Las iglesias diocesanas en Andalucía

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Oficina de información de los Obispos del Sur de España

I. POR QUÉ TRATAMOS EL TEMA
Queridos sacerdotes, religiosos y fieles:
1. Pronto se cumplirá un decenio del primer encuentro fraternal entre los obispos del sur de España, cuando festejamos juntos en Montilla la canonización de San Juan de Ávila y tomamos el acuerdo de celebrar reuniones periódicas para poner en común nuestras vivencias pastorales y ayudarnos mutuamente en el servicio a nuestras comunidades.
    Son ya treinta los contactos de esta índole que nos han enriquecido y estimulado. A esa experiencia colegial debemos en buena parte una mayor sintonía con los problemas de la región y un conocimiento más hondo del catolicismo andaluz, al par que han crecido también nuestra amistad personal y nuestra comunión como hombres de Iglesia.
2. Del trabajo colegial entre las Provincias Eclesiásticas de Granada y Sevilla ha emanado igualmente una serie de documentos colectivos sobre la problemática social y pastoral de nuestro pueblo: la emigración, el paro, los temas educacionales, las responsabilidades políticas, la idiosincrasia religiosa, la situación del clero y de los aspirantes al sacerdocio .
    Desde hace años venimos reflexionando sobre un punto-eje de la fe y de la vida cristiana, por la importancia que encierra en sí mismo y por la atención y el esclarecimiento que parece reclamar en las circunstancias actuales. Es el de la Iglesia diocesana, como realización en cada diócesis del misterio de la Iglesia universal, como Pueblo de Dios que nos une a pastores fieles, como signo de salvación y de liberación en esta tierra y en esta hora, como casa de familia bien avenida y con muchas moradas, como comunidad profética que evangeliza y catequiza. Os presentamos en esta páginas el fruto de nuestras reflexiones, con la invitación a que las compartáis y a que las completéis con las vuestras .
Nueva conciencia comunitaria
3. Nuestro siglo es el siglo de la Iglesia. Pío XI, con su impulso a las misiones y a la Acción Católica; Pío XII, con su encíclica Mystici corporis, y sobre todo el Concilio Vaticano II, en el que la Iglesia católica respondió, como San Juan Bautista (Jn 1,22), a la pregunta “¿qué dices de ti misma?”, han situado el misterio eclesial en lo más hondo de la experiencia cristiana. En este proceso se sitúan la encíclica Ecclesiám suma de Pablo VI y el discurso a la Asamblea de Puebla de Juan Pablo II.
    Los teólogos han centrado en la eclesiología su reflexión sobre la fe; los laicos y los religiosos sienten que son Iglesia y hacen Iglesia, superando un subconsciente secular que reservado el nombre – y a veces el contenido de Iglesia – al clero y a la jerarquía. La misma espiritualidad está hoy penetrada de eclesialidad.
4. Sin embargo, no todo son luces en el horizonte. La conciencia del Pueblo de Dios, a partir del Vaticano II, ha ido descubriendo dos asechanzas para la vida eclesial del creyente: vivir el misterio de la Iglesia universal, sin compromiso con la propia comunidad diocesana, puede conducir a la evasión y a la abstracción; desarrollar la vida cristiana en una comunidad menor, sin referencia doctrinal, solidaria y vital a una Iglesia con mayúscula, nos empobrece en el parroquialismo, cuando no en el sectarismo.
    Parece claro que los católicos de hoy, al menos en nuestro pueblo, nos seguimos sintiendo con mayor intensidad fieles de la Iglesia universal y feligreses de nuestra parroquia que miembros de una Iglesia diocesana. La conciencia diocesana, que, como veremos, es importante, queda oscurecida entre la parroquial y la universal, necesaria ambas, pero insuficientes.
5. Registramos, por una parte, un descubrimiento de la dimensión comunitaria de la fe, que se traduce en la multiplicación de grupos, de equipos, de comunidades, de asociaciones, de hermandades, donde se comparte la fe, se ejercita la comunión, ser promueve el testimonio evangélico, se estimula el compromiso temporal.
    Con todo, la gran tarea pendiente recae sobre las grandes mayorías de cristianos, no sólo seglares, que aún no han superado los esquemas del individualismo religioso o que, quizá, vegetan en un parroquialismo rutinario, sin compromiso apenas dentro de su feligresía, y menos con la Iglesia diocesana. La diócesis debe ser la Iglesia, la Iglesia debe ser comunidad. ¡Y cuánto nos falta para llegar a esas metas!
    Mientras no superamos los clérigos, los religiosos y los laicos el concepto puramente territorial, demográfico, administrativo, funcional, de una institución de la Iglesia (diócesis, parroquia, casa o provincia religiosa) para descubrir, en ese cuerpo necesario, un alma de comunión y de participación interpersonal, no nos será fácil vivir como miembros activos de la Iglesia local.
Mentalizarnos y convertirnos
6. Para avanzar en esa dirección, los obispos queremos ofreceros, en este mensaje colegial, algo más que una lección de eclesiología proyectada sobre la realidad diocesana. Daremos, como es obvio, la importancia que merece a la doctrina, puesto que aún no hemos confrontado suficientemente con los datos de la fe y con las enseñanzas de la Iglesia el panorama real de nuestras Iglesias andaluzas. Pero, junto al esclarecimiento teológico, nos preocupa la transformación evangélica de nuestras mentalidades y de nuestras líneas de actuación, a nivel episcopal, presbiteral, religioso, laical. No soñamos en reformas espectaculares ni nos creemos capaces de volver del revés una realidad en la que se acumulan inercias seculares y sedimentos valiosos. Pero sí queremos iniciar una reflexión operativa que abra nuevos cauces a la comunión eclesial y al testimonio solidario de nuestras diócesis.
7. ¿Lograremos con ello ayudar a aquellos hermanos que sientan alergia instintiva ante la Iglesia institución, Iglesia oficial o ante lo que, en términos vulgares, denominan “tinglado”? Lo deseamos, al menos, con sincera voluntad y sin reticencia alguna.
    ¿Acertaremos a iluminar a aquellos otros que limitan la dimensión comunitaria de su fe al grupo cerrado, cuando no hostil, ante el resto del Pueblo de Dios?¡Qué gran servicio nos prestarían si, en el seno de la comunidad diocesana o parroquial, se convirtieran en fermento de comunión, con espíritu abierto y comprensivo!
    ¿Lograremos, al menos, sacudir la inercia mental y espiritual de tantos creyentes “instalados” que no viven apenas las exigencias de su bautismo, ni construyen activamente el Reino de Dios, ni se sienten acuciados por los problemas de los hombres?
    Una Iglesia diocesana renovada debe ofrecer espacios de encuentro, calor de comunión, apertura de espíritu para acogerlos a todos, al tiempo que descubre caminos atractivos para que marche unida, con sus quiebras y ritmos diferentes, la gran familia de los hijos de Dios.
