María Reina de la Familia

Conferencia Preparatoria de la Coronación Canónica de María Santísima de la Aurora de Granada, pronunciada por Mons. José Mazuelos en el CC. Nuevo Inicio, el pasado 21 de octubre.

Excmo. Sr. Arzobispo D. Javier Martinez, Hermano mayor y Junta de Gobierno de la Hermandad de la Aurora, queridos hermanos todos en el Señor.

Como habéis podido comprobar el título de la conferencia coincide con la invocación que Juan Pablo II aprobó por un Decreto de la Congregación para el Culto Divino, que incluye en la Letanía Lauretana, de manera oficial y para toda la Iglesia, la invocación “Reina de la Familia”. Esta invocación nos interpela a todos, para que tomemos conciencia de los grandes problemas que afectan actualmente a la institución familiar y  nos sirve para pedir a la Virgen su maternal protección sobre las familias zarandeadas por tantas dificultades. A su vez, dicha invocación nos recuerda que Dios otorgó un gran valor a la familia, pues cuando preparó el plan de salvación de los hombres, nos envío a su hijo y lo hizo como parte de una familia y como hijo de María. Por tanto, invocar a María Reina de la familia es un signo que manifiesta dónde encontrar la luz y la fuerza necesaria para construir la propia familia y una invitación a mirar cómo ha tratado Dios a la familia, y seguir ese modelo familiar en forma consecuente, para poder así recuperar la salud del matrimonio y ser testigo del fin de la angustia y el temor de muchos hombres, mujeres y niños.

Pues bien, es el objetivo de nuestra conferencia, acercarnos al modelo familiar que Dios ha propuesto para la humanidad. Para llevar adelante nuestro objetivo, articularemos nuestra reflexión en torno a María, acudiremos con Ella a su escuela familiar para así poder aprender a vivir la familia en nuestros días. En dos partes dividiremos nuestra exposición. En la primera teniendo de fondo la huida a Egipto profundizaremos en los ataques a la familia cristiana en nuestra cultura. En el segundo, acudiremos a la escuela de Nazaret para contemplar y aprender de María virgen, esposa y madre.

I.- La pesadilla de Belén y la huida a Egipto.

Hace dos mil años aquella sagrada familia tuvo dificultades de todo tipo: no había sitio en la posada y no se le daba cobijo, no se prestó  la ayuda necesaria a una joven madre que quería sacar adelante a su hijo, y cuando éste nació de pronto se le tuvo miedo y se decretó legalmente su destrucción con la matanza de los inocentes. Hoy esta institución humana fundamental vive de nuevo la persecución de quienes tienen miedo a la familia, de quienes no protegen la vida ni la quieren verdaderamente educar. La narración evangélica nos hace descubrir el drama de la familia, de toda familia: la continua persecución por el poder de este mundo.

También hoy los poderes de este mundo buscan arruinar la construcción divina de la familia y para ello lo hacen atacando a sus dos pilares unitivo y procreativo. Así por una parte se ataca  a su fundamento natural, esto es el matrimonio y por otra a la maternidad. Pasaremos a exponer cuales son esos ataques y en qué antropología está cimentada.

I.1.- Ataques a la familia

1.- Hay una amenaza sobre el fundamento natural de la familia, esto es el matrimonio, estableciendo dos rupturas, ya adelantadas por Pablo VI en la Encíclica Humanae Vitae Una ruptura entre sexualidad y matrimonio, con el supuesto “amor libre” sin compromiso institucional alguno y una ruptura entre sexualidad y amor, siendo el sexo un deseo o un juego de placer en el cual el amor puede aparecer o no.

Dichas rupturas conllevan, por un lado, la degradación de la dignidad del matrimonio que viene equiparado con uniones que nada tiene en común con él, como es la libre convivencia o el matrimonio homosexual. Por otro, la introducción en la conciencia social de un desprestigio de la relación conyugal.

Confirma lo dicho la promoción en nuestra sociedad, con todos los medios disponibles, de “normalizar” una vida sexual plena desligada de compromisos y de cualquier relación con la familia tradicional. Se promueven las parejas de hecho (convivir “maritalmente” pero sin ningún compromiso matrimonial), se presenta la homosexualidad como algo plenamente normal y aceptable (con la defensa de un presunto derecho al acceso al “matrimonio” de los homosexuales), se agiliza el divorcio con el divorcio Express, es decir, con la simple petición de uno de los contrayentes, y sin necesidad de ofrecer un motivo válido para tal petición, legalizando así el repudio, algo que el mundo occidental había considerado siempre como un acto gravemente injusto, y que ahora está siendo presentado como una forma rápida de divorcio. Se promueve la “ideología de género”, se facilita el acceso de los adolescentes (menores de 18 años) a la vida sexual libre y sin represiones (incluso al aborto libre sin el permiso de sus padres).

