La fiesta de Cristo Rey nos propone que reconozcamos a Cristo como Señor de nuestras vidas. Hemos recordado el misterio de nuestra salvación, esto es, el misterio del amor de Dios al hombre, ese amor del Padre que se ha desbordado hacia la humanidad y que ha tomado cuerpo y carne en Jesús. Ese amor, que nos hace a todos hermanos, nos llama e invita a aceptar a Cristo como el camino, la verdad y la vida, y así nos hace miembros del Cuerpo de Cristo, para participar de su divinidad ahora y para siempre. Contemplamos con admiración los atributos de la realeza de Cristo: su trono, la cruz; su corona, las espinas; su manto real, la sangre bañando su espalda; y su sentencia, el perdón. Nos extraña la diferencia de la realeza de Cristo con el poder de este mundo, porque el poder de Cristo es servicio y no opresión, su riqueza está en desprenderse y no en oprimir a los demás, su gobierno es ofrecimiento y no imposición, su autoridad surge del ejemplo y coherencia de su vida, su esplendor y gloria no le viene por el título de rey sino por su humildad y obediencia al Padre.
Jesús fue proclamado rey en la cruz con aquella inscripción escrita por Pilatos donde se le proclamaba “Rey de los Judíos”. En aquel momento, en la cruz, se muestra que es rey, y como rey sufre con nosotros, por nosotros, amando hasta el fondo y de este modo gobierna y crea verdad, amor y justicia. Ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de expiación, Jesús se convierte en Rey universal, como declarará Él mismo apareciéndose a los apóstoles tras la resurrección: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18). La realeza es el ser de Cristo entretejido de humildad, de servicio, de amor y sobre todo servir, ayudar, amar. De este modo, comprendemos que su realeza es un título de confianza, de alegría y de amor. Jesús es confirmado como Rey y Señor porque acepta su condición de Hijo, su condición de ser humano, dejando la última palabra sobre su vida y sobre su historia al Padre
Jesús es el abrazo de Dios a toda la creación. En Él, la humanidad ha recuperado la imagen y semejanza con Dios que perdió en el origen. Así, en la Última Cena, se inclina para lavar los pies a los suyos y nos sienta a su mesa. Por lo tanto, la realeza de Jesús no tiene nada que ver con la de los poderosos de la tierra. Es un rey que sirve a sus servidores, como ha demostrado a lo largo de toda su vida. Jesús tiene el poder divino de dar la vida eterna, de liberar del mal, de derrotar al dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, traer paz en las contiendas, ofrecer la esperanza en la desesperación.
También nosotros somos un pueblo de reyes que debe vivir el gobierno de las cosas creadas y de nuestra propia vida como una realeza de servicio. El Señor nos repite: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. “Aprended de mí”. Si, la humildad es necesaria para poder recibir la revelación de Dios, para poder llegar a esa intimidad con Él, que Dios nos quiere dar. La Escritura lo repite con fuerza: Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia. La humildad parece una condición, no ciertamente para que Dios se pueda revelar, sino para que se pueda acoger esa gracia de Dios.
Con la Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, concluimos el año litúrgico, ensalzando una vez más el señorío de Cristo. Él es el Alfa y Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso. Cristo vino al mundo para testimoniar con su vida la verdad y el amor de Dios. Escuchemos su voz y oremos para que venga a nosotros el reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.
+ Rafael Zornoza
Obispo de Cádiz y Ceuta