8. Este mensaje se extiende también a otras personas y problemas, tangentes y conectados con la misión de una Iglesia que ha vivido durante siglos en esta tierra y con este pueblo y quiere seguir encarnada en su historia. Nuestras diócesis está enclavadas en el marco histórico de una Andalucía que intenta ahora definir su identidad, conseguir cotas legítimas de autogobierno y superar su endémica postración social y cultural, en igualdad y solidaridad con los otros pueblos de España.
    La Iglesia no es indiferente a este proceso, antes bien lo encuentra coherente con los valores cristianos y desea aportar una respuesta peculiar (religiosa y evangélica) a la problemática de Andalucía.
    Toda nuestra nación ha iniciado una etapa espiritual de nuevo cuño al sancionar en la Constitución la libertad religiosa y al canalizarla en los nuevos acuerdos con la Santa Sede. La enseñanza, el matrimonio, la economía de la Iglesia y otros capítulos importantes de nuestra vida religiosa se ven afectados por la nueva situación y reclaman de nosotros respuestas creativas y sentido de futuro. ¿Sabrán asumir ese talante nuestras comunidades diocesanas?
    Ancho horizonte el que se abre ante nosotros, ya contemplemos hacia adentro, ya hacia fuera, la realidad de la diócesis andaluzas en 1980. Quisiéramos empujarlas con esperanza hacia el tercer milenio en el espíritu que irradia la encíclica Redemptor hominis, de nuestro Santo Padre Juan Pablo II. Ojalá acertemos siquiera a iniciar ese camino.

II. REDESCUBRIR LA IGLESIA DIOCESANA
9. “Las Iglesias, por entonces, gozaban de gran paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo” (Hech 9,31). En este y otros pasajes de los Hechos de los Apóstoles, lo mismo que en otros textos de las cartas paulinas, se expresaba en los tiempos apostólicos la manifestación plural de la única Iglesia. Los creyentes en Jesús vivían, sin dualismo alguno, su pertenencia a una comunidad de fe (familiar, grupal, urbana, regional) denominada Iglesia en todos los casos, y la común inserción en la única Iglesia de Cristo: “llamados y consagrados con todos los que, en cualquier lugar, invocan el nombre de nuestro Señor Jesús, Mesías, Señor de ellos y nuestro” (1 Cor 1,2).
    En toda la historia cristiana los creyentes han experimentado, y superado con mayor o menor equilibrio, esa tensión bipolar dentro del misterio de la única Iglesia. El catolicismo anterior al Concilio Vaticano II marcaba el acento sobre la vertebración de cada fiel con la cristiandad universal más que sobre los compromisos del mismo con su diócesis propia. Tal vez se trataba de una reacción subconsciente, arrastrada durante siglos, ante las escisiones padecidas por la Iglesia, en Oriente y en Occidente.
La eclesialidad de la diócesis
10. El Vaticano II ha sabido darnos, sin acentos polémicos ni vaivenes pendulares, la doctrina de la Iglesia sobre el misterio de la Iglesia. Ante todo, mostrándola como católica y universal, Cuerpo único del Señor, Pueblo santo de Dios, sacramento de salvación para todos los hombres. Ni siquiera las divisiones de los cristianos pueden romper la unidad de la Iglesia. Ese dato de fe, que recogen todos los símbolos, se nos muestra en la constitución conciliar Lumen gentium con un vigor teológico y cristológico impresionante.
    La catolicidad de la Iglesia no sólo hace referencia a su implantación en todos los pueblos – cosa que al principio no ocurría -, sino, sobre todo, a su presencia en todas las Iglesias y con la totalidad de sus elementos en cada una: sacerdocio, profetismo y realeza. Iglesias particulares, “formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única” (LG 23).
11. El término diócesis, sacado, como el de provincia y el de metrópoli, de la organización administrativa del Imperio romano, hace referencia al territorio donde se asienta una determinada colectividad de fieles bajo el cayado pastoral de un obispo. En el lenguaje usual se habla más de diócesis que de Iglesia particular, quizá por la facilidad del primer nombre y la claridad de su significado. Pero nos ronda el peligro de subrayar los elementos topográficos, sociológicos, organizativos, jurídicos, tanto de los jerarcas como del pueblo creyente que rigen.
    Por eso consideramos positivo que el Concilio Vaticano II, aunque siga utilizando profusamente y en recto sentido el vocablo histórico de diócesis, haya recuperado el idioma neotestamentario al denominar Iglesias a unas comunidades más restringidas que la catolicidad universal. Queda así definitivamente superado el recelo instintivo de llamar Iglesia a la diócesis.
    Si bien, más que el nombre, lo que hace al caso es su contenido religioso, el dato de fe que se encierra en la denominación. El propio Concilio nos ayuda a desentrañarlo.
12. La definición más rica y actualizada de lo que es una diócesis o Iglesia local nos la ofrece el decreto conciliar sobre el ministerio pastoral de los obispos: “La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía al obispo para ser apacentada con la colaboración de los sacerdotes, de suerte que, adherida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo, por medio del Evangelio y de la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en la que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una , santa, católica y apostólica” (CD 11).
13. En ninguna otra institución, comunidad o grupo se hace presente, con tal plenitud y seguridad, el ministerio de la Iglesia de Dios.
    En la diócesis se encuentran los siguientes elementos:
    El Espíritu Santo.    La apostolicidad.
    El Evangelio.    El obispo pastor.
    La Eucaristía.    Los sacerdotes.
    La unidad.    Los fieles, religiosos y laicos.
    La santidad.    La comunión recíproca.
    La catolicidad.
    Por ser Iglesia de pleno derecho, aunque circunscrita geográfica y demográficamente a una “porción del Pueblo de Dios”, a la diócesis le son aplicables todas las riquezas de la eclesiología. Y quizá el paso de mentalización, de auténtica conversión, más importante que tenemos pendiente al respecto sea el de aplicar, con todas las consecuencias, a nuestra Iglesia diocesana cuanto venimos llamando y viviendo, con referencia universal, conciencia de Iglesia, sentido de Iglesia, espíritu de Iglesia.
Como en la Encarnación y en la Eucaristía
14. “La Iglesia, difundida por todo el orbe, se convertiría en una abstracción si no tomase cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias particulares” (EN 62). Podemos decir que “somos” Iglesia en dimensión universal; pero “vivimos” la Iglesia en la realidad concreta y tangible de nuestra vinculación diocesana.
    Ayuda a captar esta realidad teología la referencia, imperfecta como todas las comparaciones, a dos grandes misterios de nuestra fe: el de la Encarnación y el de la Eucaristía. La Iglesia de Cristo toma cuerpo, como su Señor, y se hace carne en la historia humana al concretarse en un pueblo, una historia y un estilo, que la hacen Iglesia de Corinto, de Tokio, de Kampala, de Huelva o de Cartagena. E imita también el misterio eucarístico del Cristo completo en cualquier fracción del pan, al estar presente, como Cuerpo de Cristo también ella, en todas y cada una de las comunidades diocesanas.
