Hermanos sacerdotes: “Con vosotros hermano, para vosotros padre”

Carta a los sacerdotes del presbiterio de la Diócesis de Asidonia-Jerez.

Queridos hermanos sacerdotes:

Después de haberme reunido por primera vez con el presbiterio, quiero poner por escrito, en forma de carta, lo que os he querido transmitir. Ante todo, con palabras de san Pablo, os digo de corazón: no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones (Ef 1, 16). Gracias por vuestras oraciones, antes incluso de que se hiciera público mi nombramiento como obispo de Asidonia-Jerez. Gracias por vuestra presencia numerosa en la celebración solemne del pasado 31 de julio, al entrar en la diócesis. Gracias por vuestra acogida cordial y amable en los ya numerosos momentos en que he tenido la oportunidad de encontrarme con algunos de vosotros, bien al visitar los conventos de clausura, bien al presidir alguna fiesta patronal, bien al celebrar las confirmaciones, bien al sentarnos a hablar en el obispado. Gracias, en fin, por haber respondido a esta primera convocatoria del presbiterio, por vuestra buena disposición y escucha.

Agradezco también de corazón la asistencia a nuestra primera reunión del presbiterio de los diáconos permanentes. Aunque ahora no he dirigido mi palabra a ellos, agradezco que nos hayan acompañado, a la espera de reunirme próximamente con ellos y sus esposas.

Considero providencial que el primer encuentro del presbiterio con su nuevo obispo tenga lugar en la semana en que la Iglesia nos invita a través de la Liturgia a volver a meditar el Sermón sobre los pastores (Serm. 46) de san Agustín. Al comienzo del mismo, el obispo de Hipona recuerda su doble condición de cristiano y obispo. Lo primero, consciente de que debe rendir cuentas a Dios de su propia vida; lo segundo, consciente de que, además, debe rendir cuentas a Dios del servicio que le ha sido encomendado. Teniendo en cuenta esta distinción, quiero recuperar las primeras palabras que os dirigí el día en que se hizo público mi nombramiento: «Dirijo mi saludo -dije el pasado 9 de junio- lleno de afecto a mis hermanos sacerdotes, colaboradores inmediatos del ministerio episcopal. Con ellos, saludo también a diáconos y seminaristas. Nada puede el obispo sin su presbiterio. Os pido que me recibáis con paciencia, que me ayudéis a ser vuestro obispo, de modo que, juntos, en la familia del presbiterio, seamos amor del Corazón de Cristo para nuestro pueblo».

Os saludé entonces como “hermanos sacerdotes” y “colaboradores inmediatos del ministerio episcopal” recordando las palabras del Decreto conciliar Christus Dominus (n.28): «todos los presbíteros, sean diocesanos, sean religiosos, participan y ejercen con el Obispo el único sacerdocio de Cristo; por consiguiente, quedan constituidos en asiduos cooperadores (providi cooperatores) del orden episcopal». Recuerda el Concilio a continuación que, en la cura de las almas, los sacerdotes diocesanos en virtud de la incardinación «constituyen un presbiterio y una familia, cuyo padre es el Obispo» (Ibidem). En la familia del presbiterio, con vosotros soy hermano, para vosotros estoy llamado a ser padre. Por eso, vuelvo a las primeras palabras que os dirigí: os pido que me recibáis con paciencia, como habéis hecho hasta ahora, y que me ayudéis a ser para vosotros un padre en la sombra, al estilo de san José.

Posteriormente, en la Misa de entrada en la Diócesis, volví a dirigirme a vosotros con estas palabras: «Cuento con los sacerdotes, para llevar el amor del Corazón de Cristo a todos, a los de dentro y a los de fuera de la Iglesia, al estilo del Buen Pastor, contemplando por dentro los misterios divinos, sosteniendo por fuera las cargas de nuestro pueblo fiel». De nuevo, el Decreto Christus Dominus explica con palabras certeras cómo podremos llevar a cabo la tarea insuperable de llevar a todos el amor del Corazón de Cristo: «Las relaciones entre el Obispo y los sacerdotes diocesanos deben fundamentarse en la caridad, de manera que la unión de la voluntad de los sacerdotes con la del Obispo haga más provechosa la acción pastoral de todos. Por lo cual, para promover más y más el servicio de las almas, sírvase el Obispo entablar diálogo con los sacerdotes, aun en común, no sólo cuando se presente la ocasión, sino también en tiempos establecidos, en cuanto sea posible. Estén, por lo demás, unidos entre sí todos los sacerdotes diocesanos y estimúlense por el celo del bien espiritual de toda la diócesis» (n.28).

