HOMILÍA EN LA MISA EXEQUIAL DE DIEGO VALENCIA
Sacristán de la Parroquia de N. Sra. de la Palma de Algeciras.
MONS. RAFAEL ZORNOZA, OBISPO DE CADIZ Y CEUTA
Algeciras, 27 de enero de 2023.
Queridos hermanos, Pueblo Santo de Dios aquí reunido para orar por el eterno descanso de Diego, nuestro querido amigo y fiel servidor de esta parroquia.
- Muy querida familia de Diego;
- Ilustrísimos Sres. Vicarios Episcopales, arciprestes, sacerdotes, religiosos y consagrados;
- Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades civiles, militares y judiciales: saludo especialmente al Presidente de la Junta de Andalucía. A Vd. y a todos Vds. –Delegados, Diputados, Senadores, Alcaldes y Concejales— agradezco su presencia que es signo de apoyo y solidaridad con la Iglesia de Cádiz y Ceuta y con el pueblo de Algeciras.
- Aunque no están presentes, he de referirme con agradecimiento a cuantos nos han transmitido su pésame y se unen a esta celebración: Cardenales, Arzobispos y Obispos; el Presidente y el Secretario de la Conferencia Episcopal Española, organismos del Vaticano, entidades civiles, etc. También el Cardenal Presidente de la Congregación para el Clero, que me ha pedido trasladar su pésame a los sacerdotes y fieles de la diócesis.
La Misa de Exequias que ofrecemos ahora nos une en la oración por el difunto Diego, gran amigo conocido de todos. Es, por tanto, un momento de fe por el que le encomendamos a Dios Todopoderoso y pedimos que perdone sus pecados, recompense sus buenas obras y le acoja para gozar de su presencia, de su Amor y su gozo, que le hagan eternamente feliz.
En la Eucaristía que estamos celebrando nuestro corazón se adentra en la conmemoración de la muerte de Cristo por la que nos introduce en la vida resucitada. Aquí es donde nuestra pobre oración adquiere un valor infinito, una fuerza más allá de nuestras fuerzas, porque la ignominiosa muerte del Hijo de Dios hecho hombre ha conseguido para nosotros una morada en el Cielo, una vida resucitada. Cristo ha vencido a la muerte, que ya no es un muro contra el cual todo se estrella y hace pedazos, sino un puente hacia la vida eterna.
La Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de Jesús, sigue siendo una escuela de vida para nosotros, donde aprendemos a vivir y a morir, a servir por amor, a entregarnos gratuitamente, a amar y a perdonar a los enemigos, a abrazar la debilidad –siempre derrotada aparentemente— para encontrar el poder y la fuerza de Dios que vence sobre el mal. Al instituir la Eucaristía, Jesús anticipó su propia muerte. Nosotros podemos hacer lo mismo. De hecho, Jesús inventó este medio de hacernos partícipes de su muerte, para unirnos a Él. Participar en la Eucaristía es la forma más verdadera, más justa y más eficaz de «prepararnos» a la muerte. En ella celebramos también nuestra muerte y la ofrecemos, día a día, al Padre. En la Eucaristía podemos elevar al Padre nuestro «amén, sí», a lo que nos espera, al tipo de muerte que quiera permitir para nosotros. En ella «hacemos testamento»: decidimos a quién dejar la vida, por quién morir. Esta es la Eucaristía en la que Diego acababa de participar antes de ser asesinado despiadadamente, la que le alimentaba todos los días y fortalecía para amar a su familia, para servir a todos, para vivir alegre con esperanza y con fe. Ha muerto por su fe y confesando su fe. El Señor le tendrá en su gloria.
El evangelio nos habla de estar preparados, aguardando el encuentro con el Señor (Lc 12, 35-40) porque la vida es un tránsito, un éxodo; que vivamos pasando “de la muerte a la vida” porque amamos a los hermanos” (Jn 3,14). Jesús pide encontrarnos trabajando (“ceñida la cintura”) y disponibles (la “lampara encendida”, con luz, para velar, esperar). Después sucede algo extraordinario e impensable, porque es el Señor quien corresponde a quien le sirve: “los hará sentar a su mesa y les servirá”.
