Homilía en la ordenación de presbíteros del Obispo de Cádiz, Mons. D. Rafael Zornoza Boy, en la Catedral el sábado 27 de junio de 2015.
Is 61,1-3 / Sal 115 / Heb 5, 1´10 / Lc 10, 1-9
Queridos hermanos todos;
Muy queridos Jesús, Benjamín, Rubén y Alfonso.
Queridos Vicarios episcopales, Sr. Deán, Arciprestes, sacerdotes, diáconos y seminaristas. Muy querido Sr. Rector y formadores del seminario:
Estos hermanos nuestros han sido llamados al orden del presbiterado. Demos gracias al Señor que bendice a nuestra diócesis con este regalo.
Jesús es el único sumo sacerdote del Nuevo Testamento, por el que todo el pueblo santo de Dios ha sido constituido pueblo sacerdotal. Pero «nadie puede arrogarse este honor, pues Dios es quien llama» —como dice la Carta a los Hebreos (5,8)–. El Señor Jesús quiso escoger a algunos en particular, para que, ejercitando públicamente en la Iglesia el oficio sacerdotal en su nombre y a favor de todos los hombres, continúen su misión personal de maestro, sacerdote y pastor.
Amigos ordenandos: Vais a ser consagrados como verdaderos sacerdotes de Jesucristo, y con este título, quedáis unidos en el sacerdocio a vuestro obispo, para cooperar con el como predicadores del Evangelio, pastores del pueblo de Dios, y presidir los actos de culto, especialmente la celebración del sacrificio del Señor. Es necesario, por tanto, por encima de todo, servir a Cristo, nuestro maestro, sacerdote y pastor, para cooperar en la edificación del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, pueblo de Dios y templo santo del Espíritu.
Vais a participar de la misión de Cristo Profeta, único Maestro, ejercitando el ministerio de enseñar sagrada doctrina. Dispensad a todos esa palabra, que vosotros mismos habéis recibido con alegría desde niños. Leed y meditad asiduamente la palabra del Señor para creer lo que habéis leído, para enseñar lo que habéis aprendido en la fe y vivir lo que habéis enseñado. La homilía y la catequesis tienen que marcar vuestra vida de modo que se unan en vosotros la palabra y la vida de modo coherente, es decir, con santidad virtuosa, con criterio y vida sobrenatural, sin mundanidad. El Papa nos exhorta vivamente a predicar bien, pero eso es algo más que un ejercicio de retórica y de técnicas de comunicación. Este ministerio profético nos exige una honda experiencia de la acción del Espíritu y una vida convencida y capaz de convencer con el testimonio antes que con el discurso.
Recordad siempre que no sois dueños de la doctrina. Se trata de la palabra de Jesús, y debéis ser fieles a la enseñanza del Señor, que es vida. Pero esto quiere decir también que para instruir hay que entrar en diálogo con las personas para llegar a convencerles con la verdad de Dios. ¿Qué espera entonces de vosotros el Maestro? Sencillamente que seáis evangelizadores que no huyen de los problemas ni rehúyen a las personas, no de los que se duermen pensando que «cumplen» ya su «oficio» por predicar o dar catequesis, sino que seáis capaces de abrir constantemente nuevos caminos saliendo al encuentro de las personas iluminándolas con la fe. De vuestra iluminación debe nacer una conversación con el Señor, abierto a un trato de amor.
Continuad la obra santificadora de Cristo. A través de vuestro ministerio el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto porque se une al sacrificio de Cristo, que por vuestras manos y en nombre de toda la Iglesia es ofrecido de modo incruento sobre el altar en la celebración de los santos misterios. Es algo inmenso introducir a los hombres por el Bautismo en la vida de Dios y restablecerla por la Penitencia, y aliviar a los enfermos y a los ancianos por el oleo de la Santa Unción. Pero la mayor fuerza está en la Eucaristía, la que celebraréis hoy por primera vez conmigo después de ser ordenados. El sacrificio de Cristo, su muerte y resurrección, celebrado cada día, os permitirá vencer dentro de vosotros el mal y que todos los fieles se ofrezcan a si mismos como culto vivo al Señor.