Cuando la Iglesia nos está llamando por la voz del Sucesor de Pedro a fortalecer los vínculos de comunión para caminar juntos -en eso consiste la sinodalidad- permitidme compartir con vosotros una reflexión sencilla sobre lo que debemos cuidar en nuestro presbiterio para que seamos una verdadera familia que camina junta. Desarrollo esta reflexión tomando como referencia una carta de San Juan de Ávila dirigida al recién elegido arzobispo de Granada, don Pedro Guerrero (cf. Carta 177: BAC maior 74, 587-590). En ella le da tres consejos, válidos para todo pastor (obispo o sacerdote), sobre tres puntos determinantes de la vida sacerdotal: conversión, predicación y amistades.

El presbiterio será verdadera familia si cada sacerdote vela por su propia conversión y por la conversión de sus hermanos sacerdotes. Así lo afirma el santo doctor de la Iglesia: «Lo primero, que vuestra señoría se convierta de todo su corazón al Señor, frecuentando el ejercicio de la oración, encomendando a la misericordia divina el buen suceso del bien de sus ovejas y pidiendo sustento del cielo, para que tenga qué darles». Debemos recordarnos continuamente la necesidad de cuidarnos fraternalmente en el presbiterio dando prioridad a la vida interior de cada sacerdote, lo cual pasa necesariamente por pedir al Señor todos los días la gracia de la conversión, para cada uno y para todos los miembros del presbiterio. ¡Cuánto cambia un presbiterio si en el centro de sus preocupaciones está siempre el celo por la santidad de sus miembros! Pero ¡atención!, este “vivir vueltos hacia el Señor” del sacerdote no es un ejercicio individualista que nos aparta del pueblo fiel, sino un compromiso por el bien de quienes nos han sido confiados. Nuestra alegría más profunda nace al ver el crecimiento en santidad de nuestros fieles. En nuestra oración, en nuestra penitencia, en nuestras renuncias y cruces, llevamos siempre a nuestro pueblo. Otro santo, gigante de la santidad sacerdotal, san Gregorio Magno, resume con palabras certeras la identidad singular del sacerdote, cuando afirma en su Regla pastoral: «por dentro contempla los misterios escondidos de Dios, por fuera soporta las pesadas cargas de los carnales» (intus Dei arcana considerat, foris onera carnalium portat: Reg. Past. II, 5 [SCh 381, 198; BPa 22, 84]). Volviendo a san Juan de Ávila, descubrimos todavía algo de gran importancia para el cuidado de la vida interior del sacerdote: su oración debe ser como la de quien se sabe mendigo que pide bienes para sus fieles y como la de la viuda de Naín que llora para alcanzar misericordia en favor de su hijo muerto: «Aprenda vuestra señoría a ser mendigo delante del Señor y a importunarle mucho, presentándole su peligro y de sus ovejas; y, si verdaderamente se supiere llorar a sí y a ellas, el Señor, que es piadoso –No llores (Lc 7, 13)-, le resucitará su hijo muerto, porque como a Cristo costaron sangre las almas, han de costar al prelado lágrimas. Y será bien que cada día vuestra señoría diga misa, si muy legítimo impedimento no hubiere». Mi primera encomienda para el presbiterio es esta: que pongamos en el centro de nuestra vida la conversión propia y de nuestros fieles, que no olvidemos cuidarnos fraternalmente dando prioridad al bien espiritual y a la santificación de nuestros hermanos sacerdotes. La conversión pastoral a la que nos está llamando el Papa Francisco pasa necesariamente por la conversión de los pastores, personalmente y como presbiterio.