15. “La apertura a las riquezas de la Iglesia particular – dice Pablo VI en la Evangelii nuntiandi – responde a una sensibilidad especial del hombre contemporáneo” (n.62). Sin duda, forma parte del designio de Cristo sobre su Iglesia que el Evangelio se traduzca en una variada gama de expresiones culturales, de acentos propios, de respuestas autóctonas, donde se manifiesta la catolicidad del Pueblo de Dios, cristianismo africano, europeo y japonés; Iglesias de Iberoamérica, de Polonia o de Andalucía.
    En tanto una diócesis es y se llama Iglesia en cuanto hace presente a la que es única y católica. Pecaría por exceso y caminaría a su autodestrucción una Iglesia particular que subrayara tanto sus elementos locales, sus datos diferenciadores, todo lo peculiar y autóctono, hasta oscurecer su pertenencia a un pueblo de Dios universal. En caso semejante, esta institución “perdería su referencia al designio de Dios y se empobrecería en su dimensión eclesial” (Ibíd.).
    “Sólo una atención permanente a los dos polos de la Iglesia –concluye Pablo VI – nos permitirá percibir la riqueza de esta relación entre Iglesia universal e Iglesia particular” (Ibíd.).
No reducir la eclesiología
16. Bajando al terreno de las actividades y de las actuaciones personales, resulta incuestionable que, ante el hecho eclesial diocesano, debemos situarnos en la misma posición de fe con la que, como creyentes católicos, nos situamos ante el misterio de la Iglesia de Cristo. La profesamos en el Credo, junto a los grandes misterios de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como una, santa, católica y apostólica.
    Sabemos bien que, hasta en sus momentos más altos, la Iglesia peregrina no ha dejado de ser una comunidad de pecadores, lo mismo a escala universal que en su realidad diocesana. Pero el creyente asume este dato ya anticipado por Jesús en sus parábolas (trigo y cizaña, red con diferentes peces) sin descalificar a la Iglesia como sacramento de salvación. Sabe que, sobre la humanidad de la Iglesia, muchos se preguntan, con mayor razón que Natanael sobre Cristo: “¿De Nazaret (de esta intitución, de estos hombres) puede salir algo bueno?” (Jn 1,46). Pero quienes saber liberarse de un racionalismo que no salva, quines se dejan iluminar por el Espíritu, reconocen sin esfuerzo en esta institución visible – universal y local – la Iglesia única del Señor, en cuyo seno han sido llamados a la salvación.
    No es preciso acumular demasiados argumentos para respaldar esa afirmación. Los mejores cristianos la viven con serenidad y alegría, sin que esto les dispense de hacer cuanto esté a su alcance, sin orgullo y sin angustia, por purificar el rostro humano de la Iglesia.
17. Debilitan esta posición de fe aquellos cristianos que subrayan obsesivamente los aspectos organizativos, institucionales, sociológicos de la Iglesia como institución visible y añoran demasiado otras épocas en las que se acentuó su carácter de “sociedad perfecta”, paralela a la organización estatal, aunque con fines espirituales. Un excesivo culto a la eficacia temporal de la Iglesia y una homologación poco discriminada con otras instituciones terrenas termina por empañar su testimonio y restarle credibilidad ante los hombres.
    La cercanía y la familiaridad deben impregnar, sobre todo, el estilo de la Iglesia diocesana, por ser ella el ambiente normal donde el clero, los religiosos y el laicado experimentan su condición eclesial. Fuerte responsabilidad para nosotros los obispos, para nuestras curias diocesanas, para toda la indispensable organización comunitaria, que, con su lastre de siglos, presenta no pocas veces una imagen anquilosada, como si prevaleciera en ella la letra sobre el espíritu. Somos conscientes del fenómeno y de los imponderables que obstruyen su superación; pero quede patente aquí nuestra voluntad de mejora.
18. También se da una eclesiología reduccionista, muy repetida en la historia del cristianismo, en aquellos otros que convierten la tensión dialéctica entre carisma e institución, pueblo y jerarquía, evangelio y norma, Cristo y la Iglesia (bipolaridades constitutivas del ser cristiano, que le enriquecen y dinamizan, y que no pueden anularse jamás), en dualismo maniqueo, más o menos confesado. Se descalifica de antemano a la Institución, la Jerarquía y la Ley, para presentar una Iglesia del Espíritu y del Evangelio, como si aquellos elementos no estuvieran dentro de la Iglesia del Señor. Nace esta actitud, como en seguida veremos, de una reducción subjetiva del concepto y el hecho del Pueblo de Dios, tal como nos lo define el Concilio.

III. EL PUEBLO DE DIOS, AQUÍ
19. La parcialidad de los diferentes enfoques, recién descritos, nos remite a la plenitud doctrinal de las enseñanzas conciliares, que tienen su raíz y su tronco en la constitución Lumen gentium, y dentro de ella en el capítulo II, sobre el Pueblo de Dios. Lo damos por conocido y meditado, limitándonos aquí a subrayas, en perspectiva de Iglesia diocesana, algunas afirmaciones luminosas.
    Y, ante todo, el hecho mismo de que los padres conciliares privilegiaran, entre todas las definiciones e imágenes de la Iglesia, esta de Pueblo de Dios. Enraizada con fuerza singular en el Antiguo Testamento, ensancha la dimensión restringida de Israel para descubrirnos un pueblo universal, santo, peregrino, cuyos miembros participan de la dignidad, de la igualdad, de la libertad de los hijos de Dios, que tienen como ley la caridad y como meta el Reino del Padre.
    Pueblo de profetas, sacerdotes y reyes, con carismas diferentes y equilibrada armonía entre pastores y fieles, presididos en la caridad por el sucesor de Pedro. Caben en él los catecúmenos, los iniciados, los cristianos maduros.
    Poseen notables elementos de este Reino y de este Pueblo nuestros hermanos de las Iglesias cristianas separadas, y en diferente medida, todos los hombres de buena voluntad que buscan a Dios con sincero corazón (UR n.3).
20. Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que en la Iglesia no hay ni masa ni elite. La Iglesia no es ni un pueblo masificado ni un pueblo de selectos. No somos un pueblo masificado, porque cada uno es llamado por su propio nombre a la fe (cf. Is 43,1; 45,4; 48,8; Rom 8,30; 1 Cor 7,17; Gál 1,15; 1 Tim 2,12; 5,24; 2 Tim 1,9; 1 Pe 1,15; 2,9). Ni somos un pueblo de seleccionados, porque para Dios no hay acepción de personas ni acostumbra llamar atendiendo a los posibles méritos previos de los llamados (cf. 2 Crón 19,7; Rom 2,11; Ef 6,9; Col 3,25; Sant 2,1; 1 Pe 1,17).
    Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que cada uno de nosotros tiene que trabajar constantemente por desarrollar en su persona la “conciencia de miembro”, superando a toda costa el pronunciado individualismo con que hemos vivido tantas veces nuestra vocación cristiana en todas sus dimensiones: culturales, sociales, económicas, morales, etc.
    Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que en la Iglesia persona y comunidad son realidades insuprimibles, que están en una continua tensión, por la que la persona no puede crecer a costa de la comunidad ni la comunidad puede servirse de las personas anulándolas e instrumentalizándolas. La Iglesia es el lugar donde la persona tiene que crecer gracias a su pertenencia a la comunidad y donde la comunidad crece gracias a la aportación de cada persona.
Nuestras raíces cristianas
21. El Pueblo de Dios encarna en los pueblos de los hombres y se reviste de sus peculiaridades. Es lo que se llama hoy inculturación o aculturación del cristianismo, elemento muy importante de toda evangelización.
    Hablemos, pues, del Pueblo de Dios aquí, en esta Andalucía de historia milenaria y de un presente enormemente vivo. Nuestras Iglesias diocesanas se remiten por tradición a la época apostólica y acreditan históricamente su presencia pastoral y sus gestas de martirio a partir del siglo III. A comienzos del IV, el Concilio de Ilíberis (Granada) sitúa en el primer plano de las Iglesias de España y de la cristiandad a un buen número de diócesis asentadas en la Bética romana.
    Desde entonces nuestras comunidades de fe escriben páginas brillantes en la época patrística: Osio de Córdoba, Gregorio de Elvira, Isidoro de Sevilla; completan la gesta misionera con la catolización de los visigodos, resisten durante siglos la presencia musulmana, con capítulos tan gloriosos como las comunidades mozárabes y su insigne martirologio cordobés; y pasan también por los períodos oscuros, hasta la práctica desaparición de toda presencia visible de la Iglesia en la época inmediatamente anterior a la Reconquista. Nuestra región es reengelizada por impulso de San Fernando en el siglo XIII (Andalucía central y occidental) y de los Reyes Católicos en el siglo XV (Andalucía oriental).
    En el Siglo de Oro nuestras cristiandades renovadas pueden ya aportar a la Iglesia de España y a la universal figuras tan preclaras como San Juan de Dios y San Juan de Ávila, el arzobispo Guerrero, el teólogo Francisco Suárez y el escritor fray Luis de Granada. Posteriormente nuestra historia eclesiástica discurre paralela a la de las demás diócesis españolas.
22. Desde la Reconquista hasta bien entrado el siglo XX, nuestra conformación religiosa, la presencia de la Iglesia en la sociedad y la idiosincrasia espiritual del pueblo se han definido por lo que hoy se llama un régimen de cristiandad. Su último capítulo ha sido el recién expirado Concordado de 1953. Por cristiandad entendemos un modelo de sociedad donde la fe cristiana o católica se da por supuesta en la generalidad de la población; donde la Iglesia es reconocida como institución inspiradora de valores, costumbres y normas de convivencia, y donde la acción pastoral propende más a conservar mediante el culto y la catequesis que a renovar y evangelizar con talante misionero.
    En España y en Andalucía han hecho acto de presencia, desde la Ilustración hasta hoy, los grandes movimientos ideológicos, sociales y políticos de la Europa moderna, produciendo un impacto profundo de secularización y, por ende, un pluralismo real, también en el orden religioso. Ni es objetivo afirmar que “España ha dejado de ser católica”, ni responde a verdad dar por supuesto el compromiso de fe de todos nuestros conciudadanos, aunque esté bautizados en su casi totalidad. Nuestra realidad religiosa es hoy a la par, en proporciones diferentes en cada sitio y difíciles de cuantificar, Iglesia de cristiandad e Iglesia de misión.
    El dato es aplicable a Andalucía, quizá con mayor intensidad en su exigencia misionera. Porque nuestras diócesis están estructuradas casi todas en provincias con capitales grandes y núcleos de población importantes, en contraste con el centro y el norte de la Península, que se caracterizan por su atomización en pequeñas parroquias rurales. Al ser más urbana, Andalucía refleja con mayor fuerza el proceso de secularización. A esto se añade el fenómeno del turismo y el dato de que seis de sus ocho provincias tienen acceso al mar; y es sabido que, por lo común, el litoral, que ayudó en su momento a la evangelización, contribuye ahora al pluralismo y al estado de misión. Finalmente,  la depresión cultural de Andalucía es también carencia de catequización y de prácticas sacramentales, aunque no siempre de fe profunda.
Nuestra fisonomía como pueblo
23. En otras ocasiones los obispos de la región hemos reflexionado sobre la tipología profunda de nuestro pueblo, singularmente en sus rasgos religiosos. Consideramos válido el diagnóstico que publicamos en 1975 en nuestro documento sobre el Catolicismo popular en el sur de España. Copiamos algunos párrafos:
    “Caracterizan a nuestro pueblo su honradez y limpieza moral y su inteligente laboriosidad, unidas a la serenidad y dominio de sí y de su vivísima emotividad; su mesura y buen sentido, su estimación de la cultura y su gozo ante la belleza; la intensidad con que vive el presente y su profunda filosofía de la vida y de la muerte. Le caracteriza también su cordial capacidad de apertura y acogida, su excepcional facilidad para la comunicación y el diálogo, su generosa y valiente solidaridad, junto con un pronto espíritu de servicio, ayuda y comprensión, su fortísimo y entrañable afecto a la familia. Le caracterizan, en fin, entre otros muchos valores, su fértil ingenio y viveza rápida de comprensión y de expresión y su gran capacidad de síntesis; una natural distinción y dignidad que revisten de finura, señorío y buen gusto aun a las personas de más humilde condición; un alegre sentido de la fiesta y un inagotable buen humor para sobreponerse a las penas, admirablemente armonizado con su seriedad para afrontar serena y juiciosamente las cuestiones serias de la vida, con entereza para aceptar reveses y desgracias , y con larga paciencia para soportar las privaciones, las humillaciones y las discriminaciones injustas que lleva consigo la inveterada y dura situación regional, resultado de muchos avatares históricos, opresiones endémicas y estructuras insolidarias.
    No es menos cierto que estos valores están muchas veces bloqueados, como decimos, por lamentables taras colectiva, psicológicas o morales, que es preciso tener el valor de decirle al pueblo, por doloroso que resulte, si de veras se quiere su liberación humana y cristiana y borrar la imagen que otros han formado de él. Tales son: una cierta desidia indolente, la tendencia a un fatalismo conformista, un individualismo fortísimo…” (n.6.3).