La creciente mezcla de personas de distintas culturas en todo el mundo será pronto motivo para repensar el matrimonio monogámico y para abrir un espacio jurídico a la poligamia, con todo lo que ella implica de discriminación hacia las mujeres a las que precisamente algunos dicen querer liberar y defender.

2.- El otro gran ataque a la familia es sobre la procreación, que se manifiesta en la dificultad o incluso en el rechazo de asumir el peso, que se advierte como excesivamente gravoso, de dar la vida a los hijos, o bien en el crecimiento de la mentalidad del “derecho a tener un hijo”.

Aumentar la familia, más allá de la pareja, no se da ya como algo que viene por sí, no se acepta como una dinámica de desarrollo natural del amor conyugal. Hoy más bien se vive como una decisión a tomar, una grave decisión, y a menudo la autorrealización de la misma pareja pasa a ser un criterio prioritario de tal elección. El hijo aparece como un proyecto humano que es evitado o es, por el contrario, querido directamente, incluso a toda costa, llegando a acudir a los medios artificiales para suplir la esterilidad conyugal. Evitar un hijo o producirlo, parecen dos actitudes contrarias, pero en realidad son las dos caras de una misma concepción del hijo, que pasa a ser visto como el producto de la elección de los padres.

El ataque a la procreación viene especialmente concretizado contra la maternidad mediante el derecho al aborto o el no reconocimiento del derecho absoluto a la vida de todo ser concebido. Y también por el desarrollo de técnicas de reproducción artificial, donde la maternidad se identifica cada vez más con “producir un niño”. Si la revolución sexual quería promover el sexo desligado del hijo, cada vez es más posible obtener (podríamos decir “producir”) un hijo sin sexo. Esto está originando una mayor conciencia de la separación entre sexualidad y procreación,
y permite, a la vez, una creciente tendencia a la selección del hijo según los deseos de los padres (o de los “compradores”).

I.2.- El marco antropológico

Los ataques sufridos por la familia están dando lugar a una transformación social plena en la que el papel de la familia tradicional, transmisora de un proyecto de vida en  común, de la complementariedad de hombre y mujer, el don de los hijos y los valores de la vida se consideran trasnochados y hay que combatir. Pero ante dicha transformación surge irremediablemente la pregunta sobre el hombre. Es decir, hay toda una opción antropológica. Y podemos decir más, detrás de los ataques a la familia hay un intento de imponer una visión concreta del ser humano, que podemos sintetizar en los siguientes puntos.

1.- Los ataques a la familia se fundamentan en una antropología atea, que no sólo niega a Dios creador, sino que además reivindica la negación de Dios como algo imprescindible para que el hombre pueda realizarse y alcanzar la plenitud. Una vez eliminado Dios es posible establecer las rupturas entre sexualidad, matrimonio y amor. Sin Dios el ser humano no es nada previamente dado, sino lo que cada uno decide ser libremente. No tiene naturaleza ni esencia. Estas se van labrando al filo de sus actos libres y, por consiguiente, son posteriores al hecho de existir. Son una consecuencia. Por eso el hombre es todo él elección radical y necesaria. Si el hombre es libertad radical, debe entenderse como proyecto de sí mismo, en el sentido de que construye su ser siguiendo el camino libremente elegido por él.

Ahora es posible atacar el matrimonio y la familia desde la ideología de género. Ésta intenta alcanzar la igualdad plena entre el hombre y la mujer a través de la desaparición de cualquier diferencia, sustituyendo la naturaleza por la construcción social y cultural. Para ello parte de dos supuestos abstractos e irreales: la idea de que el hombre no tiene una naturaleza o que ésta es irrelevante y la idea de que la relación entre hombre y mujer es expresión de un conflicto por el poder. Por tanto, la dimensión sexuada de la persona humana viene negada y combatida, intentando así obtener una ruptura de la sexualidad de todo proyecto existencial.

2.- Eliminado Dios, el ser humano se convierte en una pieza más carente de todo sentido trascendente. Nos encontramos con un materialismo que no es más que la afirmación absoluta de la inmanencia del ser humano. Esto da lugar a una antropología individualista y subjetivista. El ser humano viene concebido como un individuo que tiene como centro el cuerpo, concebido como fuente del deseo, de las pulsiones y, sobre todo, como templo del placer.

La persona humana se transforma en un individuo, que tiene el derecho a satisfacer sus deseos sexuales y sus necesidades reproductivas sin infectarse y sin embarazarse, para lo cual necesita un control total de la fertilidad hasta el extremo de tener acceso al aborto cuando falle cualquier otra medida. Esto origina, por una parte, que la persona queda liberada de su propia responsabilidad en aspectos tan centrales como son su misión de transmitir la vida y de construir una comunidad de vida, de amor y de destino con su cónyuge. Por otra, la imposibilidad de construir una convivencia social, ya que ésta es imposible cuando se acepta que los derechos humanos de la mujer —o del varón— pueden violar los derechos del cónyuge o del hijo que está por nacer.

