La presencia prometida

Jesús promete volver pronto. En la víspera de la Pasión hay despedida y anuncio de nueva presencia. Parte para volver al Padre, regresará para que el Padre sea todo en todas las cosas. Mientras llega, los dones que Cristo nos ha confiado nos permiten reconocer su presencia viva entre nosotros. El tiempo de Pascua es ocasión preciosa para identificar esos dones, dar gracias a Dios por ellos, custodiarlos y hacerlos crecer. Cuando llegamos con la Iglesia al sexto Domingo de Pascua, Jesús mismo sale a nuestro paso en el evangelio y nos revela los dones de su nueva presencia: amor, palabra, morada y paz. Quien nos trae esos dones es el Paráclito. Acoger los dones es recibir en docilidad a la Persona del Espíritu Santo.

La primera presencia prometida pasa por guardar la Palabra del Señor. Con su muerte redentora, Jesús ha puesto en el corazón humano capacidad de amor infinito. Para devolver amor al Hijo, necesario es conservar sus palabras de vida eterna. En su Palabra está la vida, la luz y el gozo. Custodiar sus palabras significa llevar sus enseñanzas a lo que hacemos y nos pasa, alejar las tinieblas con el resplandor de su luz, vencer la tristeza con la alegría plena que Él quiere para los suyos. Poniendo su Palabra en la vida nos descubrimos amando con un amor que nos supera: el Padre nos ama y nos concede amar con su mismo amor. Misterio inefable de predilección: el Creador morando en la criatura. «Quien de veras ama a Dios, quien guarda sus mandamientos, se encuentra con Dios que viene a su corazón y, además, hace de él su mansión» (San Gregorio Magno).

La Palabra custodiada con amor garantiza la segunda presencia prometida: las Personas divinas habitando en el alma del justo. El encuentro con Dios se realiza en lo más íntimo del interior humano. La aventura de la vida cristiana es siempre camino de interiorización. Ahí está el principio de perfección: «atención a lo interior y estarse amando al Amado» (San Juan de la Cruz); ahí está el secreto de la libertad: «Dios mi cautivo y libre mi corazón» (Santa Teresa de Jesús).

La tercera presencia prometida se llama Paz. La de Cristo no es como la del mundo. Con la suya obtenemos «serenidad de la mente, tranquilidad del alma, sencillez del corazón, vínculo de amor y enlace de caridad» (San Cesáreo de Arlés). Al darnos su Paz, Cristo mismo se nos da para ayudarnos a discernir en este mundo lo que procede de su voluntad: Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón (Col 3, 15). Reconocemos la llamada y la acción del Señor por la paz que deja en el corazón. La paz interior despeja temores, elimina cobardías y convierte a su portador en sembrador de concordia.

En realidad, los dones de la presencia prometida nos llegan con el «Don sobre todo don», el Espíritu Santo. Él nos trae el Amor de la Trinidad: nos recuerda la Palabra del Hijo, prepara la morada del Padre y nos enseña todo. El Espíritu es Paráclito, es decir, Defensor y Consuelo: el Padre lo envía en nombre del Hijo, para enseñar y recordar. La Palabra del Hijo crecerá en los creyentes por la acción del Espíritu. La enseñanza del Paráclito es memoria del Hijo. Cuando la Iglesia se encamina a la celebración de Pentecostés, la liturgia nos ayuda a confesar, por la acción del Espíritu, la presencia prometida de Nuestro Señor.

+ José Rico Pavés

Obispo de Asidonia-Jerez

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