Fallece el sacerdote gaditano José María Alcedo Ternero a los 83 años

Diócesis de Cádiz-Ceuta
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Durante la mañana de hoy, ha fallecido el padre José María Alcedo Ternero, ese sacerdote constante, tranquilo y paciente que, a pesar de su serena lucha contra un ictus cerebral y contra su crónica neumonía, mantenía intactos aquellos deseos alimentados desde la niñez de seguir a Jesús de Nazaret y de entregar su vida a la enseñanza del Evangelio y a la oración permanente. Hace escasas fechas él me explicaba su convicción de que la mejor manera de vivir el amor era conversando con Jesús ante el sagrario y celebrando el «don por excelencia» que es la Eucaristía. “Aquí recluido en la Residencia de San Juan de Dios, y, postrado en la cama, vivo el sacerdocio con la misma ilusión que vivía las demás tareas pastorales en las parroquias del Rosario de Cádiz, Santa María la Coronada de San Roque, San Mateo de Tarifa, San Francisco Labrador de Los Barrios y San Juan Bautista de Chiclana”. El padre José María, efectivamente, se entregó de manera plena a la evangelización, a la catequesis y a las celebraciones litúrgicas como -son palabras suyas- “servicios sacerdotales ineludibles a Jesús, a los fieles, a la Iglesia y a los demás miembros de la sociedad, a los creyentes y a los no creyentes”.

A lo largo de más de sesenta años de servicios pastorales conjugó con singular destreza la fidelidad inquebrantable al Evangelio con una profunda pasión por la Iglesia y con una entrega a los feligreses sobre todo a los más desfavorecidos. Permanentemente atento a lo que pasaba en su entorno, defendía con firmeza sus hondas convicciones, encaraba con fortaleza las dificultades de la vida y afrontaba con confianza las ineludibles adversidades. “Tenemos -repetía- que confiar en el amor misericordioso de nuestro Padre que está en el cielo y en la tierra, en las iglesias, en las calles, en nuestras casas y en el fondo de nuestros corazones”, y explicaba aquella frase del Evangelio: “Él se manifiesta, no tanto a los sabios y a los entendidos, sino a la gente sencilla”.

Estaba convencido de que la oración sólo es cristiana si es una conversación con el Padre nuestro, con el Dios de Jesús, el amigo de los pobres, el defensor de los desvalidos, el que se ha encarnado para “buscar y para salvar lo que estaba perdido”. Por eso nos animaba para que, insistentemente, diéramos gracias por las cosas buenas con las que podíamos disfrutar y ayudar a los demás. En el reciente cambio de impresiones que he mantenido con varios de sus amigos sobre la fortaleza con la que José María -un esperanzado creyente- ha sobrellevado sus dolencias, todos hemos coincidido en que la clave fundamental residía en su plena conciencia de los límites de nuestra existencia humana y en la absoluta confianza que él depositaba en la ayuda permanente de Jesús de Nazaret: en su conciencia humana y en su sentido de la trascendencia, en su realismo y en su fe. Con sus hermanos María del Rosario -modelo incansable de entrega servicial, gozosa y esperanzada, coherente con su manera de pensar, de rezar, de trabajar y de servir- y con Antonio María -también sacerdote entregado plenamente al servicio de la Diócesis-, somos muchos los amigos, los compañeros y los feligreses que sentimos dolor por esta pérdida. Que descanse en paz.

José Antonio Hernández Guerrero

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