II.- La familia de Nazaret

Analizadas las amenazas que acechan a la familia, acudiremos a Nazaret donde es posible contemplar la reconstrucción de toda familia humana en su verdad y en su espléndida belleza. Contemplando Nazaret nos introduciremos en el maravilloso mundo de la familia, que como afirmaba Juan Pablo II, es “la primera y fundamental estructura a favor de la ecología humana en cuyo seno el hombre recibe las primeras y determinantes nociones sobre la verdad y el bien, aprende qué quiere decir amar y ser amado y, por tanto, qué quiere decir en concreto ser una persona humana”1. Contemplaremos, en un primer momento el sí de María tras la anunciación del Angel Gabriel. Posteriormente nos detendremos en Nazaret para que María nos explique su ser esposa y virgen. Nos trasladaremos con Ella hasta Caná para saborear el vino bueno que ha traído su Hijo para la vida matrimonial. Por último, como los Magos, nos introduciremos en Belén para vivir con María la maternidad.

II.1.- El Sí de María

Lo primero que nos encontramos al acudir a Nazaret es a María, la Mujer Inmaculada, que expresa la feminidad en toda su verdad y bondad. Ella vive plenamente en el mundo sin experimentar ninguna oposición a Dios hasta el extremo de que la primera estancia del Dios hecho hombre es su cuerpo, que Dios mismo lo considera digno de sí. Es la apertura total y absoluta al proyecto de Dios la gran virtud de María. Es la apertura incondicional a Dios la razón y la vida de María. Es el Fiat de María y la humildad de José el origen de la familia de Nazaret. Nazaret nos sitúa ante la nueva creación, el nuevo Adán y la Nueva Eva. Nos sitúan ante el misterio del origen de la familia y del amor, pudiendo afirmar que la familia y el matrimonio han sido pensados y querido por Dios mismo. Hay un proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia

El hecho de afirmar que el matrimonio y la familia son obras de Dios implica las siguientes consecuencias:

1.- Dios ha diseñado su proyecto en la naturaleza misma de la persona. El plan de Dios ha quedado grabado en la creación del hombre y la mujer. Dios escribió su lenguaje en el cuerpo humano. Es decir, la persona humana está hecha de tal modo que el matrimonio y la familia son uno de los lugares fundamentales en los cuales se revela y se  realiza. El matrimonio y la familia manifiestan a la persona humana en su más íntima verdad. La masculinidad y la feminidad califican a la persona, es una cualidad de la persona humana y no sólo del propio cuerpo. Es el modo de ser originario de la persona.

2.- Hombre y mujer tienen necesidad el uno del otro para desarrollar la propia humanidad, es en la relación recíproca donde ambos se vuelven conscientes de que la plenitud puede ser alcanzada sólo entregándose desinteresadamente al otro. De hecho la diversidad sexual conlleva la complementariedad, que afirma: “No me basto a mí mismo, tengo necesidad de ti”. A su vez, “Abrirse al otro sexo es el primer paso para abrirse al otro, al diferente, que es el prójimo, hasta el Otro, con mayúsculas, que es Dios” y aquí radica la dimensión trascendente de la persona y del amor humano2. En esta perspectiva el sexo no se presenta como privilegio o como discriminación, sino como oportunidad de realizar la propia humanidad. Por tanto, afirmar que el matrimonio y la familia son obras de Dios supone afirmar que el matrimonio es un gran acto de humildad y de trascendencia. Es una apertura plena a Dios como la de Mar
ía y una entrega al proyecto de salvación de Dios como la de José. No es posible construir la familia cristiana en un marco ateo-materialista, sino que es necesario introducir el matrimonio y la familia en el horizonte de Dios.

En definitiva, afirmar que el matrimonio y la familia son obras de Dios es tener la certeza de que por muchos ataques que sufran o por muchos momentos que pasen de graves de crisis, como la actual, ellas nunca podrán ser destruidas o negadas. Son obras de Dios3.  Por tanto, la familia de Nazaret es una fuerza de ánimo a todas las familias y una llamada a no tener miedo, pues la victoria final es de nuestro Dios. Es una invitación a desafiar a Herodes aun cuando ello nos lleve a tener que vivir como exiliados por defender la verdad. Es una invitación a vivir el matrimonio como sacramento, es decir, signo de la presencia de Dios en medio del amor de los esposos.

