El nombre de Dios es Misericordia

Tercera catequesis de la Misericordia de Mons. D. Rafael Zornoza Boy, Obispo de Cádiz y Ceuta.

«El Papa quiere hacernos entrar, casi cogiéndonos de la mano, en el gran y confortante misterio de la misericordia de Dios en el libro que ha publicado. Un misterio lejano a los cálculos humanos y sin embargo necesario y esperado por nosotros, peregrinos en este tiempo de desafíos y pruebas. «La misericordia existe», dice el Papa tras ser cuestionado sobre la relación entre misericordia y doctrina. La misericordia, añade Francisco, es «el carné de identidad de nuestro Dios» (Cf. Card. Parolin en la presentación del libro).

El libro del Papa es un libro que abre las puertas, que las quiere mantener abiertas, y pretende mostrar las posibilidades, que desea ser un relámpago de la infinita misericordia de Dios, sin la cual el mundo no existiría, cuya intención no es descender a casos singulares, sino más bien ampliar la mirada, introducir en el corazón de todos el deseo de experimentar en nuestra vida el don divino, lejano a nuestra lógica humana, pero necesario para sostenernos, alentarnos, animarnos y volver a comenzar siempre. Por tanto presenta el rostro del Dios de la misericordia, el padre que toca los corazones y que busca incansablemente alcanzarnos para donarnos su amor y su perdón. Busca toda rendija, toda fisura en nuestro corazón para alcanzarnos con su gracia.

A Dios le basta una mínima rendija y, si falta la fuerza para dar el paso hacia él, basta el deseo de darlo, porque la acción de la Gracia puede tomar la iniciativa. Esta humanidad necesitada de misericordia, esclava y enferma de tantas maneras sabe que lo necesita y encontrarla le da nueva vida. Pues bien, nosotros conocemos bien la misericordia.

La ley del amor es el «mandamiento nuevo» de Jesús: «Os doy un mandato nuevo, que os améis como yo os he amado» (Jn 13, 31-34). Nadie entre nosotros lo duda. Estas palabras pronunciadas en la Ultima Cena y después que Jesús lavara los pies a los apóstoles dejan pequeños todos los preceptos anteriores que, aunque invitasen a amar a los hermanos (Lv 19,18) o a los necesitados –extranjeros, viudas, huérfanos, etc (Deut 10, 19)– dejaban afuera a otros no considerados como prójimo (cf. Mt 5, 43) por no ser de la misma raza o grupo. Aunque los profetas insistieron continuamente en el amor –pensemos en Isaías, Amos, Oseas…– nadie había dicho que hasta los enemigos habían de ser amados (Lc 6, 27.35), lo cual pone a Jesús y su Evangelio a un nivel moral por encima de todas las filosofías y religiones. ¿Por qué motivo he de amar así? Porque todo hombre es infinitamente amado por Dios, buscado por Él para ser su hijo.

Si, Cristo rompe todos los moldes: «como yo os he amado» muestra la novedad de este amor, sus proporciones, sus consecuencias. Jesús «nos amó hasta el extremo» (Jn 13,1), a tope, hasta el máximo. Este amor no es un sentimiento fugaz, un afecto inconsistente o sin consecuencias: es creativo, es afectivo y efectivo, es de complacencia y de benevolencia porque demuestra la calidad del corazón desbordante de un Dios buenísimo, y la fuerza del creador que «hace salir el sol para buenos y malos» (Mt 5,45) y que quisiera –respetando nuestra libertad— que llegásemos a ser uno con Él», en perfecta comunión, y que envía a su Hijo al mundo para dar la vida amándonos y conseguir la más alta comunión de vida.

No comprenderíamos casi nada si redujésemos o simplificásemos este amor en un simple sentimiento. Se trata de algo con grandes consecuencias y comprometedor y, por eso, exigente. San Pablo propone la caridad como fruto del Espíritu Santo (Gal 5,22). Dice que es el mejor de los carismas (1 Cor 12,31), el mayor regalo de Dios; y en su Carta a los Corintios nos deja un cántico que es la página más elocuente. San Juan dice, además, que tener caridad es vivir en la luz, pasar de la muerte a la vida, es un signo de Dios (1Jn 2,10; 3,14; 4,20).

Fijémonos ahora solamente en un aspecto: cómo afecta este amor a la vida diaria. Hay que pensar que mucho, pues el amor era el distintivo de la primera comunidad cristiana (cf. Hch 2, 44s). Cuantos conocían a aquellos cristianos decían con admiración y envidia: «¡Mirad cómo se aman!». ¿Nos imaginamos su entrega, su servicialidad, su capacidad de acoger a todos, de disculpar sus defectos, de corregirse con humildad, de ayudarse en todo, también en ser fieles a Cristo y su enseñanza? Amar es darse, es valorar al otro, es compartir, confiar, fiarse, dejarse querer, escucharse, buscar siempre su bien, defenderse mutuamente, compartir con buen humor, alegrar la vida a los demás…

Es un ideal muy alto, sin duda, que nunca podremos poseer por completo, pero que, si el nos posee a nosotros, si llena nuestro corazón, nos elevará hasta límites insospechados. Por eso necesitamos sentirnos amados por Dios, que es Amor, y arrastrados por Él imitando a Cristo, nuestro modelo de caridad. Amar como Jesús, y a los demás como a Jesús, es más que como a ti mismo, y esto es fruto de la gracia sobrenatural que nos da Dios en el Bautismo, en la Eucaristía, en el Perdón.

Un buen cristiano se inventó los «estatutos de la amabilidad» y los tenía enmarcados en su cuarto para repasarlos a diario. Forman una especie de código de la felicidad sencillo, de andar por casa, pero sincero y realista. Escribió así:

• Sonreir siempre a las personas con las que convives

• Ofrecerte siempre para ayudar

• Evitar o suavizar las penas a los demás

• Contener todo gesto de impaciencia o mal humor

• Cuidar especialmente a las personas difíciles

• Mandar siempre con benevolencia

• Ser comprensivo con los defectos y miserias del prójimo

• Excusar y defender a los que han fallado

• Corregir con delicadeza y sintiendo dolor por ello

• Ser respetuoso y cortés sin ser empalagoso

• Hablar siempre bien de los demás o mejor callar

No esta mal ¿verdad? Pues aunque viviésemos esto perfectamente no terminaríamos de saldar la deuda de amor que tenemos con Dios, pues sin su compasión por nosotros, sin su misericordia, ni existiríamos. Pero, al menos, le permitiríamos entrar en la vida del mundo y hacerlo más justo y amable, más feliz. Lo decía el Papa al convocar este año jubilar: «Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre. Por esto he anunciado un Jubileo Extraordinario de la Misericordia como tiempo propicio para la Iglesia, para que haga más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes» (Misericordiae Vultus, n.3).

Si lo intentamos al menos al fin de nuestra vida podrá reconocernos Dios como hijos semejantes a Él, pues, como dice San Juan de la Cruz, «al caer de la tarde seremos examinados sobre el amor». Es lo que quedará entonces, lo único consistente que podremos llevarnos a la otra vida, el verdadero tesoro, la mejor inversión. Por eso dice San Agustín: «El amor es mi peso». Si no tengo caridad no soy nada (1 Cor 13,2). Es cierto, como titula el Papa su libro, que «El nombre de Dios es misericordia», pero también el nuestro debería serlo.

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