Sed expertos en comunión. La Misa nos invita directamente a comulgar, y la comunión es el bien más preciado de la fe, y, por esto precisamente, el más atacado y vulnerado. Sed ministros de unidad haciendo de la Iglesia una familia unida por la fraternidad, con profunda experiencia de misericordia y perdón. Sed padres de familia, hermanos de todos, capaces de vivir en el amor y fomentar a toda costa la unidad. Sin ella no somos creíbles para el mundo. Es imprescindible valorar todos los carismas y buscar a todas horas una sincera sinergia entre todos, donde se perciba la presencia eficaz del Espíritu Santo que nos une en su amor. No tengáis más anhelo que éste: que la Iglesia sea casa y escuela de comunión (cf. NMI Juan Pablo II). Cuando lo palpéis recogeréis el fruto del testimonio y del gozo de ser de Cristo. También en la reciente Encíclica Laudato si el Papa nos llama a hacer del mundo entero una familia unida que vive en el mundo entendido como una casa común. El cuidado de la creación está reclamando vivir en comunión con gratitud y amor, como hijos, no como dueños. En el fondo nos invita de nuevo a una gran revolución que no llegará si no aprendemos a vivir en la relación fraterna de discípulos del Señor, que es lo propio nuestro, lo cristiano.
Debéis practicar la mística de la comunión. ¿Cómo explicarla? Se comprende sencillamente cuando entendemos que la Esposa-Iglesia está referida al Esposo, que es Cristo. Así, el sacerdote está referido a Cristo que le llama, que le impulsa, y a nadie más. Su referencia a la Iglesia se da a través del Obispo y sus colaboradores, de modo que aprende a ser co-presbítero. En el polo opuesto está la autorreferencialidad, los celos, críticas, rivalidades y toda esa negatividad fruto de la desesperanza y de la falta de fe, propias de quien vive la Iglesia como algo puramente humano, manipulable, y con esquemas de poder. Por tanto decid un fuerte «no» al individualismo y a la autoreferencialidad, es decir, a pensar el sacerdocio como algo propio vuestro, centrados en vosotros mismos, en intereses particulares o caprichos, mirando tan sólo los intereses, los gustos o los derechos. Esto impide vivir la libertad de quien está expropiado, de dejarse llevarse por el Señor, y conduce a apropiarse de la pastoral, y es un freno a la evangelización, como sucede cuando huimos de lo diocesano o nos dejamos llevar del pasotismo.
Os aseguro que esta experiencia de comunión, sin embargo, hace crecer las vocaciones, las sacerdotales y a la vida consagrada, y todos los carismas, que florecen cuando la Iglesia respira el aire puro de la caridad. Por esto cuidad el acompañamiento de quienes os confía el Señor. Cada uno merece vuestro consuelo y compañía para fortificarse como discípulo de Jesús y llegar a ser apóstol, fecundo en su fe, y así encontrar su camino de santidad.
Id a las periferias, salid de vosotros mismos Si el Espíritu nos envía «a consolar a los afligidos, a cambiar su abatimiento en cánticos…» (cf Is 61,2), uno no puede replegarse en la propia comunidad o entre sus amigos. La cercanía a los pobres y necesitados nos exige salir de nosotros mismos y acercarnos con creatividad en la vida de oración, en la catequesis, en el Primer Anuncio, etc. No os refugiéis en esas respuestas consabidas que parecen decirlo todo, pero que no responden a las cuestiones que inquietan a la gente. Salid de las rutinas como auténticos apóstoles, pues os esperan las familias, los jóvenes, los pobres y los ricos, los tristes y los vacíos, y reclaman una respuesta en su idioma, lo que les pueda saciar, la novedad de Cristo.