El catolicismo popular
24. En el aspecto religioso, el documento citado intenta un análisis amplio y profundo del hecho cristiano en Andalucía, con sus luces y sus limitaciones, con su pobreza y su grandeza. Sin optar, lógicamente, por una “pastoral de cristiandad”, que no respondería ya, aplicada en exclusiva, al estado real de nuestras diócesis, hacemos allí una constatación efectiva y un juicio de valor matizadamente favorable de lo que llamamos “catolicismo popular”. El diagnóstico se condensa en estas líneas:
    “En nuestro catolicismo popular aparece, ante todo, la presencia básica y decisiva de elementos de verdadera fe cristiana, Es cierto que, con frecuencia, los hallamos deformados, incipientes o sin madurez, y que los modos subjetivos con que los entiende esa fe popular no coinciden perfectamente con los contenidos revelados y requieren una profundización catequética. Pero, no obstante, se trata de fe verdadera en Cristo y no tan sólo de anticipaciones pre-evangélicas que estuvieran revestidas de manera  puramente externa como imágenes cristianas, o que hubieran cristalizado con el tiempo en tradiciones populares de apariencia cristiana …
    Hasta tal punto es esto verdad, que la situación religiosa de nuestras regiones puede definirse, de hecho, por el catolicismo popular, que es propio y peculiar de sus gentes. Sobre esa realidad global de base descansa cuanto existe, a los demás niveles, en nuestras Iglesias diocesanas” (n.4).
¿Pueblo de Dios o clase social?
25. De una tal encarnación de las esencias cristianas en el marco geográfico e histórico de Andalucía no deben sacarse consecuencias desmesuradas. ¿Son dos mapas superpuestos, con idénticas medidas, el del Pueblo de Dios en Andalucía y el del pueblo andaluz, sin más? Dicho queda más arriba que, aunque sobreviven entre nosotros abundantes realidades de una Iglesia “de cristiandad”, pesa mucho también el fenómeno de la secularización, incluso entendido como oscurecimiento de la fe y pérdida del sentido religioso. Son muy numerosas las personas y los grupos humanos que constituyen para la Iglesia un campo preocupante de la “pastoral de misión”.
    Y observamos ante este fenómeno dos falacias contrapuestas que enmascaran la realidad: la de aquellos que se resisten ante la historia y siguen esclavos de modelos del pasado sin aprestarse a evangelizar a millares de supuestos creyentes; confunden Pueblo de Dios con pueblo a secas. Y lo mismo les pasa, en la acera contraria, a los que, sin compromiso alguno personal con la fe ni con la Iglesia, consideran patrimonio de todos (celebraciones religiosas, tesoros de arte sacro) lo que corresponde a la comunidad cristiana. Con generosidad y buen sentido, sin juzgar conciencias ni violentar la sensibilidad colectiva, habremos de ir avanzando hacia una clarificación de esferas y competencias. Como bien han afirmado otros obispos españoles, no se puede confundir, sin más, Pueblo de Dios con municipio.
26. Pide asimismo un esclarecimiento el fenómeno de las “comunidades cristianas populares” o, en expresión más corta, de la “Iglesia popular”. Se trata aquí de un movimiento con implantación en Andalucía y en otras regiones españolas. Militan en sus filas sacerdotes, religiosos y religiosas, con seglares de uno y otro sexo. Se inscriben estas comunidades dentro del denominador más amplio de las conocidas como “de base”, aunque con fisonomía propia.
    Estos hermanos nuestros parten de lo que ellos llaman una “teología popular” elaborada en el seno de las propias comunidades con planteamientos cercanos a los de la teología de la liberación. A juzgar por sus escritos – boletines y folletos -, consideran que la Iglesia nace y crece en el pueblo y del pueblo, entendiendo por pueblo la clase social más deprimida y asumiendo la lucha de clases como método válido para la transformación de la sociedad y reforma de la Iglesia, divididas en opresores y oprimidos. La Iglesia popular hace una “opción de clase” por los segundos. No todos los escritos ni todas las actitudes expresan esta radicalidad de planteamientos. Y, en lo que toca a las personas, se dan profusamente en estos grupos hombres y mujeres con sincera voluntad cristiana e incluso con espíritu de Iglesia, quienes aseguran que en modo alguno quieren constituir una Iglesia paralela. Pero algunas actitudes y algunas afirmaciones doctrinales, repetidamente manifestadas, difícilmente salvan a determinados miembros de esas comunidades de tan grave peligro.
    Cuando hablan, con lenguaje equívoco, de reformular la fe por su cuenta y riesgo; cuando critican sistemática y despiadadamente al Papa y a los obispos; cuando se muestran insolidarios con la generalidad de la Iglesia, tal como existe; cuando conculcan en sus celebraciones las más serias normas litúrgicas e incluso atentan contra la doctrina católica sobre el sacerdocio; cuando avalan posiciones equívocas o rechazables sobre el aborto y divorcio .., difícilmente salvarán el peligro de confundir la fe de los sencillos y de resquebrajar la comunión de la Iglesia.
27. No procedemos aquí una condena formal de errores, y menos de personas; pero sí advertimos, como pastores de las Iglesias de Andalucía, sobre unos peligros ciertos y graves que pueden deteriorar las mejores intenciones. Os prevenimos contra el desprecio hacia otras personas y comunidades de Iglesia y hacia el ministerio jerárquico como tal. No puede aprobar esto el Señor. Demostraos a vosotros mismos, con gestos eficaces, que sois fieles a la fe de la Iglesia, que respetáis su magisterio, que ni de palabra ni de obra ensayáis comunidades paralelas.
    Pablo VI supo analizar en la Evangelio nuntiandi (n.58), con su lucidez y finura características, las luces y las sombras del fenómeno mundial de las comunidades de base. Revisad vuestra experiencia a la luz de sus palabras. Sed fermento y levadura dentro de la única Comunidad cristiana, con mayúscula, y no reduzcáis, ni siquiera en vuestras expresiones, el Pueblo de Dios universal a una clase social, por muy digna y sufrida que sea. Todos arrastramos mucha pobreza delante de Dios y a todos nos ha salvado su Hijo Jesucristo.

IV. UNA COMUNIDAD DE COMUNIDADES
28. No nos convertiremos a una vivencia profunda de la Iglesia diocesana, ni ésta, como institución visible, responderá al designio del Señor, mientras no penetremos en el meollo religioso, en el misterio salvador, que anida dentro de ella y da sentido a sus estructuras y a sus funciones. Una vez dicho que en la Iglesia local se hace presente, con toda su riqueza, el misterio de la Iglesia única, todo lo demás es una derivación obvia.
    Dentro del universo de la fe, la Iglesia es un “misterio de comunión”, estrechamente ligado al de la Santísima Trinidad. Un pueblo, como dice San Cipriano, “reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (De oratione dominicali, 23). Doctrina ratificada por el Concilio con estas luminosas palabras: “El supremo modelo y supremo principio de este misterio (el de la Iglesia) es, en la trinidad de personas, la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo” (UR 2). Unidad en la pluralidad, comunidad sin mengua de lo más personal de cada uno. Esta es la ley suprema del misterio trinitario y del ser profundo de la Iglesia.
