La conciencia cristiana ante la emigración. Pastoral colectiva de los Obispos del Sur de España

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Oficina de información de los Obispos del Sur de España

Un imperativo evangélico
1.    Nos exige el Evangelio a todos los cristianos, y con mayor razón a los pastores de la Iglesia, que estemos activamente presentes en los problemas de nuestros hermanos, pues el juicio del Señor es taxativo: «cuanto hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis… Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25, 40 y 45). E igualmente concreta es la recomendación del Apóstol: «Ayudaos unos a otros a llevar vuestras cargas y cumplir así la Ley de Cristo» (Gál 6, 2).
En estas enseñanzas del Señor queremos inspirar nuestra reflexión pastoral sobre los problemas que plantea a la conciencia cristiana el fenómeno migratorio de la España del Sur y sobre la respuesta que debemos darle, como pastores y fieles de la comunidad creyente.
Intentaremos primero analizar someramente la realidad, sobre todo en sus repercusiones humanas, invitando a todos a descubrir las causas de la misma para poder arbitrar los remedios más idóneos que cada cual tenga a su alcance. Y nos ocuparemos después de las responsabilidades que incumben a la Iglesia en este campo APRA hacerles frente con sinceridad.
Con ello somos fieles a la línea de acción que nos trazamos, hace tres años, en nuestra primera reunión de Montilla  y compartimos también la preocupación de otros episcopados católicos de países mediterráneos o centroeuropeos , secundando con ellos las directrices conciliares y pontificias .

PRIMERA PARTE
ALCANCE Y SIGNIFICACIÓN DEL HECHO MIGRATORIO
Cuántos y quiénes emigran
2.    Según estadísticas oficiales, mientras la población española ha crecido en un 11,1 por 100 durante la década 1961-1970, el conjunto de las provincias andaluzas sólo lo hizo en un 1,3 por 100. Datos estos aún más llamativos al compararlos, por ejemplo, con el crecimiento poblacional, durante los mismos años, de Cataluña en un 30,05 por100, y del País Vasco en un 32,12 por 100.
En cifras absolutas, Andalucía, que ha tenido en el decenio un crecimiento vegetativo de 920.804 habitantes, ha visto salir por emigración a 842.923; y en lo que va de siglo, al doble de esa cantidad. Esta pérdida global de población equivale al censo de dos provincias como Sevilla y Almería. Badajoz a su vez, en 1970, tenía 147.861 habitantes menos que en 1960 .
Tales desplazamientos de personas se dirigen fundamentalmente hacia los países industrializados de Europa y hacía las regiones más desarrolladas de nuestro territorio nacional. Y aún muchos de los que se quedan se ven obligados a la llamada emigración temporera, endémica en nuestra región. Emigra, sobre todo, la población activa, hombres jóvenes, la mitad peones agrícolas y casados en su mayoría. No podemos extendernos en el análisis cuantitativo y cualitativo de la población.
Motivos del emigrante y causas de la emigración
3.    Aunque cada sector de esta población desplazada presenta sus rasgos propios, se da un común denominador de todos ellos: salen casi siempre en busca de un puesto de trabajo que no encuentran en su tierra de origen. Se trata, pues, de una emigración forzada por razones que no dependen del propio emigrante.
La emigración obrera extranjera, que se presentó hacia 1955 como provisional, se ha ido institucionalizando hasta constituir en nuestros días una de las estructuras fundamentales para el desarrollo económico de la nueva Europa. Entre nosotros, el III Plan de Desarrollo, que se propone el pleno empleo como objetivo fundamental, prevé en este cuatrienio un incremento de la población activa muy superior al de la creación de puestos de trabajo .
