La alegría de la salvación

La conversión es disposición para recuperar la alegría perdida. Al llegar al cuarto Domingo de Cuaresma un grito de júbilo se abre paso en la Liturgia: Festejad a Jerusalén, gozad con ella, alegraos de su alegría (Is 66, 10). La sobriedad del camino cuaresmal está sostenida por la promesa de una alegría que se puede ya experimentar de forma anticipada. El salmo penitencial por excelencia recoge el lamento por el gozo malgastado y clama al único que puede vencer la tristeza: Hazme oír el gozo y la alegría (Sal 50, 10). La alegría puede ser oída: llega con la Buena Nueva, se transmite con la Palabra, se acoge con la fe, se experimenta en el corazón, se construye con el amor de las obras y se expresa en el rostro del ungido. Devuélveme la alegría de tu salvación (Sal 50, 14). El pecado afea la vida humana deformando la imagen bella de Dios en el hombre. Privado de belleza, el corazón humano cae en una tristeza de la que por sí mismo no puede escapar. Jesucristo, consciente de la situación del ser humano que el salmista declara, al completar su entrega para la salvación del mundo, confía a sus discípulos el fin de su misión: Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud (Jn 15, 11). Sabia es la Iglesia cuando en la travesía de la Cuaresma nos regala un domingo de alegría.

​En el Evangelio de este domingo nos encontramos una parábola que se suele designar con diferentes nombres. Cada uno de ellos destaca algún aspecto de su enseñanza. Entre todos se nos desvela el secreto de la salvación que es alegría. Decimos que es “la parábola del hijo pródigo”, pues en ella ocupa un lugar destacado la figura del hijo que derrocha los bienes recibidos del padre,pero acaba volviendo a él. Poniendo la atención en el hijo que vuelve, se descubre la gravedad del pecado (decisión voluntaria que quiebra la libertad, declarar muerto al padre en vida, derrochar los bienes del padre hasta pensar que ya no puede volver a ser hijo), el núcleo de la conversión (volver sobre sí para cambiar de vida y encontrarse de forma nueva con el Padre) y el misterio admirable del perdón (abrazo de amor que es más fuerte que el pecado).

​Decimos también que es “la parábola de los dos hermanos”, pues en ella se describe dos formas de ser hijos. La referencia final al hermano mayor, que se niega a participar en la alegría por el hermano recuperado, descubre un peligro real: el solo vivir en casa no hace al hijo; necesario es descubrir en el afecto del Padre el mayor de los bienes propios, para ver al hermano como tal y descubrir en la fraternidad el mayor espacio de libertad. Decimos, en fin, que es “la parábola del padre bueno”, pues, aunque las idas y venidas de los hijos centran gran parte del relato, todo gira en torno al Padre que manifiesta un amor infinito: da la herencia sin reproche, espera siempre al hijo alejado, corre a su encuentro cuando regresa, lo colma de bienes y lo abraza con inmensa ternura. En el abrazo del Padre está el amor y el gozo de la Trinidad. En el abrazo al hijo que vuelve está la alegría de la salvación.

+ José Rico Pavés

Obispo de Asidonia-Jerez

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