Hablar del dolor

Artículo semanal de D. Juan del Río, Obispo de Asidonia – Jerez. El mensaje de Benedicto XVI con motivo de la Jornada Mundial de los enfermos de este año 2008, comienza diciendo que esa celebración del pasado 11 de febrero, “Día del Enfermo”, es una “ocasión propicia para reflexionar sobre el sentido del dolor y sobre el deber cristiano de salir a su encuentro en cualquier circunstancia que se presente”. Pues bien, en este encuentro semanal  abordaremos esos dos puntos.

Sufrimiento, dolor, enfermedad, vida y muerte es entrar en el “Santa Santorum” de la persona humana. Nos introduce en lo misterioso y definitivo, en lo profundo de nuestra realidad. Descubrimos que la enfermedad nos invita a vivir momentos intensos de nuestra vida. Nos lleva a mirar el futuro desde una óptica diferente. Ante ese enigma del ser humano, experimentamos unas veces la grandeza de la persona que en su lucha contra el mal es capaz de curar y eliminar la enfermedad y otras veces la impotencia del fracaso, de una vida que se apaga o de la misma realidad de la muerte que no podemos evitar. Por ello, el mismo Papa en la encíclica Spe Salvi nos recuerda: “en la lucha contra el dolor físico se ha hecho grandes progresos, aunque en las últimas décadas ha aumentado el sufrimiento de los inocentes y también las dolencias psíquicas. Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos” (36).
 Sin embargo, el dolor, la enfermedad requieren una respuesta  por parte de los diversos sectores de la sociedad: los sanitarios a poner la ciencia al servicio de la vida, los familiares a compartir el sufrimiento, los asistentes sociales y voluntarios a procurar hacer más agradable la vida del enfermo. De ahí que a los médicos y personal sanitario se les pida profesionalidad que no sólo es ciencia sino asistencia. A los agentes de pastoral de la Iglesia se les demanda que ayuden a los enfermos a descubrir el sentido de esos momentos, y aceptar la salvación de Jesucristo, cuya presencia se hace elocuente con el silencio, el afecto, el apoyo, la palabra y los sacramentos. Porque: “lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir del dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (Spe Salvi ,37).

En definitiva: se trata de estar cercano al enfermo para auxiliarle a satisfacer sus necesidades espirituales más frecuentes, como pueden ser: la búsqueda de significado de esos momentos tristes, de hallar el perdón por los errores de la vida, alentar  la esperanza y hacerle llegar la ternura del amor. Pero, al mismo tiempo, hay que saber acompañar  a los familiares para gozar con ellos en la curación, o animarlos con la presencia y la palabra en el duelo de la pérdida.

 Por otra parte, toda pastoral supone la atención o asistencia al prójimo, ya que cada persona en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1,14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia y la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por el mundo entero y a toda criatura. (cf. Evangelium Vita,  3).  Desde ahí, brota una visión integral del ser humano que es contemplado en todas sus dimensiones, nos impulsa a salir de nosotros mismos y nos hace entrar en comunión con el que sufre.
La compasión con el enfermo, con el que sufre cualquier dolencia corporal o espiritual, no es algo puramente sentimental o de mero formulismo social, sino ponerse en “la pasión del otro”. Es verdad, que nunca podemos penetrar del todo en el malestar del prójimo.

Con frecuencia tenemos que resignarnos a ser meros espectadores silenciosos de la agonía ajena, pero la compasión cristiana nos ayuda no sólo a sentir, sino a sentir con la persona que sufre. La verdadera compasión no nos deja indiferentes o insensibles ante el dolor ajeno, sino que nos impulsa a ser “buenos  samaritanos”, según el modelo de Jesús de Nazaret.

+Juan del Río Martín
Obispo de Asidonia-Jerez

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