Eutanasia, una ley contra los más pobres
Es para mí un honor poder compartir con los hermanos de la Hermandad de la Buena Muerte una reflexión sobre la eutanasia, tan necesaria hoy día en el que el gobierno de España ha decidido acelerar la tramitación de la ley de la eutanasia en el Congreso de los Diputados convirtiéndola en una ley orgánica. Una ley que se tramita por la puerta de atrás evitando el diálogo público y que instaura un cambio en los fines de Estado: pasa de defender la vida a ser responsable de la muerte infringida en determinadas condiciones. Ante esta ley no podemos como cristianos y universitarios quedarnos indiferentes, sino que tenemos que saber dar razón de nuestra esperanza, reivindicando una reflexión racional que no se conforma con una aceptación de la mentalidad eutanásica que quieren imponer y que, como veremos, se fundamenta en una visión reducida del hombre, al que se le amputa no sólo su dimensión religiosa, sino también su dimensión social.
Dos razones me mueven a esta reflexión. Primero porque pienso que el tema de la eutanasia no es algo que deba ser tratado desde el punto de vista de las emociones y opiniones, sino que hay que tratarlo desde una detenida y seria reflexión racional, algo que es aun más necesario si estamos en una Hermandad universitaria. El segundo, es tener claro que, como veremos, con la eutanasia no está en juego la defensa de una idea más o menos progresista, sino el sufrimiento, la dignidad y la vida de las personas, algo que como hermanos de la Buena Muerte no podemos ignorar.
La mentalidad eutanásica
Benedicto XVI, afirmaba en Caritas in Veritate que “hoy estamos ante graves formas de ceguera de lo humano, bajo el peso de una mentalidad cerrada a la trascendencia que fomentan una concepción materialista de la vida humana y un desprecio a la dignidad humana” (n. 75). Es esta mentalidad la que va abriendo paso a una mens eutanásica, manifestación no menos abusiva del dominio sobre la vida, que en ciertas ocasiones ya no se considera digna de ser vivida y que defiende la eutanasia como salida y solución ante el misterio de la enfermedad y del sufrimiento.
De hecho, cuando nos acercamos a los argumentos a favor de la eutanasia, descubrimos a primera vista sobre todo dos: la libertad y evitar el sufrimiento. Al mismo tiempo, observamos que ambos argumentos se unifican y se afirma que existen condiciones en las cuales continuar viviendo no constituye ningún bien y, por tanto, no tiene ningún sentido vivir; ninguno puede ser obligado a tener una vida in-sensata, sin sentido, ya que esto es inhumano. Por tanto, no existiendo el deber de vivir, tengo el derecho de morir (matándome yo mismo o siendo ayudado por otro). El sufrimiento es la puerta para imponer el criterio de la calidad de vida, y la libertad es la puerta para defender una antropología materialista e individualista. Como nos muestra el Documento Samaritanus Bonus hay una perspectiva antropológica utilitarista en la que la vida se considera “digna” sólo en presencia de ciertas características psíquicas o físicas. La vida no se valora en sí misma, sino en función de la calidad de vida, algo subjetivo pero sobre todo peligroso, pues pone la vida en manos de un criterio subjetivo que, en principio, es del dueño de esa vida y posteriormente será un criterio en manos de la sociedad o del estado[1].
La mentalidad eutanásica
un reduccionismo antropológico
Como hemos visto la mentalidad eutanásica propone un concepto de libertad según la cual, la libertad es negación de cualquier presupuesto; es inicio absoluto y ya que se piensa que morir es un evento puramente natural, no existe nada más que un modo de desnaturalizarla que atribuyendo al hombre el poder de discernir el momento oportuno. Sólo así morir pertenecerá radicalmente al hombre. Y esta pertenencia se resume en: yo decido cuando debo morir. En el hecho de que sólo la decisión de morir cuando se juzga que es un bien morir, hace humana la muerte, la desnaturaliza, la hace un acto humano. La muerte de esta forma se intenta dominar mediante la decisión libre de provocarla. En definitiva, yo decido cuando morir y yo decido cuando la vida tiene sentido vivirla, elevando a derecho la provocación de la muerte. Y es profundizar sobre ello lo que nos lleva a descubrir la incoherencia racional de la mentalidad eutanásica.
Es una falacia terminológica argumentar la eutanasia en el “derecho a elegir la muerte”. El hombre no tiene derecho a elegir su muerte, sino que tiene poder para quitarse la vida y quitársela a otros. El hombre tiene “derecho a morir”, pero no siempre cuando él elija, ya que puede adelantarla pero nunca atrasarla. Por tanto, más que argumentar el derecho, creemos más acertado decir “quiero ser libre para ejercer el poder que me da estar vivo”. Pero, ese poder todo hombre es libre de realizarlo cuando quiera, de ahí que no entendamos por qué se tiene que reivindicar como derecho. Otra cosa es, que su formulación como derecho no reivindique el poder, sino la licitud de usarlo, lo que implica que su formulación tiene como objetivo conseguir una valoración ética y legal preestablecida sin más y con capacidad de calar en la opinión pública. Y por otra parte erigirlo como derecho intenta obligar que sea otro, generalmente el profesional sanitario, el que esté obligado a realizarlo.