    Una sola Iglesia diocesana acoge dentro de sí los diversos ministerios y funciones, los más variados carismas, la plural condición sociológica, económica, cultural e incluso ideológica de sus miembros. Unidad y catolicidad son términos inseparables, dialécticos, complementarios. Sólo con categorías de fe y de docilidad al Espíritu podemos vivir como una síntesis, sin tensiones angustiosas ni polarizaciones excluyentes, nuestra pertenencia activa a una Iglesia local.
    Una inspirada expresión de este misterio nos la da San Pablo con su imagen de la Iglesia-Cuerpo de Cristo, en la que cada miembro, sano o enfermo, afecta a la totalidad del organismo, de suerte que un crecimiento o una debilitación parcial justifica sin más la afirmación de que es la persona la que crece o se debilita. Cada miembro sirva a la unidad del cuerpo y de la persona y recibe, en contrapartida, un servicio semejante (1 Cor 12).
29. Toda comunión supone elementos comunes en quienes la comparten. Etimológicamente, esta palabra, communio, en latín, nos remite al término munus, con su doble significado de don o regalo y de tarea o deber. La comunión, en este caso, equivale a recibir o disfrutar juntos unos dones y asumir solidariamente unas responsabilidades.
    En su entraña teológica, la comunidad cristiana –digamos aquí diocesana- es una comunidad de creyentes, de hermanos y de testigos, a un tiempo santos y pecadores. “Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituye Iglesia, a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera” (LG 9).
    La importancia y la peculiaridad de una Iglesia particular y de las comunidades que la integran se debe precisamente a que en esos niveles más reducidos se experimentan en directo los dones y los valores de la comunión: se intercomunica la fe de los miembros, se celebra en común la Eucaristía, se practica el amor fraterno a través del conocimiento mutuo y la acción comunitaria, se hace más visible plásticamente el misterio de la Iglesia una y heterogénea.
El obispo, un signo de comunión
30. No se trata de una comunidad acéfala ni amorfa. Es jerárquica y está estructurada en diversos ministerios y estamentos. Empecemos por el más señalado, el ministerio episcopal. El obispo es elemento constitutivo e indispensable de la Iglesia local: “Una porción del Pueblo de Dios, confiada al obispo, para ser apacentada con la colaboración de los sacerdotes” (véase n.12). “En la persona de los obispos, quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles” (LG 21). Ellos “rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es el mayor ha de hacerse con el menor, y el que ocupa el primer puesto como el servidor”. “Los obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de la unidad en las Iglesias particulares” (LG 23).
    En la Iglesia, los pastores son “pueblos” en cuanto miembros vivos del Cuerpo místico, del que sólo Cristo es la cabeza; pero no son “pueblo” en cuanto asumidos por Jesucristo como ministros suyos: están puestos al frente del mismo en función de la Cabeza. Este misterio eclesial ha sido puesto en plena luz por el Concilio.
31. Según la famosa expresión de San Agustín, “con vosotros somos cristianos y para vosotros somos obispos”. En las circunstancias actuales, que no son precisamente fáciles para el servicio jerárquico, quisiéramos cada uno de nosotros encarnar fielmente la figura episcopal diseñada por nuestros hermanos los obispos participantes en la III Conferencia Latinoamericana, celebrada, hace ahora un año, en Pueblo (México):
    “El obispo es signo y constructor de la unidad. Hace de su autoridad, evangélicamente ejercida, un servicio a la unidad; promueve la misión de toda la comunidad diocesana; fomenta la participación y la corresponsabilidad a diferentes niveles; infunde confianza en sus colaboradores, especialmente presbíteros, para quienes debe ser padre, hermano y amigo (LG 28); crea en la diócesis un clima tal de comunión eclesial, orgánica y espiritual, que permite a todos los religiosos y religiosas vivir su pertenencia peculiar a la comunidad diocesana, discierne y valora la multiplicidad y variedad de los carismas derramados en los  miembros de su Iglesia, de modo que concurran, eficazmente integrados, al crecimiento y a la vitalidad de la misma; está presente en las principales circunstancias de la vida de su Iglesia particular” (Puebla 79, n. 533).
La parroquia y otras comunidades
32. Crear comunión en el seno de la Iglesia diocesana exige hacer de ella una verdadera comunidad de comunidades. Porque los fieles cristianos están articulados en unidades menores, algunas con gran solidez institucional. La más universal y típica en la parroquia, llamada con acierto célula de la Iglesia, porque también ella reproduce a su modo la unidad y pluralidad del Pueblo de Dios. Cuenta con un territorio, una porción de fieles, un presbiterio que los pastorea en nombre del obispo. En su templo se confiere el bautismo, se proclama la Palabra, se celebra la Eucaristía y los sacramentos, se cultiva la vida cristiana. Institucionalmente, la parroquia es una comunidad, porque posee los elementos humanos y teológicos para serlo.
    Pero se dan diversos grados e intensidades en la vivencia de la comunión entre el párroco y los feligreses, de éstos entre sí y con otras parroquias. A veces la magnitud de la demarcación, el excesivo número de fieles, la pasividad religiosa de éstos o el escaso dinamismo pastoral del clero, reducen a la parroquia casi a una oficina de servicios religiosos. En cambio, observamos también, y con estimulante frecuencia, comunidades parroquiales vivas, donde la evangelización, la catequesis, la acción caritativa, el culto participativo y vivo, constituyen un signo poderoso de la Iglesia del Señor, en los más variados ambientes. No es justo dar por liquidada la institución parroquial, como si fuera incapaz de crear e incrementar la comunión cristiana en un mundo secularizado. Muy por el contrario, la parroquia, aunque está expuesta a limitaciones y peligros, y no es la fórmula exclusiva de comunidad, seguirá engendrando hijos de Dios y construyendo el Cuerpo de Cristo.
    Normalmente, las parroquias más vivas son, a su vez, las más relacionadas con otras comunidades de fe y con la Iglesia diocesana como tal. De suyo, una diócesis, en su articulación comunitaria y canónica, es ,ante todo, un conjunto de parroquias unidas al obispo. También se vertebran en arciprestazgos y en zonas, logrando con ello, sobre todo a nivel presbiteral, nuevas cotas de comunión.
33. Expresión de Iglesia y cauce de comunión son también, dentro del pueblo cristiano, las asociaciones, movimientos y hermandades, con fuerte tradición y viva actualidad en nuestras diócesis de Andalucía. Florecen asimismo en la Iglesia de hoy muchas y muy variadas experiencias comunitarias, generalmente en unidades restringidas.