II.2.- María,  esposa y virgen

En nuestro paso por Nazaret se nos muestra el gran misterio de María esposa y Virgen. María es la esposa Virgen. Ella en su virginal entrega al Señor, sabe qué significa el amor. Es, por tanto, capaz de amar a José con un amor conyugal (son verdaderos esposos) haciéndole participar al mismo tiempo del don de la virginidad. Toda mujer sólo puede participar de esta plenitud y gustar la belleza del amor de forma fragmentaria, pero en María se da de forma total y plena.

La contemplación de los esposos de Nazaret nos muestran algo fundamental para construir la familia: la virtud de la castidad. Dicha virtud no es fácil de entender. A veces se la confunde con la continencia (con un mero aguantarse). De este modo se la ve como enemiga de la libertad del amor, de su espontaneidad. Pero no, la castidad es la virtud de los amantes y su esencia es el arte de amar, que como un dúo de violines se toca siempre en pareja; por eso es necesario armonizarse con el otro. Pues bien, la castidad es esa coordinación sinfónica, que se da primero en el sujeto mismo y, después, en compenetración con la persona amada. Se hace así posible una connaturalidad con el otro que lleva a una alegría compartida. La pulsión y el deseo se dejan plasmar ahora por la inteligencia y por el don de sí, humanizándose y llenándose de sentido. Es tarea que se realiza en común. Se aprende a ver, sentir, querer juntos4.

Por consiguiente, el amor que se aprende en Nazaret es el amor que ve la dignidad de la otra persona y suscita un sentimiento de veneración por ella, que toma cuerpo en el deseo de donación al otro. Ahora es posible donar al otro aquello que poseemos, aquello que tenemos (tiempo, dinero, etc.), y también es posible donarse a sí mismo. Es esta donación de sí mismo lo que constituye el amor conyugal y consiste en una donación total, definitiva y eternamente fiel, ya que es fruto de haber visto una preciosidad tal que merece la propia persona. Entre las miles de personas que ha visto, ésta ha sido vista con una luz singular "ésta es única y merece el don total y definitivo, no de todo aquello que tengo, sino de aquello que soy: de mí mismo". Cuando esto ocurre la persona no se pertenece más a sí mismo, sino que se ha donado para siempre. Y es esa donación total y definitiva la descubrimos en Nazaret y en Belén cuando contemplamos a José y María venerando al amor. Es en Belén donde descubrimos que el amor conyugal no sigue la lógica del derecho a ser feliz, sino la lógica del amor en donde cada uno es dominado por la exigencia de donar más que de recibir. Quien más gana es aquél que más ha dado.

Es en este marco de apertura a Dios, de amor y de donación total, donde María  nos muestra el arte de amar y los dos modos de vivir la vocación al amor: el matrimonio y la virginidad.

II.3.- Las bodas de Caná

Continuando de la mano de María, nos acercaremos a las bodas de Caná de Galilea para profundizar sobre el matrimonio y la fuente del amor que lo nutre. En Caná, descubrimos que el agua queda transformada en vino, dando lugar a que el amor conyugal se transforme en caridad conyugal. No pierde las cualidades que tenía, sino que alcanza la plenitud a la que está ya destinado desde la creación. Pero antes de saborear el vino bueno nos detendremos a en las tinaja llenas de agua, es decir, en el misterio del amor y en su origen. 

Haced lo que Él os diga

La falta de vino nos pone por delante una problemática del matrimonio. Podríamos decir que, la carencia del vino nos introduce en la discusión de los fariseos con Jesús donde en el Evangelio de Mateo le preguntan ¿Es lícito para un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo? (Mt 19,3). La pregunta tiene de fondo cuestionar si el matrimonio y la familia forman parte del ser ontológico de la persona humana, querida por Dios, o bien, es algo superficial a la misma y, por tanto, puede abarcarse desde un simple contrato que se puede romper.

Pues bien, obedeciendo a María, haremos lo que Jesús nos dice y escuchando su repuesta a los fariseos nos introduciremos en el origen, esto es, en la creación.

Lo primero que descubrimos al contemplar la creación es ver que Dios escribió  su lenguaje en el cuerpo humano. Pudo hacerlo así porque nuestro cuerpo no es un simple objeto, ni un mero instrumento. Por el contrario, el cuerpo humano es la encarnación de un alguien, es un cuerpo personal. La creación del ser humano a imagen y semejanza de Dios afirma que, esa imagen, está inscrita en él en cuanto que ha sido creado como varón y mujer, de tal forma que la plenitud del hombre se encuentra en una comunión de personas, cuyo primer vínculo viene significado por la complementariedad sexual.