Por otra parte, no se entiende como defendiendo el individualismo radical para afirmar la propiedad absoluta de la vida se continúe reivindicando una acción social solicitando la intervención de la medicina. Por un lado se niega la dimensión social del ser humano, diciendo “mi vida es mía y sólo mía y me la puedo quitar”, por otro lado pide que sea otro el que se la quite. Y aquí surgen diferentes preguntas y problemas:
1.- ¿Es realmente la vida propiedad de un individuo o es un bien social?
Desde el punto de vista racional la vida no es algo de lo que se pueda disponer. La vida es un bien fundamental del hombre que no está a su disposición. La vida humana vale por sí misma, tiene una dignidad y un valor que le acompaña siempre. En términos filosóficos se habla de dignidad de la persona humana que hace la vida indisponible e intangible para los otros y para el sujeto mismo, porque la vida conserva siempre la dignidad y el misterio que deriva de ser humana. Es decir, la vida humana es siempre vida personal y, por tanto, es inadmisible la separación vida-persona que se establece cuando se dice que la persona puede disponer de su vida.
Esta indisponibilidad de la vida toma mayor firmeza a la luz de la Revelación cristiana[2], como afirma la Conferencia Episcopal Española que dice: Quienes creemos en un Dios que es amor, que es comunión de Personas, que no sólo ha creado al ser humano, sino que lo ama personalmente y le espera para un destino eterno de felicidad, estamos convencidos de que la eutanasia y el suicidio asistido implican poner fin deliberadamente a la vida de un ser humano que es querido por Dios, que lo ama infinitamente y que vela por su vida y su muerte. (Sembradores de esperanza, n 57).
Pero no podemos olvidar que la vida humana, además de su vertiente individual y personal, tiene también otra social de innegable trascendencia. Ninguna persona, desde ese punto de vista, es totalmente autónoma. Nadie puede exclamar con total verdad “mi vida es sólo mía” porque todo hombre vive en comunidad y su existencia no se puede comparar con una isla en medio del océano. Es esto lo que estamos defendiendo socialmente ante la pandemia, ya que en nombre del bien común y de la dimensión social de la persona humana es como se justifica la perdida de la libertad y la exigencia de confinamiento.
Ante esto nada mejor que concluir con una reflexión del doctor Martínez-Fornes que escribe: “En la escala de valores humanos, la vida ocupa el lugar prioritario. Nada puede sustituirla, no tiene precio….Para mí, cada hombre, cada mujer es una especie única e irrepetible sobre la Tierra que se extingue con su muerte…La vida es un continuum que no nos pertenece, ni siquiera el fragmento personal…Cuidar y respetar la vida es cultura. Despreciarla, puede coincidir con el Progreso, pero es barbarie…Respetar la vida es una píldora que hay que tragarse entera”[3].
2.- ¿Es realmente libre un hombre que pide la eutanasia?
La medicina paliativa nos dirá que en multitud de casos cuando se pide la eutanasia lo que se pide es auxilio. De hecho la experiencia de los médicos de cuidados paliativos es que si nos preocupamos de los enfermos y sus necesidades, no piden la eutanasia[4]. Si cambiamos el miedo por seguridad, el abandono por compañía, el dolor por su alivio, la mentira por la esperanza y el encarnizamiento terapéutico por el control de síntomas. Si le ayudamos a resolver sus problemas con Dios, consigo mismo y con los demás, es muy probable que la petición de eutanasia quede olvidada por el enfermo casi en el 100% de los casos[5].
3.- ¿Es un deber de los otros y en concreto del médico atender la petición de acortar su vida por parte de un enfermo?
Es decir, la libertad del enfermo debe limitar la libertad del médico. Para afirmar esto es necesario concebir el acto médico como un mero contrato donde el enfermo consume para satisfacer sus deseos. Como estamos viendo ante el coronavirus una medicina contractual cuyo objetivo es satisfacer los deseos de los enfermos no va a ninguna parte. El médico no puede olvidar el principio de beneficencia o al menos el de no maleficencia, es ello lo que le lleva a tratar a los enfermos aún en riesgo de contagiarse. Una medicina contractual conlleva una medicina consumista e inhumana.