De todo lo dicho cabe deducir que, por ahora, no lleva visos de cerrarse el flujo migratorio que venimos padeciendo. Y aunque sabemos que el crecimiento industrial ha llevado históricamente aparejado un «cambio de trabajo», con el desplazamiento, inevitable muchas veces, del campo a la ciudad, tampoco se nos ocultan las amenazas del urbanismo desmesurado, del hacinamiento industrial, del deterioro del medio ambiente, de la despersonalización colectiva, que acarrea un desarrollo sin premisas morales profundas, no siempre atento al precio humano del bienestar.
Emigración sin alternativa
4.    La Iglesia reconoce y predica el derecho humano a emigrar en busca de horizontes más amplios para el desarrollo personal y familiar. Negar ese derecho o impedir su realización sin motivos superiores es, a todas luces, recusable e injusto. Pero hacer o permitir –cuando caben otras soluciones– que ese derecho se convierta para muchos en una necesidad, equivale a violar un derecho anterior: el de vivir donde se ha nacido. Cuando para sobrevivir no queda otra alternativa que emigrar, la tan aireada libertad de emigración, afirman los obispos italianos, se convierte en tapadera de la injusticia .
Entre las situaciones recusables que originan la emigración pueden señalarse una desigual distribución de las riquezas materiales dentro de la comunidad social, una inadecuada explotación de los recursos existentes, un difícil acceso a los bienes de la cultura . Y, con carácter general, un desequilibrio entre el crecimiento de la población y el de los recursos de una región, a la que la Administración Central del Estado y otras fuerzas concurrentes no dieron, a tiempo y con ímpetu, el impulso del desarrollo.
Por lo general, las emigraciones no obedecen hoy a causas cósmicas, inevitables, que los hombres no puedan conjurar con su voluntad y con su esfuerzo. Nada menos cristiano que un fatalismo resignado o resentido. Las migraciones son no pocas veces resultado, por acción u omisión, de determinados planteamientos de una política económica. Se impone, por tanto, un juicio humano y cristiano de cada situación para evitar que los intereses de unas personas, empresas, grupos, e incluso comunidades naciones, puedan medrar indebidamente a costa de otros.
5.    En lo que atañe a nuestra región, nos cuesta aceptar que la emigración haya de ser solución forzosa de nuestros problemas en una zona que, si por algo sobresale, desde la primeras culturas mediterráneas hasta la presente invasión turística, es por ser foco de atracción y de asentamiento de sucesivas oleadas migratorias. Por sus terrenos, su subsuelo, sus condiciones climáticas, su emplazamiento, su litoral marítimo, su patrimonio histórico, sus recursos humanos, el sur de España parece ofrecer base para soluciones, verdaderamente humanas, de su postración laboral y social.
Quienes tienen la responsabilidad de tomar las últimas decisiones de la política económica, que prevé como cierta y convierte para muchos en necesaria la migración de grandes masas de trabajadores, no deben dejarse llevar por la llamada «mentalidad economista», que establece como meta primordial los resultados globales de un programa o de un plan aun a costa de alguna de las partes. Ni fijar, sin sopesarlo mucho en conciencia, unos ritmos de transformación que acarreen graves distorsiones, evitables quizás con otros enfoques .
Crear puestos de trabajo
6.    Sin asumir competencias técnicas, y ateniéndose al sentir más común sobre el particular, consideramos obligada y urgente la creación de puestos de trabajo en la España meridional. Para lograrlos en medida suficiente deben concurrir, creemos, estos factores:
a)    Ante todo, las inversiones masivas de la Administración Pública que transformen efectivamente la infraestructura económica de la región y la doten de medios de comunicación, de instituciones educativas y de industrias básicas, aunque no sean inicialmente rentables, que aseguren el despegue económico y la transformación de estructuras de la sociedad.
b)    Los recursos de las instituciones bancarias y de ahorro ubicadas en nuestra región, aplicados a la creación de riqueza y trabajo entre nosotros, superando los incentivos de mayor seguridad o rentabilidad que ofrezcan otras zonas más industrializadas y, por lo mismo, no tan necesitadas. Esta orientación tendría que ser facilitada y potenciada por el propio Estado.