Por otra parte, si seguimos contemplando el principio, descubrimos que Dios crea de la costilla de Adán a Eva, que fue hecha, por tanto, con su misma dignidad. Cuando Dios estaba amasando el barro del cuerpo humano, pensaba en el ser humano como una unidad de dos, hombre-mujer, llamados a vivir en comunión. Por ello, al insuflar su Espíritu su hálito vital, introdujo en sus cuerpos una tensión, una atracción mutua, de modo que ya no pudiese prescindir el uno del otro. Es más en dicha atracción ambos aprenden el misterio de una presencia nueva. La otra persona ha entrado dentro de uno; ha venido a habitar en el interior del otro haciendo más grande la propia morada hasta el extremo de que sólo cuando aman pueden llegar a ser sí mismos5.

En definitiva, en el relato sobre la creación del Génesis no hay ninguna referencia a una subordinación de la mujer al hombre, sino que los dos son vistos en un plano de igualdad. Aparece de esta forma la sexualidad integrada en la vocación originaria de comunión y amor. El lenguaje de lo masculino-femenino es el lenguaje del don total. En cuanto tal es lenguaje intrínsecamente, esencialmente conyugal. El ser sexuado humano está orientado a la relación conyugal y en Cristo a la virginidad consagr
ada.

A la luz de lo dicho, podemos afirmar, por un lado, que amamos como somos, como personas. No es posible hablar de amor si este no es personal. Por otro lado, que el amor verdadero es aquél que empeña a toda la persona: cuerpo, espíritu, sentimientos y voluntad; y su expresión sexual propia exige una donación total de los implicados.

El hombre y la mujer, que viven una relación íntima, no se encuentran sólo a nivel psicofísico. Su encuentro es de carácter espiritual, esto es personal. No existe una comunión de cuerpos vivida emotivamente, sino que hay una comunión de personas vivida en la libertad de la donación de sí mismo. Por tanto, a la luz de la concepción del ser humano como espíritu encarnado, la sexualidad, como dimensión profunda de la persona, se realiza de un modo verdaderamente humano sólo si es parte integral del amor con el que se empeñan el hombre y la mujer hasta la muerte. La donación física total sería mentira si no fuese signo y fruto de la donación personal, ya que la dimensión trascendente de la persona humana obliga a una integración de la sexualidad en el marco de la persona6.  

Llenad las tinajas de agua

Siguiendo en las bodas de Caná, llenaremos las tinajas de agua. El agua es algo que no se ha acabado en la boda y, por tanto, podemos establecer una analogía entre el agua y el amor humano y su carácter conyugal, fruto de la vocación originaria a la que Dios llama al hombre, creado por amor y para amar.

El carácter conyugal del ser humano, como hemos podido ver, nos lleva a afirmar que todo hombre y mujer se realizan plenamente sólo cuando hacen de su vida un don. Y en este marco podemos señalar que el momento de la unión conyugal constituye una experiencia singular de la verdad del don para los esposos: el hombre y la mujer, en la verdad de su masculinidad y feminidad se convierten en un don recíproco.

El amor conyugal es un amor humano cuyo objeto es la unidad entre un hombre y una mujer. Su razón de bondad es ser  unidad de sus espíritus en virtud de la coposesión de sus cuerpos (dos espíritus unidos en la unidad de sus cuerpos). Esta coposesión de los cuerpos es posible gracias al modo diverso y complementario de ser persona humana masculina y femenina. El amor conyugal tiene un específico carácter sexual, es decir, la relación conyugal es una posibilidad únicamente actualizable a un hombre y a una mujer, pues sólo entre sí existe la conjunción corpórea natural, el hacerse el uno del otro. Es como la concepción de un hijo, exige un óvulo y un esperma, pero el hijo es el resultado de su conjunción. Así el amor conyugal es resultado de la conjunción de las potencias conyugales masculinas con las femeninas y su resultado es el matrimonio.

A la luz de lo anterior, el matrimonio no puede quedar reducido a una convivencia armoniosa entre quienes se ponen de acuerdo, independientemente de su sexo, y mientras duren las circunstancias que la permiten. La unión del varón y la mujer cuando sellan su alianza matrimonial supone que están dispuestos a construir un consorcio para toda la vida, que está ordenado a la mutua felicidad a través de la comunión conyugal y a la transmisión de la vida, ya que el hijo es el don más preciado del amor, y a su educación. Este matrimonio es elevado a través del sacramento, que aporta todas las gracias necesarias para poder ejercer esta misión.

El matrimonio es un acontecimiento gozoso de amor cimentado en la fidelidad y la continuidad. El amor matrimonial es capaz de tener historia, de durar en el tiempo, de construir un edificio y, por eso mismo, una morada habitable. El amor se concibe como acontecimiento bajo el control de la libertad y de la responsabilidad ética de un cuidado y de un trabajo asiduo. Es un amor que engloba a toda la existencia de la persona. Por tanto, no podemos caer en el error, tan frecuente hoy, de considerar que el amor y el amar, es algo ajeno o externo a los amantes mismos. El amor es una dimensión de la persona, no es un ente extraño, ajeno a ella, venido de otra galaxia, que irrumpe sometiendo y apoderándose de sus inclinaciones.  No, el amor no es algo ajeno a la persona. Son éstas las que aman, las que fundan, perfeccionan, acrecientan y restauran el amor. Somos nosotros mismos los que debilitamos e infectamos de muerte el amor. El amor exige acometerlo, fundarlo, perfeccionarlo y hasta restaurarlo creativamente, mediante la implicación libre y voluntaria de los protagonistas.