Una ley que abandona la justicia y a los débiles
La legalización de la eutanasia no es cuestión de opinión. El derecho no se debe mover por opiniones, sino por la justicia que conlleva una ley. Es verdad que estamos en un positivismo jurídico y moral y lo que decida la opinión mayoritaria de un tema lo hace moral y legal, pero yo quiero mejor reflexionar racionalmente sobre qué aportará a la verdad y a la justicia la legalización de la eutanasia. Sintetizando vemos que la legalización de la eutanasia conllevaría lo siguiente:
– El estado mismo minaría la ética médica y la confianza de los pacientes en la profesión médica.
– La legalización sería un atentado contra la inviolabilidad e irrenunciable derecho a la vida y la salvaguardia de esto forma parte del “mínimo moral”, entendido como conjunto de valores éticos, que la ley debe, obligatoriamente, salvaguardar para hacer posible una vida social pacífica y ordenada. El hecho de no penar legalmente el poner fin a la vida de un enfermo terminal traería consecuencias negativas para la prohibición general de no matar.
– El estado desprotegería la solidaridad de la familia. La legalización introduciría fácilmente en las familias débiles la tentación de sugerir a algunos miembros la salida del teatro de la vida.
– Tal legislación no podría preservar la confianza recíproca y el respeto hacia los ancianos y los que sufren, lo que implicaría que el estado no estaría al servicio de los débiles. La legalización sería una invitación al suicidio a aquellos que son o parecen ser una carga para la sociedad.
– La muerte de una persona implica, frecuentemente, intereses económicos capaces de turbar el juicio de los familiares y desequilibrar también el del médico. Este peligro viene hoy agravado por el hecho de que en una sociedad cada vez más envejecida, donde el rendimiento y la producción son los valores más considerados, los ancianos son marginados, son considerados inútiles. Sería fácil el paso de la eutanasia expresamente pedida por el enfermo, a la petición sólo supuesta, en los inconscientes, en los locos y así sucesivamente.
– La ley traerá grandes consecuencias negativas para la relación médico enfermo y para los mayores y discapacitados, como está demostrado en los pocos países que la tienen aprobada, Holanda y Bélgica entre otros. La introducción de la eutanasia en el panorama de acciones que puede realizar un médico socava la relación entre médico y paciente, fundamento de todo acto médico y que se basa siempre en la confianza. Cuando no existe posibilidad de eutanasia, el paciente tiene confianza en que el médico está intentando ayudarle en su problema de salud, y hará todo lo razonablemente posible en ese sentido, y aceptará con gusto sus consejos. Sin embargo, cuando aparece la posibilidad de que el médico provoque la muerte, y de que, como muestra la experiencia en otros países, suceda sin autorización del paciente, el recelo es lo normal. (Sembradores de Esperanza, n. 37-43)
En definitiva, allí donde la ley permite matar, otorga a los seres humanos un poder absoluto sobre otros, los más débiles e indefensos. El hecho de que lo haga un equipo en un hospital, con especialistas incluidos, no cambia nada. La medicina está hecha para curar y los que curan no pueden convertirse en verdugos. Como afirma Samaritanus Bonus “el valor inviolable de la vida es una verdad básica de la ley moral natural y un fundamento esencial del ordenamiento jurídico”. Por ende, “no se puede elegir directamente atentar contra la vida de un ser humano, aunque este lo pida”..
Humanizar la muerte
Por último quisiera terminar reivindicando una autentica legislación para humanizar el momento de morir y poder hablar de buena muerte, que no se logra imponiendo una ideología eutanásica, sino fomentando un humanización de la muerte. Es eso lo que recoge el documento de la Santa Sede Samaritanus Bonus, que afirma La verdadera compasión humana “no consiste en provocar la muerte, sino en acoger al enfermo, en sostenerlo”, ofreciéndole afecto y medios para aliviar su sufrimiento. Incurable nunca es sinónimo de “in-cuidable”. Y el documento de la conferencia episcopal Española Sembradores de esperanzas Acoger, proteger y acompañar en la etapa final de esta vida, que afirma: “Quien sufre y se encuentra ante el final de esta vida necesita ser acompañado, protegido y ayudado, recibir los cuidados con competencia técnica y calidad humana, ser acompañado por su familia y seres queridos y recibir consuelo espiritual y la ayuda de Dios, fuente de amor y misericordia”.
El suicidio asistido y la eutanasia, que consiste en la acción u omisión que por su naturaleza e intencionadamente causa la muerte con el fin de eliminar cualquier dolor, no aportan soluciones a la persona que sufre. Hay que promover y legislar la ejecución de unos buenos cuidados paliativos al alcance de todos y es entonces cuando podemos hablar de muerte digna y cuando los defensores de la eutanasia se encontraran que sus pretensiones tienen poco éxito.