Aquí quedamos nosotros, dolidos, desconcertados. Quiero, por ello, manifestar mi condolencia a los familiares, amigos y parroquianos; y la cercanía paternal a las comunidades de Algeciras que han vivido este horror más de cerca. Puedo decir que es el dolor de toda la diócesis que sufre con vosotros, porque también es la Iglesia entera la que sufre. De todas partes nos está llegando su afecto fraterno y se unen a nuestra oración. A los cristianos nos han enseñado a perdonar y a orar por nuestros perseguidores, como hizo en la Cruz el Señor. De no perdonar estaríamos ya derrotados, nos habría ganado el mal. Pero no podemos desertar de hacer el bien, de imitar al Señor, ni podemos permitirnos no amar en una sociedad tensionada, irritada, herida, donde tantos sufren en su corazón situaciones muy duras que crean agresividad.
Constatamos a diario una fuerte crisis de valores. Pues bien, hechos como estos nos obligan a fomentar y construir una cultura de la convivencia, del respeto y de la paz, evitando los odios, los enfrentamientos gratuitos y tensiones innecesarias. No basta solo condenar la violencia. Hay que desenmascarar sus causas, las falsas divinidades que se esconden en un mundo que prescinde de Dios, y promover positivamente el bien. La violencia no tiene justificación, como tampoco el terrorismo, ni el atropello de las drogas, ni la manipulación de los otros, ni la falta de respeto a la persona y sus libertades, ni la presión del pensamiento único que excluye toda opción diversa, ciertamente también fanático e irracional.
Hermanos: es necesario recurrir a la experiencia del amor de Dios para encontrar consuelo, a su sabiduría infinita para aceptar la lógica del bien y para entender lo que no podemos comprender suficientemente, para curar las heridas y el desconsuelo, para perdonar, para ofrecer nuestro quebranto y dolor. Sin duda debemos construir sujetos capaces de participar en la construcción de la civilización del amor y del respeto a la vida. Debemos abrirnos a la verdad de Dios y del ser humano que crece haciendo el bien, cumpliendo los mandamientos de Dios, reconociendo sus pecados y pidiendo perdón. Que iluminados por Dios obremos con la racionalidad que nos libra del fanatismo.
Dios nos conoce y ama a este hombre que vive hoy, que sufre y que ama, que experimenta el gozo y la tristeza, que quiere ser feliz, que aspira a gozar un día de Dios mismo en la eternidad; que en su esperanza quisiera superar ahora –mediante la gracia de Dios y el amor–, el pecado y el mal –que es “servidumbre de la corrupción”, en palabras de San Pablo (Rm 8,21)–. Unidos a Cristo vivamos una vida nueva y trabajemos por el bien común, por ser luz del mundo y sal de la tierra difundiendo el evangelio que nos enseña el camino de la vida, los vínculos fraternos, la entrega por amor. Hagamos un compromiso firme por la justicia y por una cultura de la solidaridad que ayude a liberar al mundo del rencor que tan a menudo desencadena actos de violencia. Y oremos para que el Dios de la vida, de la compasión y del amor, nos de su luz y conceda su paz.
Queridos hermanos, nuestra vida está en cada instante en las manos del Señor, sobre todo en el momento de la muerte. Cada hombre que muere en el Señor participa por la fe en este acto de amor infinito; de algún modo entrega el espíritu junto con Cristo, en la segura esperanza de que la mano del Padre lo resucitará de entre los muertos y lo introducirá en el Reino de la vida. Por esto, con la confiada invocación de Jesús en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», queremos acompañar a nuestro hermano Diego, cuando realiza su paso de este mundo al Padre.
La Iglesia vive cobijada bajo el amparo de María. A la tierna solicitud de la Virgen de la Palma y a su amor maternal nos encomendamos todos, y a ella le pedimos que nos acompañe, como lo ha hecho siempre, y que cure la herida que deja la ausencia de los que amamos; que haga de nuestro mundo un hogar donde nos queramos como hermanos. AMEN.