c)    El capital privado de la misma región, para el que constituye un deber inexcusable de su posición privilegiada poner en plena explotación sus recursos patrimoniales y financieros con verdadero sentido social en las inversiones. Es lo que enseña el Concilio en estas palabras: «En los países regiones menos desarrolladas, donde se impone el empleo urgente de todos los recursos, ponen en grave peligro el bien común los que retienen sus riquezas improductivamente o los que privan a su comunidad de los medios materiales y espirituales que ésta necesita» .
d)    Sobre todo, no puede ni debe faltar una participación popular bien organizada en la que los propios trabajadores, con los ahorros de su trabajo aquí o conseguidos en la emigración, se constituyan en artífices de la propia promoción, creando solidariamente fuentes de riqueza o puestos de trabajo. Todas las otras ayudas deben tender a potenciar esta última, con gran respeto a la dignidad de nuestros hombres y con confianza en su capacidad de resurgimiento.
No cabe duda que, dentro de los planes de desarrollo y de otros programas oficiales, se han hecho valiosos intentos y conseguido notables logros parciales en la línea que propugnamos. También hay que consignar, dentro de la escasez de hombres de empresa que acusa esta región, la existencia de empeños beneméritos en el campo de la iniciativa privada. Sin embargo, las estadísticas migratoria siguen ahí, y mientras nuestras gentes continúen su éxodo forzoso hacia otras regiones o países, no pueden quedar satisfechas nuestras aspiraciones ni tranquilas nuestras conciencias.
Ambivalencia del hecho migratorio
7.    En nuestras circunstancias de hoy, la emigración produce evidentemente ventajas económicas y secuelas de bienestar. Gracias a ella, centenares de miles de familias han podido subsistir o se han desarrollado en cierta medida. Es innegable el servicio que los emigrantes han prestado a toda la nación, contribuyendo a nivelar y robustecer la balanza de pagos y el valor de nuestra moneda, a reducir el paro y a ampliar las oportunidades de otros.
La Iglesia no aboga por una sociedad estática no añora ruralismo patriarcales. Considera, sobre todo a partir de Juan XXIII, que una civilización de movilidad es positivamente apta para engendrar una sociedad comunitaria. Vista así l emigración, como un proceso libre hacia una socialización verdaderamente humana, se nos muestra en el Concilio como una condición del bien común . Pero ya advirtió también Juan XXIII en la Mater et Magistra los desequilibrios e injusticias con que se estaban poniendo en marcha los procesos de desarrollo . Las condiciones en que, en nuestro tiempo, se produce muchas veces la emigración de trabajadores evidencian que estos mecanismos son más desde la movilidad quedan bastante en entredicho.
Debemos aplicar la reflexión a nuestra realidad concreta: disminuye progresivamente, o al menos relativamente, la capacidad productiva de nuestra región y aumenta el desnivel con respecto a las otras; las remesas de salarios, evidente ayuda para la subsistencia familiar, favorecen el consumo, pero pocas veces las producción en nuestra zona; la emigración masiva de los pueblos a las ciudades acumula una masa proletaria en los suburbios y se hipertrofia, a veces, el sector de servicios en zonas turísticas de lujo.
Sus repercusiones humanas
8.    Y todo esto es menos doloroso que contemplar el desarraigo humano y el oleaje despiadado de los flujos y reflujos migratorios, con todos los problemas psicológicos, culturales y religiosos, sociales y políticos que esto acarrea.
Sólo quien ha vivido en su persona o en sus familiares más directos el drama profundo de la emigración puede calibrar las penalidades que lleva consigo. Notemos, en primer término, que los protagonistas del hecho migratorio son normalmente los pobres y necesitados, carentes, las más de las veces, de un mínimo bagaje de cultura y de soltura para desenvolverse en un ambiente extraño.
