un pensamiento o un actuar monocolor y único. Significa valorar los aportes, las diferencias, el regalo de los carismas dentro de la Iglesia sabiendo que cada uno, desde su cualidad, aporta lo propio, pero necesita de los demás. Solo el Señor, dirá el Papa, tiene la plenitud de los dones, solo Él es el Mesías. Y quiso repartir sus dones de tal forma que todos podamos dar lo nuestro enriqueciéndonos con los de los demás. Hay que cuidarse de la tentación del «hijo único» que quiere todo para sí, porque no tiene con quién compartir. Malcriado el muchacho.
Como hemos podido escuchar es necesaria la comunión. No es posible la nueva evangelización si se vive el ministerio como una aventura individual. Es necesario un compromiso eclesial y una vivencia de la fraternidad sacerdotal que implica valorar a todos y estar contentos de la pluralidad de la Iglesia. Es tener claro que todos somos necesarios y todos tenemos un puesto en la labor de cuidar y engrandecer la “viña del Señor”: Él cuenta con vosotros.
Es la fraternidad la que exige que la renovación de nuestras promesas sacerdotales no sea algo privado mío y para mí exclusivamente, sino que, además de ser algo íntimo de cada uno de nosotros con el Señor, es también una renovación para vivir nuestro sacerdocio en esta Iglesia que camina en la Diócesis de Canarias. Es a este presbiterio al que tenemos que unirnos y al que tenemos que aceptar. Es verdad que el obispo no da la talla tantas veces, ni el compañero te comprende. Pero, a pesar de todo, si tenemos claro que el sacerdocio no es algo de nuestra propiedad, sino que es propiedad del Señor y tanto nuestro ministerio, como el del obispo o del hermano, son propiedad del Señor, si tenemos esto claro entonces sí que es posible vivir la fraternidad en Cristo Jesús.
Y hablar de Diócesis nos implica a todos en la pastoral vocacional y en la evangelización, como ponen de manifiesto este crisma y estos óleos que vamos a consagrar. Ellos nos recuerdan a todos, sacerdotes y laicos, que El amor al hombre nos obliga a convertirnos en el “Buen Samaritano” (Cf. Lc 10,25-37).
5.- Hay que evitar la desilusión. Tenemos que estar atentos a la amenaza que supone la cultura en la que nos movemos. Muchos de nuestros hermanos han perdido la alegría y la esperanza. Se aferran al presente visible, porque el futuro está vacío de eternidad y la vida futura no cuenta. De hecho, cuando no se confía en Dios, la esperanza viene dañada y sólo se espera y se confía en el hombre, en sus talentos, en la técnica, en la ciencia, en el poder o en tantos nuevos ídolos modernos, que tiene un horizonte muy corto.
Por una ósmosis ambiental, también este clima penetra en el corazón del sacerdote. De un modo insensible puede darse una atrofia del valor del poder de lo divino y una exaltación del poder de lo humano, haciendo reposar la esperanza en nuestras capacidades y fuerzas y olvidándonos de ponerla en Dios.
Y este peligro se hace realidad cuando nos olvidamos que somos miembros de un presbiterio y cuando, como Pedro, caminando sobre las aguas, ponemos la mirada en nosotros mismos y en nuestras fuerzas. Es ese el gran mal que tenemos que evitar como sacerdotes, pues no hay nada más triste que un sacerdote que ha tirado la toalla, sin esperanza y sin esa pasión misionera que da la unción sacerdotal y que Jesús nos ha recordado en el Evangelio, afirmando que hemos sido ungidos para llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Ser pastores supone estar dispuestos a que Jesucristo pueda ejercer “su” sacerdocio por medio de nosotros. Implica renunciar a imponer nuestro rumbo y nuestra voluntad; renunciar a nuestros deseos de llegar a ser esto o lo otro y abandonarnos a Él, para ir donde sea y del modo que Él quiera servirse de nosotros.
Ser Pastores es estar preparados a decir, cada uno de nosotros, con fuerza: AQUÍ ESTOY, indicando con ello que estamos abiertos a que Cristo disponga de nosotros. Consiste en aspirar a poder decir, como San Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (cf Gál 2,20).
Ser pastores conlleva dejarse sorprender cada día por el Señor y tener muy presente que nuestra consagración sacerdotal nos hizo instrumentos del Señor y, por tanto, es Él el que nos va hablando a través de los acontecimientos y de las personas que nos visitan cada día. Así que estemos atentos a la tentación de aburguesarnos en nuestros destinos y mantengamos abierta la puerta a la disponibilidad.
En este punto es necesario recordar las interpelaciones que S. Pablo VI nos hace en la Exhortación “Evangelii Nuntiandi”:
“A estos «signos de los tiempos» debería corresponder en nosotros una actitud vigilante. Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís?”. Y sigue diciendo el Papa: “Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca sin embargo por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible. El mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desapego de sí mismos y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda” (EN, 76).
En definitiva, estas palabras nos invitan a salir de nosotros mismos y ser instrumentos de la gracia, para que el Divino Médico pueda curar las heridas más profundas provocadas por el pecado. Nos urge al anuncio de la Palabra, abriendo, como decía Francisco a los sacerdotes mejicanos, lugares de hospitalidad de la fe donde puedan vivir la experiencia del encuentro con el Señor aquellos que buscan a Dios. La imagen del Buen Samaritano nos apremia a dirigirnos a las personas, ocupándonos de ellas, de su pobreza o fragilidad, no sólo en lo exterior, sino también a cargar interiormente sobre nosotros y acoger en nosotros mismos la pasión de nuestro tiempo, de la parroquia, de las personas que nos están encomendadas.
Pidamos, por tanto, a la santísima Virgen, Nuestra Señora del Pino, que nos ayude a todos a ser buenos samaritanos y dispongámonos a renovar nuestras promesas sacerdotales pidiéndole a la Santísima Virgen que nos ayude a enamorarnos de la misión y, sobre todo, que no nos deje entrar en el desánimo. Que así sea.
+Mons. José Mazuelos Pérez
Obispo de Canarias