¿Qué os pide Dios hoy? Escuchábamos antes que Cristo, «a pesar de ser Hijo, aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5, 9). Esto significa que debéis verificar cada día en conciencia qué es
pera hoy Dios de mi, preguntaros qué espera el mundo, mi parroquia, cuantos me rodean, los alejados, para responder con docilidad y actualidad a la llamada del Señor. Porque cada día hemos de escuchar que «el Espíritu del Señor está sobre mi, porque el Señor me ha ungido» (Is 1,3) «para proclamar un año de gracia», y «consolar a los afligidos», ¡para así poder oír el grito de los pobres! No permitáis que la luminosa caridad de Cristo se diluya en un rutinario servicio asistencial. Dejad que os impulse el amor irrefrenable del Señor, un corazón de Buen Pastor.
Hemos recibido un don exigente. Jamás os canséis de ser misericordiosos. ¡Por favor! Tened esa capacidad de perdón que tuvo el Señor, que no vino a condenar sino a perdonar. Tened misericordia, ¡mucha misericordia! Al fin de la vida os preguntará Nuestro Señor ¿qué hiciste con mi misericordia? ¿Qué pasó con tu talento? ¿Lo enterraste? ¿Te dio miedo y lo escondiste? El regalo de la vocación es para llenar el mundo del amor de Dios. Es para corresponderle como hizo San Juan de Ávila o el Cura de Ars, y no menos. «¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?», preguntaba el Salmo 115. La respuesta es invocar su nombre y alabarle haciendo de la vida una entrega, un sacrificio que le glorifique, «cumpliendo mis votos en presencia de todo el pueblo». En efecto: con vuestra entrega sin reservas al Señor y a la misión que os confía, con vuestra consagración expresada en los consejos evangélicos, a los que se refiere el Señor en el evangelio escuchado, que pide a sus discípulos desprendimiento, docilidad, abnegación, confianza en la providencia.
Imitad lo que celebráis, para que participando en el misterio de la muerte y resurrección del Señor, llevéis la muerte de Cristo en vuestros miembros y caminéis con Él en una vida nueva. Ya que habéis sido elegidos entre los hombres y constituidos en su favor para atender a las cosas de Dios, ejerced con alegría y caridad sincera la obra de Cristo buscando únicamente agradar a Dios y no a vosotros mismos.
«La mies es mucha y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies» (Lc 10,2). Posiblemente si vais a ser curas es gracias a la oración de todo este pueblo aquí reunido. Hermanos todos: seguid pidiendo insistentemente al Señor por las vocaciones y la santidad de sus sacerdotes, que tanto necesitamos. El sacerdocio es un regalo precioso de Dios que ofrece a quienes le aman de verdad y son capaces de dejarlo todo para servirle como amigos íntimos suyos hasta compartir con el su misión. Aquí estáis muchos jóvenes amigos de los ordenandos, de sus parroquias. Se que muchos jóvenes pensáis alguna vez si os está llamando Cristo. No dejéis pasar su llamada. «¡Poneos en camino!», dice Jesús, para llevar su paz. Queridos jóvenes: El mundo necesita el amor de Dios, su perdón y su salvación, y no lo encontrará sin curas que por El lo dejen todo. Pero sabed, eso sí, que Jesús mismo nos recompensa y nos da la felicidad, el ciento por uno aquí y por toda la eternidad. No temáis emprender la mejor aventura. Los necesitados os esperan. Id, pues, y decidles en su nombre: «Está con vosotros el Reino de Dios» (Lc 10,9).
Queridos Jesús, Benjamín, Rubén y Alfonso: Invocad a todas horas a la Virgen María, Madre de la Misericordia, Madre de los sacerdotes, y vivid con ella siempre la alegría de ser de Cristo, de actuar en la persona de Cristo, de regalar continuamente a Cristo, buscando y defendiendo solamente los intereses de Cristo. El Señor os hará muy felices y, como el Buen Pastor, llevaréis a los demás el gozo del Evangelio.
Señor: Concede a estos que has elegido perseverar haciendo tu voluntad para que, buscando solo tu gloria, llegue por ellos a tu pueblo tu perdón tu misericordia, tu consuelo y tu verdad. AMEN.