El segundo consejo de san Juan de Ávila toca otra dimensión fundamental de la vida sacerdotal: lo que hoy llamamos “formación permanente” y cuidado del oficio de enseñar (munus docendi). Así lo explica el Doctor de la Iglesia: «Lo segundo sea el ejercicio de predicar, el cual ha de ser muy continuo, como san Pablo dice: con ocasión y sin ella (2 Tim 4, 2), que pues los lobos no dejan de morder y matar, no debe el prelado ni dormir ni callar». Tan importante en el sacerdote es la oración como el estudio. Este forma parte imprescindible de la conversión y del amor auténtico a nuestros fieles. No estudiamos para colmar aspiraciones mundanas de reconocimiento, sino para servir mejor a nuestro pueblo. Desde la Delegación del Clero, debemos seguir impulsando iniciativas y encuentros que nos ayuden a mantener encendida la llama de la formación. Tenemos que seguir potenciando los centros académicos de nuestra diócesis en sus diferentes modalidades y niveles, desde el Instituto teológico y el de Ciencias Religiosas a las escuelas de catequistas o de formación cofrade. Pido al Señor que podamos seguir favoreciendo la formación académica más especializada de muchos miembros de nuestro presbiterio, de modo que podamos contar también con sacerdotes que puedan dedicarse con preferencia a la misión pastoral del estudio y docencia. Gracias a Dios, en nuestra Diócesis existen iniciativas de formación sacerdotal surgidas desde diferentes realidades eclesiales. Es mi deseo que estas iniciativas sean conocidas por todos los sacerdotes y, en la medida de sus posibilidades, puedan participar en ellas. También debemos dar gracias a Dios por el enriquecimiento que supone para nuestra Diócesis la presencia de comunidades de religiosos, de diferentes carismas, que pueden aportar mucho a la formación permanente de nuestro presbiterio. La segunda encomienda que traslado al presbiterio para este curso es que hagamos llegar al Delegado del Clero iniciativas y sugerencias que permitan consolidar la propuesta formativa para los sacerdotes, cuidando de forma especial a los sacerdotes del quinquenio y del decenio.

El tercer consejo que propone san Juan de Ávila pienso que se puede formular hoy así: que no olvide nunca el sacerdote a Quién pertenece su corazón. La vocación sacerdotal es vocación de amor, que requiere respuesta de amor dada con el corazón íntegro. Hasta tal punto el Señor nos llama a vivir en intimidad con Él, que a los sacerdotes nos pide la voz y las manos para seguir haciéndose sacramentalmente presente en nuestro mundo. Produce profundo dolor y tristeza escuchar noticias sobre el abandono del ministerio por parte de hermanos nuestros sacerdotes que justifican su abandono -según dicen- “por amor”, como si los seminaristas o los sacerdotes ya ordenados que viven en silenciosa fidelidad no respondieran a la llamada del Señor por amor. Cuando el Señor llama, colma los anhelos del corazón y capacita para responderle con amor pleno y verdadero. Por eso, el sacerdote no debe olvidar a Quien pertenece su corazón. Se entiende así que san Juan de Ávila considere muy importante para el pastor cuidar sus amistades: «Particulares amistades de caballeros ni de otras personas excuse vuestra señoría, porque son dañosas, y quieren hoy los amigos de los prelados que lo que piden se les conceda, por injusto que sea. Mejor es estar sin ellos». En un presbiterio cuyos miembros se cuidan como familia surgirá como un bien precioso la verdadera amistad sacerdotal, aquella que, teniendo su fundamento en la común configuración a Cristo Sacerdote, es estímulo continuo para fortalecer cada día más la propia vocación. La amistad, como los bienes más preciosos de la vida humana, nace del ejercicio sano de la libertad fundada en la verdad, por eso, no se impone ni se manda, se recibe en la gratuidad de un encuentro imprevisto y no calculado. Sería absurdo mandar por decreto que en el presbiterio seamos todos amigos. Pero sí es responsabilidad de todos crear el clima de cordialidad y concordia que permita el cultivo de amistades sacerdotales auténticas. Reconoceremos la autenticidad de nuestra amistad sacerdotal si somos capaces de ayudarnos a vencer tres peligros que dañan el corazón del sacerdote: el aislamiento, la murmuración y el desánimo. Mi tercera encomienda al presbiterio tiene que ver precisamente con esto: desterremos de nuestro presbiterio todo lo que puede dañar nuestra amistad.

Por último, reitero mi deseo de encontrarme con cada uno de vosotros. Si Dios quiere, espero dedicar una parte importante del tiempo en este curso a visitaros uno a uno. Considero que esto es fundamental para conoceros y para que me conozcáis. Mi propuesta es sencilla: visitaros en vuestro lugar de destino, compartir la Eucaristía y, antes o después, encontrarnos de manera distendida. Muchos de vosotros ya habéis venido a verme al Obispado. Permitidme ahora que os visite yo. Entiendo que, de esa forma, me ayudaréis a ser hermano con vosotros y padre para vosotros.

Que María Santísima, Madre de los Sacerdotes, y su Esposo San José nos alcancen de su Hijo la dicha inmensa de ser para nuestro pueblo amor del Corazón de Cristo. Nada sin María, todo con Ella.

Con mi bendición y afecto,

En Jerez de la Frontera, a 16 de septiembre de 2021
(Memoria litúrgica de los Santos Cornelio y Cipriano, mártires)

+ José Rico Pavés
Obispo de Asidonia-Jerez

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