Quien se deja guiar por la Iglesia a través de la Liturgia puede experimentar los frutos de la Pascua en su propia vida. Hace algo más de sesenta años, en el primer documento aprobado por el Concilio Vaticano II, la Iglesia nos enseñó que la liturgia es fuente y cumbre de la vida cristiana (SC 40). Vivir del amor de Cristo requiere tomar parte en las acciones que Él confió a su Iglesia para comunicarnos su misma vida. Por eso, cuando se abandona la participación en los sacramentos y en las celebraciones de la Iglesia, la caridad se enfría, la fe se debilita y la esperanza se pierde. Por el contrario, cuanto más se deja moldear la vida por la acción de la gracia regalada en las acciones litúrgicas, más ardiente es la caridad, más firme la fe y más alegre la esperanza.
Durante la cincuentena pascual se nos propone la lectura del libro de los Hechos de los apóstoles que refiere la historia de la Iglesia nacida en Pentecostés cumpliendo la misión evangelizadora que Cristo le ha confiado. Es una historia marcada por la novedad: viniendo Cristo a este mundo ha traído consigo toda novedad; con su pasión, muerte y resurrección ha comenzado la renovación de la creación a partir de la humanidad reconciliada. El Espíritu Santo sostiene a los discípulos en el testimonio que Cristo había anunciado: con su vida y con sus palabras, con su modo de padecer y reaccionar, y con sus silencios, proclaman al mundo entero la victoria de la Pascua. El testimonio conlleva la superación de todos los miedos y la audacia de asumir el estilo mismo de Cristo. En el amor mutuo se reconoce a los discípulos del Resucitado. La experiencia del encuentro con Jesucristo trae la paz, disipa las dudas, destierra el terror. Jesús abre a los apóstoles y discípulos el entendimiento para comprender las Escrituras. Ahora podrán recuperar sus palabras y comprender con crecida inteligencia lo que había anunciado.
Fruto palpable de la Pascua es el deseo creciente de encontrarse con Cristo en su palabra. Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo, afirmaba san Jerónimo. Por el contrario, quien alimenta su fe con la Palabra divina, experimenta cómo su corazón arde y reconoce a Jesús al partir el pan. Para recuperar la audacia del testimonio cristiano y ser portadores de la luz de Cristo, acojamos su palabra y hagamos de ella nuestra norma de vida, como María Santísima.
Al llegar con la Iglesia a la tercera semana de Pascua hacemos nuestra la petición de la liturgia: «Señor Jesús, explícanos las Escrituras; haz que arda nuestro corazón mientras nos hablas».
+ José Rico Pavés
Obispo de Asidonia-Jerez