    Al hablar del Pueblo de dios hicimos referencia a las “comunidades de base” y a la “Iglesia popular” (n.26 y 27). Nos referimos ahora a sendos movimientos comunitarios de importancia creciente en nuestras diócesis: las comunidades neocatecumenales y las carismáticas. Las primeras tienen fuerte implantación en numerosas parroquias de Andalucía y han hecho tomar conciencia de su ser cristiano y de su dimensión comunitaria a hombres y mujeres de todas las edades, practicantes o alejados, mediante un contacto vivo con la Palabra de Dios y un lento proceso de conversión. La fuerza mundial de este fenómeno espiritual ha interesado en él a los dos últimos Papas, cuyos estímulos y orientaciones hacemos nuestros.
    En cuanto a la renovación carismática, su origen es exterior a nuestras fronteras e incluso más amplio que los propios límites de la Iglesia católica, como exigencia de transformación en el Espíritu y como escuela gozosa de oración personal y comunitaria. En este campo tan delicado, la experiencia secular de la Iglesia nos alecciona de que no apaguemos el Espíritu por miedo al subjetivismo ni ignoremos ese escollo en nuestro entusiasmo religioso.
34. Comunidades de especial calificación en la Iglesia han sido siempre las de religiosos y religiosas. No vamos a ponderar aquí el valor de su carisma ni la significación fundamental de la vida consagrada dentro del Pueblo de Dios. El Concilio ha ratificado la intensa eclesialidad de estas familias religiosas, su vinculación con el obispo (LG 45) y su inserción en la comunidad diocesana (CD 33-35). ¿A qué nivel de empobrecimiento llegarían nuestras Iglesias de Andalucía si de pronto desaparecieran los monasterios contemplativos, los centros asistenciales, los colegios de todos los niveles de enseñanza, los templos servidos por religiosos, las actividades teológicas, pastorales, catequéticas, litúrgicas y espirituales, que vosotros y vosotras promovéis y atendéis? Y más que vuestras obras, vuestras personas y comunidades. ¡Qué intensa presencia la de las religiosas en Andalucía! ¡Qué valiosa, aunque no tan numerosa, la de los religiosos!
    Por eso hay que considerar como un don del Espíritu la conciencia actual de pertenencia a la Iglesia diocesana y el compromiso con ella que viven tantos religiosos, individualmente y como comunidades, y también la mayor valoración de vuestras personas y de vuestras obras, la creciente incorporación a las responsabilidades parroquiales y diocesanas y el cariño más profundo hacia vosotros y vosotras, a que nos sentimos llamados los obispos. Estos son los caminos de la comunión eclesial a los que exhorta, con gran riqueza de espíritu, de doctrina y de fórmulas operativas, el documento Mutuae relationes, publicado hace dos años, con la aprobación del Papa, por las Sagradas Congregaciones para los Religiosos y para los Obispos.
En comunión con las demás  Iglesias
35. No es raro que en muchas agrupaciones humanas, no excluidas las de índole religioso, la compenetración entre sus miembros de puertas adentro se trueque en cerrazón, cuando no en hostilidad, hacia personas o grupos del exterior. Una comunión así desmentiría su carácter de cristiana. La que se vive en la Iglesia diocesana carece de fronteras, aunque la diócesis las tenga. Sabemos que la unidad de la fe, de la Palabra de Dios, de la Eucaristía, del Espíritu Santo, del amor cristiano, del ministerio de Pedro, vincula estrechamente a todos los hijos de la Iglesia católica. Aunque por nacimiento, domicilio, vivencias afectivas y compromiso directo estén enraizados en una Iglesia local, su comunión se extiende a todas las demás, unidas a la de Roma, madre y maestra.
    “Dentro de la comunión eclesiástica –dice el Concilio- existen legítimamente Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el Primado de la Cátedra de Pedro, que preside la Asamblea universal de la caridad, protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad, en lugar de dañarla” (LG 13). La comunión de cada Iglesia particular con la Iglesia de Roma es para todas ellas garantía de su fidelidad a Cristo y de su comunión recíproca.
    La sensibilidad católica, de la que no está ausente el Espíritu Santo, traduce esta comunión de fe y de disciplina con la sede romana en veneración y amor hacia el sucesor de Pedro, haciéndose eco, a su manera, de la predilección de Jesús por el primero de sus apóstoles. Sentir y fomentar el amor al Papa constituye un signo vigoroso de comunión eclesial, al  alcance de los sabios y de los sencillos. Y  no tiene nada que ver con mitologías o vedetismos humanos ni con cultos totalitarios a la personalidad. Nos movemos aquí en categorías de fe y en espíritu de Iglesia, cuando traducimos en cariño a la persona toda nuestra veneración por su ministerio.
    Esto no impide una valoración serena de los méritos, del estilo, de la personalidad de cada Papa, de excluye, en lo accidental, preferencias personales. Pero sí debería cerrar el paso al despego y a la críticas desconsideradas y hasta ofensivas, tanto más cuanto que, de ordinario, tienen su origen en perjuicios ideológicos, en informaciones parciales o falsas y en los mimetismo gregarios de la mota. Esto tampoco debe dar pie a otros para hacer del Papa un arma arrojadiza y considerar enemigos suyos a los que él trata como hermanos.
    Vaya desde aquí nuestra comunión gozosa y plena con el Pontífice actual, Su Santidad Juan Pablo II, con cuya persona y magisterio queremos caminar unidos en el pastoreo de nuestras Iglesias de Andalucía.
36. Al Concilio Vaticano II le debemos también la toma de conciencia sobre la colegialidad de los obispos y la fraternidad entre las Iglesias. En sus documentos hemos aprendido que “el cuidado de anunciar el Evangelio en el mundo pertenece al cuerpo de los Pastores” (LG 23), “cada uno de los cuales, con su propia comunidad, ha de mostrarse, como San Pablo, solícito por todas las Iglesias. Cada diócesis viene obligada, por un imperativo de fraternidad, a suministrar personas y medios a las que están constituyéndose –misiones- y a las necesitadas de clero o de recursos materiales” (cf. CD 6).
    La primera y más apremiante traducción de tal espíritu es la acción evangelizadora en tierras de infieles para implantar en ellas nuevas Iglesias particulares. Las de Andalucía están allí representadas por admirables misioneros y misioneras; pero se impone incrementar esa presencia con nuevos obreros del Evangelio. ¿Cuántos jóvenes nuestros escucharán esa llamada? La conexión entre las Iglesias no brota ocasionalmente de la necesidad de unas y de la caridad de otras, sino que, por su raíz teológica, ha de regir siempre y manifestarse en expresiones institucionales, , cuales son la provincia eclesiástica entre las diócesis limítrofes, presidida por un Metropolitana, y las Conferencias Episcopales de ámbito regional, nacional o incluso internacional.
    Entre nosotros, la constitución, a raíz del Concilio, de la Conferencia Episcopal Española ha dado a la Iglesia en nuestro país una cohesión y un impulso sin precedentes. Los obstáculos obvios que encuentra en su rodaje una institución colegial de tanto alcance no han impedido que la presencia y la voz del Episcopado español se manifestaran , con su orientación y con su estímulo, en los grandes momentos y problemas del pueblo cristiano.
