Carta de los Obispos del Sur de España a los sacerdotes de sus diócesis

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Oficina de información de los Obispos del Sur de España

I. NUESTRO PREBISTERIO
Queridos sacerdotes:
    Nos dirigimos a vosotros, desde el espíritu de la celebración de la misa crismal y de la renovación de las promesas sacerdotales, para manifestaros nuestro modo de pensar y de sentir sobre el presente y el futuro de la vida sacerdotal. Esta carta, firmada ahora por todos los obispos del sur de España, es fruto de una larga reflexión común, madurada a lo largo de dos años en nuestras reuniones regionales. ¿Puede extrañarse alguien de que los obispos, cuando nos juntamos para orar y dialogar, centremos nuestro interés en los hermanos de ministerio, con los que compartimos las vocación, la consagración y la misión?
    De otra parte, los ocho años de nuestros encuentros episcopales han estado marcados por hondas transformaciones y agudos problemas, lo mismo en la sociedad española que en la vida de la Iglesia. Todo ello con tan fuerte repercusión sobre la persona y la acción pastoral de los sacerdotes, que nos mueve a escribiros esta carta, en tono familiar y directo, sin acopio de citas ni disquisiciones doctrinales, pero en humilde fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia.
    Para muchos de vosotros, las sacudidas del cambio han supuesto una profundización en lo esencial del ministerio, un nuevo dinamismo de la fe personal y de la apertura pastoral; una mayor comunión con otros sacerdotes, con seglares y con religiosos, con el obispo, en el dolor y la esperanza de esta Iglesia, que busca ser más fiel a su Señor y a los hermanos.
    A otros, en cambio, las sacudidas de la Iglesia y del ambiente social les han provocado un shock desconcertante, cuyos efectos van desde las secularizaciones – no pocas y muy dolorosas para ellos y para nosotros – hasta las crisis de identidad, que confunden y desaniman, empujando a bastantes hacia estudios y trabajos no pastorales y frenando a otro sector en una rutina ministerial sin gozo y sin horizontes.
    Los obispos no vivimos fuera de estas corrientes y estas sacudidas. No pasa un día sin que nos encontremos con sacerdotes que dan una respuesta evangélica a las nuevas situaciones y se realizan como hombres, como creyentes y como pastores, demostrando con sencillez que el sacerdocio de siempre puede ser vivido en moldes de hoy, sin traumas angustiosos, sin confusión teológica, sin crisis de identidad. Sabed, queridos hermanos, que vuestro testimonio constituye un valor inestimable de la Iglesia conciliar y supone también una ayuda fraternal para nosotros, los obispos, que, como los demás cristianos y sacerdotes, experimentamos los embates de la crisis y necesitamos también ser confortados en nuestra debilidad.
    A nosotros llegan – y con qué fuerza – todas las sacudidas del momento histórico. La más dura, sin duda, la de los sacerdotes que solicitan la secularización después de un difícil proceso de crisis pastoral, eclesial o afectiva. Somos conscientes del respeto y de la compresión que merecen, y procuramos acompañarlos, iluminarlos y, cuando es posible, sostenerlos en el servicio ministerial. Tocamos de cerca, muchas veces, los traumas del cambio de estado, en su situación eclesial, laboral y psicológica. Los exhortamos a vivir con plenitud las posibilidades de su ser cristiano. Y no siempre nos queda la satisfacción de haber sabido actuar con pleno acierto en todas las incidencias de un proceso tan delicado. Es nuestro tributo a la dificultad de los tiempos.
    Hay luego otro grupo de hermanos (¿quién puede definirlos con exactitud, en su heterogeneidad?) que se ven más o menos afectados por distintos elementos de la crisis: despego de la institución eclesial y del ministerio jerárquico; necesidad de “realizarse” en tareas distintas de la labor pastoral; implicación en compromisos ideológicos y políticos; búsqueda de otro rol, de otra figura del sacerdote, difícilmente encajable en los moldes establecidos. Estos tienen derecho a no ser juzgados con precipitación, a que se reconozcan los márgenes de un pluralismo legítimo, a que se respeten y asuman los valores, siquiera sean parciales, que encarna cada postura.
    Pero se dan simultáneamente, a veces en conjunción con estos valores, casos de evidente confusionismo teológico, de insolidaridad con el presbiterio y con el obispo, de desestima de los quehaceres religiosos y de una automarginación, tan peligrosa para ellos como desorientadora para muchos cristianos. Se nos acusa a los obispos, desde otros sectores, y no sabemos con qué dosis de razón, de permitir cierta anarquía en el cuerpo sacerdotal y dimitir nuestro deber de orientar y corregir.
    Dejemos a Dios del juicio cabal y aceptemos las críticas de diferente signo; creemos sinceramente, con la humildad que engendra el sufrimiento y las propias limitaciones, que nuestro deber está fijado en la parábola de la cizaña (Mt 13,29-30) y que el servicio episcopal debe ejercitarse “con mucha paciencia y doctrina” (2 Tim 4,2).
    Os invitamos a un análisis sereno de la situación sacerdotal que esté exento a la vez del egocentrismo enfermizo y de la obsesión problematizadora. Ha de descubrir y valorar, por un lado, las muchas realizaciones válidas del sacerdocio hoy que tenemos a la vista; debe detectar, por otra parte, con lucidez y sin angustia, las diferentes versiones de la crisis sacerdotal en quienes se ven tocados por ella. De modo muy sumario, que puede ser completado, corregido o enriquecido por vuestras propias observaciones, resumimos aquí ese panorama.