El verdadero amor no se compone únicamente de romanticismo y atractivo físico. El amor auténtico es donación sincera y desinteresada al otro, tal como es, incluyendo sus defectos físicos o temperamentales y sus limitaciones, como por ejemplo, una enfermedad.

Este amor conyugal se concretiza de forma plena en el acto conyugal, que  sintetiza estos dos aspectos de comunión y de transmisión de vida, por lo tanto, el matrimonio es en la única instancia en que esta puede darse plenamente. Sólo en este contexto es expresión, camino y seguro de todas las características del amor conyugal: plenamente humano (sensible y espiritual), total (sin ninguna reserva, ni cálculo egoísta), fiel y exclusivo (hasta la muerte) y fecundo. Esta riqueza y significado contrasta con la banalidad que el acto conyugal tiene en la cultura actual. Es un desafío para los esposos llegar a dar testimonio de la interrelación de estas dos dimensiones del amor personal, mostrar cómo se complementan mutuamente para acercarse a la perfección que Dios ha escrito en la naturaleza humana. 

El agua se convierte en vino

A la luz de Cristo el matrimonio es un sacramento. Como el agua de Caná  quedó transformada en vino, también el amor del hombre y la mujer son llamados a la plenitud. Son llamados a amarse no sólo con amor humano, sino con amor divino y a ser reflejo del amor de Dios al hombre.

Hablar de amor divino es afirmar que el matrimonio ha sido constituido en Cristo como un camino de santidad de los esposos. Los esposos, amándose, se transmiten no sólo su amor y ternura, su ayuda y su compañía, sino también el espíritu Santo que han recibido. Es decir los esposos se hacen capaces de comunicarse mutuamente la gracia. Es misión sagrada: santificarse el uno al otro, ayudarse en el camino hacia Dios. Su unión se hace así canal de bienes divinos que santifican a los esposos, más aún lo deifican. La caridad conyugal, al mover a los esposos a acogerse y donarse recíprocamente, les ayuda a llenarse también de la gracia de Dios. Y ésta crece a medida que crece su capacidad de amar, de recibirse y entregarse. Así, Dios va preparando a los esposos, su inteligencia, su afectividad, su corporeidad, para recibir el don último, la plenitud el Espíritu Santo. Este abrirá los ojos de su corazón para ver a Dios.

La sacramentalidad del matrimonio supone también, como recoge el
Nuevo testamento, ser imagen del amor de Dios a su pueblo, es decir, ser reflejo de la relación de Cristo con su Iglesia (Ef 5,22-32). Es experimentar que la familia es una Iglesia doméstica, un lugar donde se da el amor verdadero, se da la reconciliación entre sus miembros y, siendo una luz en medio del mundo, se participa de la reconciliación traída por Cristo a toda la humanidad. Y todo esto no como una propuesta moralista, sino como la propuesta de vivir simplemente la experiencia de una gracia que viene dada, fruto de la experiencia del encuentro con quien ha vivido la donación total.

Por otra parte, ser sacramento es ser imagen y semejanza de Dios. Pues bien, a partir de la Revelación de Cristo la semejanza consiste en esto. Dios es amor y el amor exige comunión, intercambio interpersonal; requiere que haya un "yo" y un "tú". El Dios revelado por Jesucristo, siendo amor, es único y solo, pero no es solitario; es uno y trino. En Él coexisten unidad y distinción: unidad de naturaleza, de voluntad, de intención, y distinción de características y de personas.

Dos personas que se aman -y el caso del hombre y la mujer en el matrimonio es el más fuerte- reproducen algo de lo que ocurre en la Trinidad. Allí dos personas -el Padre y el Hijo-, amándose, producen ("exhalan") el Espíritu que es el amor que les une. En esto precisamente la pareja humana es imagen de Dios. Marido y mujer son en efecto una carne sola, un solo corazón, una sola alma, aún en la diversidad de sexo y de personalidad8. En la pareja se reconcilian entre sí unidad y diversidad. Los esposos están uno frente al otro como un "yo" y un "tú", y están frente al resto del mundo, empezando por los propios hijos, como un "nosotros", casi como si se tratara de una sola persona, pero ya no singular, sino plural. "Nosotros", o sea, "tu madre y yo", "tu padre y yo"9.