Es necesario crear programas de asistencia integral al enfermo terminal en su domicilio. Cuando hablamos de la asistencia a domicilio nos referimos a ofrecer la posibilidad a los enfermos terminales de pasar los últimos días de su vida en su casa, junto a sus familiares. Como modelo de programa de asistencia a domicilio pensamos que puede ser útil la denominada Unidad de terapia continuada cuyas características esenciales, podemos sintetizarlas en las siguientes: la atención asistencial del enfermo terminal y su familia. Debe ser realizada bajo la dirección de un médico que forma parte de un equipo multidisciplinar (médico, enfermera, psicólogo, asistente espiritual, asistente social, etc.) particularmente preparado para controlar la sintomatología dolorosa y del stress psico-físico-espiritual. La asistencia psíquica y espiritual debe abarcar a los familiares del paciente durante la fase terminal de la enfermedad y en el periodo sucesivo a la muerte.
Igualmente hay que crear buenos centros de terapias paliativas que tengan presente que todo enfermo tiene derecho a no sufrir inútilmente lo que implica el deber del equipo terapéutico de luchar contra los síntomas y malestar que acompañan a la enfermedad incurable. Que rechace la obstinación terapéutica. Que se preocupe de la atención integral al enfermo que implica atender sus necesidades espirituales y que tenga claro que el enfermo y la familia son una unidad a tratar, ya que la tranquilidad de la familia repercute directamente sobre el bienestar del enfermo.
Conclusión
Podemos concluir diciendo que nuestra sociedad tiende a rechazar acompañar al enfermo grave y ve en el rostro del incurable sólo la terrible máscara de la muerte; difícilmente reconoce que el incurable no está todavía muerto, sino que vive, y que esta última fase de la vida, en la que muchas máscaras caen, puede ser el momento de una experiencia completamente nueva de encuentro con los otros cuando éstos son capaces de estar cerca, de escuchar, de comprender y de manifestar a través del silencio, la palabra o por simples gestos, que quien se va no es rechazado por la sociedad de los vivos.
Lógicamente todos tenemos el poder de quitarnos la vida pero no tenemos el derecho ni el deber de atentar contra ninguna vida humana. No se debe usar el sufrimiento, la obnubilación y el suicidio de uno para reivindicar la implantación de la eutanasia, que supone la obligación de la sociedad de participar en el acortamiento de la vida de un ser humano, con todo lo que ello supondría para tantos pobres enfermos indefensos. Por consiguiente, el “derecho a morir” no puede significar que otro tiene el derecho a matar. No es pensable que una simple autorización pueda conferir el derecho a matar.
El sufrimiento no es un germen externo frente al cual el hombre sólo puede responder huyendo de la vida. Una sociedad humana y verdadera no puede partir de la eliminación total del sufrimiento y proponer salir del escenario de la vida cuando se sufre, sino que hay que ayudar a todos a superar y a vivir con sentido el sufrimiento.
En definitiva, ante el dolor tenemos que afirmar que la medicina paliativa es el complemento de la medicina curativa. Constituye la atmósfera o ambiente que debe enmarcar cualquier actividad sanitaria. El verdadero fracaso es tener que admitir la eutanasia como solución alternativa al alivio de los síntomas y a la comunicación. El fracaso se produce cuando nos planteamos quitar la vida a un enfermo porque no sabemos cómo mejorarle sus síntomas ni cómo modificar las circunstancias personales en las que está viviendo. Y sobre todo es una aberración plantear una ley de legalización de la eutanasia, cimentada en la libertad, cuando no se tiene una asistencia de cuidados paliativos disponibles para todas las personas.
+José Mazuelos Pérez
Obispo de Canarias
[1]Para abordar desde nuestro ser católicos toda esta temática es necesario tener muy presente el último documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Samaritanus Bonus. Sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida, 22-9-2020. Y el de la Subcomisión Episcopal para la Familia y Defensa de la Vida de la Conferencia Episcopal Española, Sembradores de esperanzas Acoger, proteger y acompañar en la etapa final de esta vida, Diciembre de 2019.
[2] Aunque nos referimos a la Revelación cristiana, creo interesante señalar que la mayoría de las religiones (Islam, Budismo, Hinduismo y Judaísmo) rechazan las prácticas eutanásicas. El 28 de octubre de 2019 se publicaba la Declaración conjunta de las religiones monoteístas abrahámicas sobre las cuestiones del final de la vida. En ella se afirma que «el cuidado de los moribundos representa, por una parte, una forma de asumir con responsabilidad el don divino de la vida cuando ya no es posible tratamiento alguno y, por otra, nuestra responsabilidad humana y ética con la persona que (a menudo) sufre ante la muerte inminente.
[3] S. MARTINEZ-FORNES, Enfermo terminal y eutanasia, en Rev. Esp. Oncología, 31 (1984) 106.
[4] B. POLLARD, Eutanasia, Madrid 1991, 69-71.
[5] J. SANZ ORTIZ, Eutanasia sí, eutanasia no, en Medicina Clínica 100-1 (1993) 17.