Mi hija se ha ido a monja

Artículo semanal del Obispo de Asidonia – Jerez, D, Juan del Río Martín. La Iglesia celebra el dos de febrero la festividad de la Presentación de Jesús en el Templo, en esa fecha tiene lugar la Jornada Mundial de la Vida Consagrada cuyo lema de este año es: El Evangelio en el corazón. La vida religiosa en todas sus formas tiene estrecha relación con la Palabra de Dios, detrás de una monja, fraile, religiosa, religioso, consagrado está un dicho o hecho de Jesús que cautivó a ese fundador y dio como consecuencia el nacimiento de una nueva familia de consagrados para el bien de la edificación de la Iglesia y de su misión evangelizadora en el mundo.

 La Vida Consagrada en sus dos modalidades: contemplativa y activa son los dos pulmones de toda comunidad eclesial. Su presencia entre los hombres representa la geografía de la oración, del apostolado, de la caridad. Todo ello vivido según los consejos evangélicos en fraternidad cristiana, sometidos a sus propios superiores y en comunión con los sucesores de los apóstoles. La Iglesia no puede prescindir de este gran tesoro de fidelidad a Dios y de servicio a los más necesitados. El pueblo cristiano actual ha de despertar de su adormecimiento y tomar mayor conciencia de cooperación en el resurgimiento vocacional  para extender el Reino de Dios y su Justicia (cf. Mt 6,33).

Entrar hoy en “religión”, como se decía antiguamente, es remar contra corriente. Es para gente muy centrada en lo esencial de la fe, que  no desea someterse al pensamiento único, que no se conforma con el hedonismo placentero dominante, que tienen muy claro que los pobres no son artículos de modas ideológicas, que han descubierto a la Iglesia como el mayor espacio de libertad personal y comunitaria, que se han enamorado apasionadamente de la forma de vivir el Evangelio de un fundador. Ser religioso o religiosa, es optar por una forma de vida que no se cotiza, que no tiene aplausos, en el que no hay seguridades. Sin embargo, es la manera más bella de vivir la vida “escondida en Cristo” (Col 3,3), de ser “sal y luz del mundo” (Mt 5,13-16), de encarnar el espíritu de las Bienaventuranzas.

Al inicio del nuevo milenio el clima social y cultural es muy adverso tanto a la Vida Consagrada como al ministerio sacerdotal. Hay que alejar esa idea de que los curas, frailes y monjas son “especie en vía de extinción”. Dios no abandona a su Iglesia y cuando parecen agotarse las aguas del pozo eclesial de Europa, surgen abundantes vocaciones en países de otros continentes. Cuando un carisma se apaga, brotan otras formas de vida consagrada. Pero aún entre nosotros, hay jóvenes que con la gracia de Dios rompen con los esquemas establecidos y entran en una orden, congregación o instituto secular. Si comparamos la generosidad y otros elementos de la familia de ahora y aquellas de prole numerosas de hace unas décadas, veríamos que las proporciones y los números nos hablan de otra realidad. Todavía hay madres y padres cristianos que se alegran cuando una hija o hijo se van un convento o a misiones. ¡No está tan seco el hontanar de nuestras comunidades cristianas! 

Podemos estar tan obsesionados por el número y la suplencia en los diversos servicios y no dar gracias al Señor por ese gran testimonio de fidelidad que hoy representan tantos y tantas religiosos que mueren sin  “haber puesto la mano en el arado y mirado atrás” (Lc 9,62). El gran ejemplo de humildad y anonadamiento que en estos momentos supone aceptar la realidad que Dios nos envía y tener que cerrar casas y reestructurar las provincias. Y por último, los testimonios del servicio a los pobres, ancianos, enfermos, niños, y jóvenes, cuando el otoño de la existencia toca a retirada, ellos y ellas están allí hasta que llegue la “hermana muerte”, que en no pocos casos tienen el nombre de martirio.

+ D. Juan del Río
Obsipo de Asidonia – Jerez

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