II.4.- María, la Virgen de Nazaret

De nuevo en la escuela de María recibimos otra gran lección sobre el arte de amar. Ella nos manifiesta la maravilla de la virginidad. De María aprendemos que la entrega del cuerpo está ligada al amor que ha recibido. Ella “no conoció varón”, precisamente porque había sido llamada a ser madre de Jesús y a vivir totalmente para la persona y obra de su Hijo. En efecto, Jesús con su venida, inauguraba este lenguaje del cuerpo y la sexualidad: el lenguaje virginal. A partir de la Encarnación, y porque el Hijo de Dios ha tomado cuerpo, se puede vivir en forma nueva el amor, porque se recibe un amor nuevo que mueve a entregarse totalmente al Padre y, desde Él, a todos los hombres.

A la luz de la virginidad podemos afirmar que no es posible separar la sexualidad del amor de donación. La sexualidad es, en efecto, una dimensión de donación, de donación peculiar. Esto nos da una primera advertencia de la importancia humana de la sexualidad, pues la donación no es un aspecto accesorio, secundario o derivado, sino el aspecto más propio de la persona en cuanto tal. Es impensable una vivencia de la sexualidad relacionada exclusivamente con el cuerpo. la sexualidad es una dimensión profunda de la persona humana que se realiza de un modo verdaderamente humano sólo si es parte integral del amor con el que se empeñan el hombre y la mujer hasta la muerte o de la donación total y universal en Cristo amor total

La sexualidad encierra una vocación; su sentido último es llevar al hombre a la comunión con Dios, alcanzar el abrazo de Dios en el propio cuerpo. Nos encontramos, por tanto, ante la vocación originaria a la que Dios llama al hombre, creado por amor y para amar.

Celibato y virginidad significan renuncia al matrimonio, no a la sexualidad, que permanece con toda su riqueza de significado, si bien se vive de formas distintas. El célibe y la virgen experimentan también la atracción, y por lo tanto la dependencia, hacia el otro sexo, y es precisamente esto lo que da sentido y valor a su opción de castidad. Tanto uno como el otro ennoblece el matrimonio en el sentido de que hace de él una elección, una vocación, y ya no un sencillo deber moral al que no era lícito sustraerse en Israel, sin exponerse a la acusación de transgredir el mandamiento de Dios. Matrimonio y virginidad supone integrar la sexualidad en el proyecto existencial de la persona y dicho proyecto viene regido por la verdad y el amor. Las relaciones sexuales no tienen como único fin la construcción del propio yo y como objetivo satisfacer los deseos psicofísicos o placer.

Como podemos ver la virginidad es una respuesta a la visión materialista y hedonista de la sexualidad. Manifiesta que la sexualidad humana no está en función del placer sino de la donación de sí mismo. La virginidad es la exaltación de la sexualidad humana. Manifiesta la sexualidad en el lenguaje del don y no en el lenguaje de posesión y afirmación de mi yo frente a los otros. La virginidad es la consecuencia necesaria del amor universal. Es el rechazo del principio hedonista como único principio regulador de la sexualidad. Es una rebeldía o mejor un grito contra el desprecio actual de la sexualidad. Es la denuncia a la visión de la sexualidad como un juego más. Todo esto explica lo molesto que resulta para nuestra generación la existencia de la virginidad y del celibato.

II.5.- María,  Madre de Jesús

En nuestro peregrinar con María por el maravilloso mundo de la familia, llegamos con los Magos a Belén donde contemplamos que María es la madre de Dios. Es su secreto más grande poder hablar a Dios llamándolo hijo; sentir que es su Hijo y, por consiguiente, aquello por lo que todas las generaciones la felicitaran. En Belén, María nos muestra que la maternidad es la gran dignidad de la mujer. La maternidad convierte a la mujer en puente entre Dios y la nueva vida.

Frente a la persecución de la cultura de la muerte a la familia, María nos introduce en Belén en la civilización del amor y de la vida., en donde no se habla de aborto, ni de anticoncepción, ni de derecho al hijo, sino que se hablará de procreación responsable.

En nuestro acudir a la escuela de María para aprende el arte de amar nos ha mostrado que el amor conyugal es la suprema manifestación de la capacidad de donación. Es la experiencia de una recíproca pertenencia. Pero no de cualquier pertenencia, sino de una pertenencia total y definitiva.

El amor conyugal es, por definición, una apertura al otro, al diferente, al distinto. Conlleva la necesidad de salir de uno mismo, de "lo igual", para intentar aprehender la realidad del otro, abarcarlo y comprenderlo. Es decir, que el amor tiene esos dos ingredientes esenciales: salir de uno mismo y abrirse al otro. Y es en esa necesidad de entrega total al otro, al diferente, donde el amor encuentra las principales dificultades para su realización; aunque también radique ahí su gran recompensa. Porque el otro es un enorme misterio, es completamente difere
nte; entiende la realidad que le rodea de una manera diferente; reacciona de un modo inesperado; analiza las dificultades de un modo diferente y propone soluciones distintas ¡realmente, no resulta nada fácil entenderse con él!

