Con el Domingo de Ramos entramos en la Semana de Pasión. Acompañamos con nuestras palmas a Jesús que entra en Jerusalén aclamado –lo que prefigura ya su victoria— pero para ser enseguida entregado y padecer y morir por nosotros. Accedemos así de lleno a la “semana grande” de la Iglesia, en lo profundo de la celebración de la Muerte y Resurrección del Señor, algo de lo que nos hemos apropiado desde el Bautismo, recibiendo de este modo el ser hijos de Dios para poder caminar como discípulos de Cristo.
Dice el evangelista San Juan que «de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna» (3,16). Esta poderosa verdad nos recuerda que cada uno de nosotros es valioso y amado. Si abrazamos este amor, permitiremos que transforme nuestras acciones y pensamientos liberándonos de la tiranía del pecado y asumiendo la victoria de Dios en nuestra propia carne.
La Semana Santa es para sumergirnos en la profundidad de los misterios que celebramos. Es un tiempo sagrado, un momento para reflexionar sobre el sacrificio de Cristo y la inmensa gracia que nos ofrece. Recordemos que, como cristianos, estamos llamados a vivir con amor, compasión y esperanza, reflejando la luz de Cristo en nuestras vidas. Cuando contemplamos a Dios, el Infinito, el Todopoderoso, sucumbiendo a la flaqueza y temblando en Getsemaní, comprendemos que en vez de haber tomado, al encarnarse, un cuerpo glorioso, tomó un cuerpo mortal como el nuestro para hacer divina en Él a nuestra flaqueza.
Todos los buenos cristianos, y especialmente los santos, han crecido, han progresado y se han hecho mejores, contemplando la Pasión del Señor. Santa Catalina de Emerick, conocida por sus visiones místicas y profundas reflexiones sobre la Pasión de Cristo, se conmovía al meditarla hasta estremecerse con ella, al comprender, sobre todo, el amor inmenso que Él mostró al sacrificarse por la humanidad. Al contemplar su sacrificio, encontraba en él una fuente de fortaleza y esperanza, recordando cómo cada dolor y cada momento de sufrimiento de Cristo estaban llenos de amor y redención. También a nosotros esta contemplación nos lleva siempre a la profundidad del amor divino y la importancia de la compasión en nuestras propias vidas, a una mayor entrega personal, a un deseo de entrega dando la vida por los demás.
Os animo a participar en las celebraciones litúrgicas, especialmente en los oficios del Jueves, Viernes, y Sábado Santo, y Domingo de Resurrección, a meditar la Pasión de Cristo, contemplar al Señor en los pasos de nuestras procesiones. Cuánto mejor si compartimos estos momentos significativos en familia, con nuestros seres queridos o nuestros amigos. Que cada oración, cada acto de bondad y cada reflexión os acerque más a la esencia de nuestra fe. Vivamos esta Semana Santa con el corazón abierto, dispuestos a recibir y a dar amor, tal como Cristo nos enseñó. Acompañar al Señor que da la vida por nosotros nos hará sintonizar mejor con sus sentimientos de servicio, de misericordia y perdón para con el prójimo, de obediencia al Padre haciendo la voluntad de Dios.
San Antonio de Padua decía: «Debemos meditar a menudo la Pasión del Señor. De ello debemos servirnos como de un sudario, para secar el sudor de nuestras fatigas y la sangre de nuestros sufrimientos. En toda prueba debemos recordar los ejemplos de paciencia que nos dio Jesús.«
¡Os deseo una Semana Santa llena del consuelo de Cristo, de su paz y renovación espiritual, y llegar, finalmente a resucitar con Él, y gozar de su victoria! Recordad que la Pasión de Cristo desemboca siempre en la alegría de la Resurrección. No olvidéis apoyar a los cristianos de Tierra Santa, que sufren el abandono, la guerra y persecución, y resisten con tantas dificultades, con la colecta del Viernes Santo a favor de los Santos Lugares.