    Los obispos del sur de España, integrados canónicamente en las provincias eclesiásticas de Granada y de Sevilla,, podemos ofrecer, como sabéis, una experiencia peculiar, cual es la de nuestros encuentros periódicos desde hace diez años, que hacen posible, por ejemplo, una reflexión pastoral como la que realizamos en esta carta colectiva. Ya hablamos al comienzo (n.1) de las ventajas que se han seguido para nosotros y para nuestras Iglesias de esta comunión episcopal activamente ejercitada. Nos proponemos mantenerla e incrementarla en el futuro, y extenderla, como ya viene ocurriendo, a otros sectores del Pueblo de Dios en Andalucía: organismos pastorales, institutos religiosos, movimientos de apostolado laical.

V. LA CONSTRUCCIÓN DE LA IGLESIA DIOCESANA
37. La Iglesia es siempre un don y una tarea. Dios Padre, por su Hijo en el Espíritu, nos ha regalado y mantiene indefectibles los elementos permanentes de la comunidad cristiana: palabra, sacramentos, ministerios. Pero el Pueblo de Dios, en su carrera histórica, está siempre en camino hacia la construcción del Reino de Dios, del que la Iglesia visible es germen y principio (LG 5); hemos de avanzar tenazmente cada día en su realización, hasta que logremos su plenitud en la gloria del Padre. Es lo que se ha llamado tensión escatológica de la Iglesia, entre el “ya” y el “todavía no”.
    Esta referencia esencial de la Iglesia al Reino la mantiene siempre en exigencia renovadora. De aquí nace la esperanza como actitud cristiana de base; de aquí la disconformidad del cristiano frente a este mundo que insinúa con sus logros los valores del Reino, pero no alcanza a realizarlos, o incluso los corrompe; de aquí la extraña mezcla de aprecio y de relativización que siente el creyente maduro ante todo lo creado; de aquí, finalmente, esa desazón en la que tiene que debatirse la comunidad cristiana cuando siente que “no tenemos aquí la ciudad permanente” (Heb 3,1.4), pero que, al mismo tiempo, es “en esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia, que puede anticipar de alguna manera un vislumbre del siglo futuro” (GS 39).
    En términos neotestamentarios y conciliares, al referirnos a nuestras diócesis, hablamos de las Iglesias que peregrinan en Córdoba, en Jaén o en Cádiz. Lo de peregrinante no es un adjetivo poético, sino una condición sustantiva del Pueblo de Dios en este mundo. Nuestra Iglesia diocesana no puede afincarse ni instalarse cómodamente, consolidando inercias o rutinas que frenen su dinamismo; se siente pecadora y, por ello, necesitada de continua conversión (cf. LG 8). De ahí que lo que llevamos escrito sobre la teología y la espiritualidad de la Iglesia diocesana deba concretarse ahora en compromisos peculiares de todo el Pueblo de Dios. Entendemos que cualquier reforma o renovación, para ser eficaz, debe afectar a las personas y a las estructuras, a los aspectos carismáticos y a los institucionales de la Iglesia.
Cómo ejercer el ministerio episcopal
38. Se nos plantea, pues, de arranque la responsabilidad personal del obispo en el pastoreo de la diócesis, para que ésta se conduzca de veras como Iglesia particular y como comunidad de Cristo Resucitado. Antes reprodujimos (n.31) el diseño ideal del obispo, trazado por la Asamblea de Puebla. No ignoramos, por comprometedor que resulte para nuestras personas, que, al actuar, como dice el Concilio “in persona Christi”, personificando a Cristo, quedamos obligados a ser testigos privilegiados de su amor a la comunidad cristiana y a todos los hombres (cf. CD 11).
    El triple ministerio de maestro, sacerdote y pastor habremos de ejercerlo sin anular ninguna otra función ni carisma, potenciando a los demás ministros, a las comunidades consagradas y al laicado; pero sin eludir tampoco la carga y el compromiso anejos al carácter episcopal. La historia nos dice que, en los grandes momentos de renovación eclesial, el Señor suscitó en su Pueblo una generación de Pastores a la altura de los tiempos. La etimología de la palabra “autoridad” (del latín augere auctum, en castellano aumentar) nos insinúa que estamos puestos en la Iglesia para hacer que nuestros hermanos crezcan, “tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10).
39. Los movimientos pendulares de la Historia vuelven a reclamar ahora el servicio del obispo como maestro y garante de la fe. Por llevar consigo una apertura y una respuesta total a Dios, la fe cristiana es más rica que la simple ortodoxia doctrinal; pero no puede subsistir sin ella, porque está en juego la fidelidad al depósito de la revelación de Dios, que custodian y transmiten los sucesores de los apóstoles.
    Los estudios teológicos, la reflexión y la praxis cristiana ayudan a penetrar en la Escritura Santa y en las fórmulas doctrinales del Magisterio; abren caminos a los hombres para que acojan la Palabra salvadora; iluminan la cultura y la ciencia, desde la sabiduría de Dios. Pero, si la reflexión teológica se emancipa de la humildad de la fe, se hace caso omiso del carisma del Magisterio, puede precipitarse en el vacío de un racionalismo que no salva.
    Es un gran don del Espíritu a la Iglesia el interés por los estudios teológicos que brota hoy entre las religiosas y los laicos. No debe ser la teología un feudo clerical. No han de retraernos del estudio los peligros del confusionismo doctrinal o de las desviaciones. Se vencen mejor con la cultura teológica que con la fe del carbonero. Pero no os apartéis un ápice de la fe de la Iglesia ni os incomodéis con los obispos cuando la defendemos con celo. “El que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23).
40. Es obispo es también el liturgo principal de la Comunidad de la fe, que celebra la Eucaristía congregando en ella la Iglesia y es moderador nato de las celebraciones cúlticas de todas sus comunidades. El Vaticano II llega a definir la Iglesia particular como “una comunidad de altar bajo el sagrado ministerio del obispo” (LG 26). Por eso en la Iglesia “toda legítima celebración de la Eucaristía ha de estar dirigida por el obispo” (Ibíd.), aun cuando la presida un pesbítero, que ha recibido la consagración de Dios por el ministerio del obispo. Permitidnos una cita final del decreto conciliar sobre el ministerio pastoral de los obispos: “La principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la Eucaristía, una misma oración, junto al único altar, donde preside el obispo, rodeado de su presbiterio y ministros” (CD 11).
    Los obispos hemos de corregir, en la medida en que nos afecte, la realidad y la imagen de un jerarca que no sea, antes y sobre todo, “servidor de los sagrados ministerios”, licurgo y sacerdote que preside las celebraciones de la comunidad orante. Por la celebración con vosotros iremos a la comunión y

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