Sin embargo, si voluntariamente se asume esa dificultad y se afronta, si se está dispuesto a perder la vida, las razones, los criterios, los proyectos individuales, y a ponerlos en común con un "diferente", con un "otro", el enriquecimiento será enorme, mutuo y fructífero, ya que la complementariedad se habrá alcanzado y, ambos, podrán hacerse "uno". Juntos, unidos por amor, el hombre y la mujer conforman la esencia, única y misteriosa, del ser humano. Y esa esencia es, precisamente, la que nos hace "semejantes a Dios". El amor conyugal se convierte en el templo santo en el cual Dios celebra la liturgia de su amor creador. Es sólo así como se evita la divinización del eros, se purifica y se abre la puerta a la dimensión divina del amor10. Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida11. “En la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación "sobre la tierra". En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación”12.

Es ese encuentro de donación y apertura a la vida lo que constituye el carácter dialogal del amor de los esposos. Un diálogo considerado vertical (Dios) y horizontalmente (pareja). Es ese carácter dialogal lo que posibilitan las categorías de responsabilidad y cooperación que alimenta tanto el amor conyugal como la paternidad. Esta responsabilidad y cooperación tendrán como interlocutor último a Dios y a su diseño, o lo que es lo mismo, a su voluntad irrepetible para cada pareja humana.

Y para acentuar esa esperanza que conlleva todo amor conyugal, la Iglesia ha proclamado la paternidad responsable, entendida como un canto al amor y a la vida como veremos.

No hay duda de que toda persona, por su carácter trascendente debe venir al mundo  o ser llamada a la vida en un marco de misterio y dignidad. Y es en el amor pleno y total del acto conyugal donde se encuentra dicho marco, pues en él no sólo aparece el amor humano, sino que interviene también el amor y el misterio con mayúsculas: Dios. Por eso, el engendrar una vida humana recibe el término de procreación: una obra fruto del amor entre un hombre y una mujer unidos en una comunión de vida, pero en colaboración con el amor creador de Dios, es decir, los cónyuges son cooperadores e intérpretes del amor de Dios.

El otro término (responsable) viene referido a todo acto que uno asume consciente y libremente del cual tiene que responder, o mejor, dar los motivos o razones de por qué lo ha realizado. Ahora bien, ¿a quién tengo que responder en la cultura materialista y atea? A uno mismo exclusivamente, aunque no sea ésa toda la verdad, ya que debemos, por encima de todo, responder ante Dios. Por tanto, descubrir y acoger el proyecto de Dios es la auténtica responsabilidad en el proyectar la fecundidad de la pareja.

Podemos ver cómo procreación responsable, paternidad responsable supone por un lado afirmar la unión tras sexualidad y familia, y por otro situar el nacimiento de la vida en un marco de veneración y respeto como cooperadores de Dios. Con paternidad responsable se recoge por un lado que el hombre colabora con Dios en su misterio creador, y a su vez Dios permite al hombre coronar con Él la creación. Por tanto, la responsabilidad nos llama a superar la pura inmanencia y nos remite a la trascendencia.

III. Conclusión

Quisiera concluir mi conferencia, afirmando que la familia no es una institución rancia de otros tiempos, sino que el mundo sigue necesitando la presencia de la familia en la que la vida de los hombres nace como don, crece como empeño, y tras hacer todo bien posible entre esfuerzos y desvelos concluya su etapa terrena para seguir la eterna del cielo. Por tanto, aludiendo al Papa Juan Pablo II y trayendo aquí sus palabras dirigidas a las familias me vais a permitir invitar a todas las familias a ser luz y a estar dispuestas siempre a dar testimonio de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Como María, tenéis que estar dispuestas a seguir a Cristo hacia los pastos que dan la vida y que él mismo ha preparado con el misterio pascual de su muerte y resurrección. Y sobre todo, escuchando a María, debéis ser valientes y no tener miedo a nada, pues la fuerza divina es mucho más potente que todas nuestras dificultades.

El buen Pastor está con nosotros en todas partes. Igual que estaba en Caná de Galilea, como Esposo entre los esposos, el buen Pastor está hoy con todas las familias como motivo de esperanza, fuerza de los corazones, fuente de entusiasmo siempre nuevo y signo de la victoria de la «civilización del amor». Jesús, el buen Pastor, nos repite: No tengáis miedo. Yo estoy con vosotros. «Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)”13.

Que Santa María, Reina de la Familia os acompañe y que la luz de su ejemplo brille en cada casa y cada familia goce de tu maternal protección. Muchas gracias.

+ José Mazuelos Pérez

Obispo Asidonia-Jerez

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