A la dificultad, en muchos casos insalvable, del idioma se añade el choque con unos modos de relaciones harto diferentes de nuestra psicología meridional. Los emigrantes se sienten marcados, por sus escasas posibilidades de consumo, en ambientes que hacen ostentación de ellas, y viven con frecuencia en una terrible incomunicación, cuando no efectiva segregación, del medio social nativo. Siéntense en inferioridad de derechos civiles, políticos y sociales y advierten la falta de prestigio y consideración social de su trabajo, su situación y su mentalidad. La vivienda, por lo común, es provisional y angosta, en los casos en que los barracones y literas no constituyen alojamiento único.
La emigración equivale, las más de las veces, cuando se dirige al extranjero, a una separación familiar forzosa, con sus secuelas de soledad de los cónyuges y de dificultades de la joven madre para educar a unos hijos que apenas conocen a su padre. Recordemos también las dificultades de las jóvenes solteras, que han de afrontar por su cuenta la experiencia migratoria.
Es de imaginar el efecto de todo esto sobre la vida religiosa de los emigrantes. Esta crisis existencial incide muchas veces sobre una fe poco catequizada, unas prácticas religiosas escasas y una religiosidad muy diferente de los esquemas que rigen en los países de destino. Los influjos ideológicos y políticos a que se presta la nueva situación tampoco están inspirados, por lo común, en una orientación cristiana.
Un serio aldabonazo para nuestra conciencia de creyentes y de hombres de Iglesia, que nos lleva, junto con todo lo anterior, a tratar detenidamente, en lo que resta de este documento, sobre las responsabilidades específicas de la Iglesia para con estos hermanos nuestros.

SEGUNDA PARTE
LA RESPUESTA DE LA IGLESIA
Dar doctrino y crear conciencia
9.    Ya supone un notable servicio a la causa del emigrante formular y definir una correcta doctrina moral sobre este ingente fenómeno humano. Así lo han venido haciendo los Papas y el Concilio a lo largo de todo el proceso migratorio, posterior a la II Guerra Mundial.
Para los católicos es hoy incontrovertible la libertad de emigrar y de buscar trabajo en cualquier punto del planeta, así como también el derecho a vivir en la propia patria o región, sin ser forzado artificialmente a abandonarla. Poseemos asimismo una lograda doctrina sobre el desarrollo, el cual, en expresión ya consagrada, debe llegar a todo hombre y a todos los hombres.
Esta última afirmación, que constituye la médula de la encíclica Populorum progressio tendría que llegar a ser norte y guía de toda política migratoria digna de tal nombre. Del concepto que se tenga de desarrollo derivan, como es lógico, tanto la política económica en general como el tratamiento que dentro de ella se otorgue al fenómeno migratorio.
Todos debemos contribuir, con los medios a nuestro alcance, a una adecuada toma de conciencia sobre estas responsabilidades por parte de los Estados que envían o reciben emigrantes, pues sólo a nivel internacional e intergubernamental pueden arbitrarse soluciones de raíz. Mientras éstas no lleguen a lograrse, es obligado proteger legalmente la salida, la estancia y la vuelta del emigrante, de modo que sus derechos laborales, sociales y familiares se vean satisfechos con equidad. En todo caso, es éste de la migración un grave capítulo de la moral de las esferas dirigentes, tanto en la Europa como en la España de hoy.
La misma acción pastoral de la Iglesia, sobre la que nos extendemos a continuación, se ve de ordinario muy afectada por los resultados, satisfactorios o no, de las políticas migratorias en los países implicados.
Calibrar el problema
10.    Las cifras aducidas al comienzo dan la medida estadística de los afectados por la condición emigrante. Cerca de un millón de salidas en un decenio, que reclaman de la Iglesia una atención cristiana y pastoral hacia los emigrados y hacia sus familias.
Para hacer frente a esta responsabilidad, conviene advertir de antemano que la pastoral de la migración está estrechamente ligada al conjunto pastoral de las Iglesias de origen y de recepción de los emigrantes. Sin un fuerte sentido misionero y una lúcida toma de conciencia sobre la magnitud espiritual del problema migratorio, difícilmente podrá dársele una suficiente respuesta apostólica.
Confesamos que hasta ahora, a nivel del sur de España, los esfuerzos de la Iglesia en esta materia han sido débiles y desconectados entre sí. Existen y funcionan, con escaso vigor por lo común, nuestras delegaciones diocesanas de migración, cuyo cometido principal viene siendo el orientar y ayudar a los que buscan trabajo fuera, facilitándoles el acceso a los organismos oficiales o empresariales que pueden resolver su caso. Estas delegaciones fomentan de ordinario un contacto humano y cristiano, epistolar o directo, con los emigrantes y sus familias.
En el plano parroquial, son bastantes los sacerdotes y seglares que mantienen lazos de afecto con los emigrantes de sus comunidades. Las colonias de emigrantes en otras regiones españolas reciben en muchos casos las visitas periódicas de los sacerdotes de sus parroquias nativas, y no es infrecuente que el párroco de origen presente a sus emigrantes ala párroco de destino.
Por parte de la Iglesia de España –aunque en débil proporción por parte de las diócesis del Sur– se viene procurando atender pastoralmente a los emigrantes con sacerdotes misioneros que les asisten en sus propios ambientes. Y se da el caso también de algunos sacerdotes que acompañan en su trabajo a los emigrantes temporeros.
Reconocemos, pues, que esta ayuda religiosa y moral no es proporcionada a la magnitud del fenómeno y nos proponemos, por un imperativo de conciencia pastoral, incrementar y concretar mejor los esfuerzos de nuestras diócesis.
Potenciar los instrumentos
11.    Somos los obispos y los sacerdotes los más llamados, naturalmente, a otorgar a este problema la atención pastoral que merece. La plataforma mejor para tratarlo y estudiarlo pueden ser nuestros Consejos del Presbiterio. Allí llevaremos datos sobre los miembros de la comunidad diocesana que «han causado baja» por ausencia laboral, y reflexionaremos juntos, a la luz del Evangelio, sobre lo que semejante situación reclama de los pastores de la Iglesia.
En el marco de las zonas pastorales y de los arciprestazgos, podrá hacerse este análisis con elementos de primera mano y con experiencias muy vivas sobre la repercusión del hecho migratorio en las comunidades rurales. Y cuando efectuemos los obispos la visita pastoral a estas parroquias, dedicaremos particular atención a esa realidad.
Todo ello contribuirá, esperamos, a aclarar nuestra visión y a espolear nuestra conciencia para dar un serio impulso a la pastoral migratoria. La cual exigirá, sin duda, una potenciación urgente y bien orientada de los servicios diocesanos que atienden este campo. También es de esperar que aumente el número de sacerdotes sensibilizados en esta necesidad pastoral y disponibles para servirla donde la Iglesia los requiera.
Pero, al tiempo que nos planteamos el posible traslado de los sacerdotes a las zonas de inmigración, conviene descubrir la labor que les toca en sus parroquias actuales, de donde arranca, con mayor o menor intensidad, el flujo migratorio.
La preparación del emigrante
12.    Lo primero que aquí nos sale al paso es la preparación del emigrante. Hay que dar por sentado que una de las razones que le fuerzan a emigrar es, no pocas veces, su impreparación cultural y profesional. Aunque no resulte fácil remediar por completo esta carencia, debemos paliarla hasta el máximo, iniciando en el idioma y costumbres del extranjero, promoviendo cursos de formación acelerada o animando a participar en los que programan los organismos estatales. Todo lo que sea pasar del simple peonaje a una mano de obra más calificada acarreará respeto y ventajas al interesado y será una buena obra por nuestra parte.
Uno de los aspectos de la preparación del emigrante ha de ser ayudarle a tomar conciencia del problema y de sus causas y dimensiones y a adoptar posiciones lúcidas ante las diversas situaciones que plantea el hecho de la emigración.
En esa preparación deben entrar también elementos morales, religiosos y psicológicos que faciliten a nuestros hombres y mujeres la mejor superación del trauma migratorio. La Iglesia, sobre todo, debe llevar al espíritu de los emigrantes una iluminación evangélica sobre el sentido espiritual de su experiencia. La emigración está cargada a la vez de riesgos y oportunidades personales. Va unida a una profunda crisis, que debe ser cauce de salvación y promoción.
No es infrecuente que, entre los que emigran, figuren personas de serio compromiso cristiano, para los que la nueva situación puede significar una oportunidad de vivir seriamente su fe y dar testimonio de Cristo en nuevos ambientes. El cristianismo primitivo fue difundido en gran medida por cristianos pobres, arrancados forzosamente de sus medios de origen por razones políticas, bélicas o económicas e incluso por esclavos comprados en un país y vendidos en otro. Ellos escuchaban como dicha para ellos la Palabra de Dios: «Te he dispersado entre las naciones para que lleves allí mi nombre» (Ex. 9, 16)
Una espiritualidad evangélica de la emigración tenderá a suscitar o potenciar en los emigrantes su voluntad de vivir y de vencer, su deseo de apropiarse nuevos valores y desarrollar su personalidad y de adquirir madurez y temple en el sacrificio. Deberá ayudar a profundizar en el significado de la familia, del pueblo y de la comunidad nacional lejos de ellos; a comprender mejor su país desde fuera y, recíprocamente, al nuevo país desde las tradiciones de su origen; a luchar eficazmente por la justicia; a comprobar el valor del esfuerzo asociado en la creación de centros, instituciones y movimientos. En una palabra: deberá ayudarles a replantear su vida espiritual precisamente cuando sienten amenazados todos los valores hasta entonces inconmovibles (familiares, sociales, culturales, éticos y religiosos).
Acompañar al emigrante
13.    Una labor formativa que lleva a asimilar, como adquisición propia, todo lo que antecede exige continuidad en la labor que la Iglesia ha iniciado antes de despedir al emigrante.
Con los emigrantes que se asientan en otras regiones de nuestro país es aconsejable que encuentren acogida fraternal e incorporación plena en las comunidades cristianas allí existentes. Pero puede ser necesario, en la etapa de transición, un contacto eclesial estrecho entre la parroquia de origen y la de destino, incluso con traslados periódicos o permanencias largas de los sacerdotes andaluces. El término normal de ese proceso deberá ser la inserción definitiva en la Iglesia local.
Entre los que van al extranjero, es normal el propósito de volver, y de hecho así ocurre en la mayoría de los casos. No es frecuente que nuestros emigrantes, sobre todo la generación de los pobres, arraiguen socialmente en el país de recepción.
La Iglesia, sin embargo, no tiene fronteras y fomenta el máximo de apertura de todos a todos, en virtud de una fraternidad humana y de una comunicación de fe. Obispos y sacerdotes del país de origen y de destino debemos concertar la atención pastoral a los emigrantes, supliendo cada cual lo que no esté al alcance del otro. Y de hecho así viene ocurriendo en no pocos casos.
Siendo tan notables las dificultades que el idioma, la situación humana, la diferente idiosincrasia religiosa crean inevitablemente a la inserción del emigrante en las comunidades eclesiales del país elegido, se hace prácticamente necesaria, desde el punto de vista pastoral, la presencia entre ellos de capellanes compatriotas. Así viene haciéndose en los tres últimos lustros, si bien con notoria insuficiencia, ya que el número de emigrantes por sacerdote, repartidos en extensas demarcaciones, oscila entre ocho y catorce mil.
Teniendo en cuenta, además, que de los sacerdotes se reclama muchas veces toda clase de servicios humanos y asistenciales, es patente la necesidad de que aumenten las vocaciones generosas para tan difícil ministerio, Pero, sobre todo, se acentúa la conveniencia de fomentar allí y alentar desde aquí grupos apostólicos de movimientos seglares, comprometidos en una acción de Iglesia. Lo mismo se diga de una presencia activa, donde proceda, de religiosas y de otras fuerzas eclesiales.
Es capital en eso que nuestros sacerdotes y mutantes apostólicos, además de emigrados, no se sientan exiliados o desconectados de sus comunidades diocesanas de origen. La Comisión Episcopal de Migración, y sus delegados por países, trabajan en este sentido pero somos nosotros –obispos, sacerdotes y fieles– los que hemos de cuidar muy seriamente de que esto no ocurra, y corregirnos si está ocurriendo. La pastoral migratoria debe ser un capítulo de la pastoral diocesana, y entre nosotros, al menos en adelante, queremos que lo sea también de la pastoral regional de los obispos del sur de España.
Los emigrantes que vuelven
14.    Hacemos notar finalmente otro dato, el último del proceso, cual es el regreso del trabajador o de la familia emigrante. Con los ahorros acumulados compran un campo, o una casa, o bien instalan un taller o un modesto negocio. Puede ser éste un capítulo final, relativamente feliz, de la dura experiencia vivida.
Pero cabe también –y esto es más frecuente de lo que quisiéramos– que las circunstancias personales y familiares, o la propia manera de ser, no le permitieran ahorrar. En todos los casos, su readaptación al regreso es un nuevo problema. Si su ambiente de origen sigue sin desarrollarse, difícilmente flotará por mucho tiempo la familia que realizó el esfuerzo de emigrar. Porque, al no encontrar fácilmente un empleo fijo y dignamente retribuido, la misma necesidad que le obligó a emigrar por primera vez le fuerza a volver a marchar,  esta segunda salida es mucho más triste.
Constituyen estos casos una seria llamada a la reflexión y un nuevo argumento sobre la insuficiencia de la de la emigración como respuesta típica a los problemas profundos de una región.
También en esta etapa final, feliz o difícil, el emigrante tiene que encontrar en su camino a la Madre Iglesia en ademán de servicio. Su psicología debe ser comprendida y sus problemas ideológicos y existenciales habrán de encontrar luz y afecto en su comunidad de fe. Sólo así culmina debidamente una pastoral de la emigración.
Saludo final
    Cerramos esta reflexión pastoral dirigiendo un saludo evangélico de paz a todos los emigrantes de nuestras diócesis del sur de España y a sus familiares, que les acompañan  o les esperan. Hemos escrito lo que antecede con ánimo de serviros como hermanos y queremos obrar en consecuencia.
    Como tiempo de conversión y purificación, la Cuaresma debe ayudarnos a todos a descubrir el plan de dios en esta situación concreta y ajustar a él nuestras conductas. Como tiempo de esperanza en la muerte salvadora y en la resurrección de Cristo, debemos afrontar este problema con seguridad confiada y con dinamismo emprendedor. Sólo así mereceremos todos el juicio absolutorio de Jesús: «Fui peregrino y me acogisteis» (Mt. 25, 35)

    1 de marzo de 1973.

    JOSÉ MARÍA, Cardenal Arzobispo de Sevilla, EMILIO BENAVENT, Arzobispo A.A. de Granada, DOROTEO, Obispo de Badajoz. RAFAEL G. MORALEJA, Obispo de Huelva. JOSÉ MARÍA, Obispo de Córdoba. LUÍS, Obispo de Tenerife. JOSÉ ANTONIO, Obispo de Canarias. MIGUEL, Obispo de Cartagena – Murcia. ÁNGEL, Obispo de Málaga. ANTONIO, Obispo de Guadix – Baza. MANUEL, Obispo de Almería. MIGUEL, Obispo de Jaén. ANTONIO, Obispo Auxiliar de Sevilla. JAVIER, Obispo Auxiliar de Cartagena – Murcia, PABLO ÁLVAREZ, Vicario Capitular de Cádiz. VICENTE GAONA, Vicario Capitular de Ceuta.

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