II. DATOS DE ESPERANZA
    Empecemos por las realizaciones positivas y alentadoras. Queremos pensar primero en ese sector de sacerdotes maduros, algunos ya ancianos, que han servido al Señor con alegría (Sal 100), soportando el peso del día y del calor (Mt 20,12), como siervos buenos y fieles (Ibíd.., 25,21), antes y después del Concilio. Sois los que recibisteis una teología segura de sí misma, una Iglesia sin traumas internos y sin confrontaciones exteriores, una espiritualidad bien estructurada y un estatuto pastoral definido. Sobre las bases del Concilio de Trento y del Código de Derecho Canónico, vuestra formación y vuestro ministerio discurrieron sin colapsos hasta el Concilio Vaticano II.
    Luego las nuevas luces del Espíritu nos descubrieron a cuantos, a mayor o menor medida, somos hijos de esa época, que tan parecidos valores no estaban exentos de notables carencias: pobreza en la formación, en la espiritualidad y en la pastoral bíblica; excesiva orientación clerical de todo el edificio formativo y menor valoración de otros carismas del Pueblo de Dios; cierta distancia entre los planteamientos teológicos y los problemas de la cultura y de la vida; aislamiento notable en nuestro mundo religioso español, de cara a la Iglesia universal y, aún más, de los hermanos separados.
    A todo esto se han sumado en un, para vosotros, vertiginoso (para otros, lento) posconcilio, la irrupción de otros estilos de vida sacerdotal, significados hasta por su atuendo exterior, lo mismo que del pluralismo y la contestación eclesial, por no hablar de la crisis vocacional y de las secularizaciones. Humanamente hablando, se ha pedido demasiado al clero de vuestra generación, y es por ello más digna de encomio vuestra fidelidad y vuestra esperanza. Estadísticas recientes nos dicen que el mayor peso, en número y responsabilidades de la Iglesia, corresponde, al menos en España, a los sacerdotes entre cuarenta y cincuenta años.
    Consideramos muy digna de encomio vuestra apertura sincera a la Iglesia conciliar, sólo explicable en categorías de fe. Vuestra inserción en la pastoral bíblica, en la participación comunitaria, en el acercamiento a los alejados, en los nuevos valores de la libertad y del compromiso – sin mengua o, mejor, como expresión de vuestras fidelidades básicas – constituye un servicio impagable al Pueblo de Dios. Lo mismo digamos de vuestra apertura a los sacerdotes jóvenes, que os prefieren hermanos o padres, y que presentan a veces un cuadro de fuertes discrepancias frente a vuestras posiciones. Mantened vuestra fe en que el amor fraterno, el testimonio personal, el diálogo respetuoso, pueden conduciros a unos y a otros hacia nuevas cotas de comunión.
    No es menos evidente que, en nuestros hoy pluriformes presbiterios, estáis también, y con notable peso, vosotros, los sacerdotes que, por juventud o por proceso evolutivo personal, encarnáis una nueva imagen de clero, aplaudida por muchos y criticadas por no pocos. Es claro que vuestro talante más secular, vuestra soltura de lenguaje y estilo de vida, vuestro sentido crítico y, a veces, vuestro despego institucional, se prestan, de por sí, al comentario o al desconcierto.
    Pero nuestro oficio episcopal nos ha dado continuas oportunidades de trataros de cerca, antes y después de vuestra ordenación sacerdotal. Somos testigos directos de vuestras inquietudes, de la entrega evangelizadora, del espíritu de pobreza, del amor a los hermanos que desplegáis, con la mayor naturalidad, muchos sacerdotes jóvenes. Y de la evolución profunda y positiva, que os habéis impuesto a vosotros mismos, vosotros de más edad, para dar respuestas pastorales válidas a las situaciones del mundo actual.
    Al mundo de las preferencias lícitas de cada cual y del juicio de valor al que tienen derecho todos los fieles cristianos, consideramos desatinado establecer una línea divisoria, por edades o por estilos, para encasillar a un lado o a otro a los mejores sacerdotes. Podemos asegurar ante el Pueblo de Dios que los hay admirables en todas las promociones y que los obispos no queremos imponer a nadie otras exigencias que las que brotan claramente del Evangelio, de la teología y del sacerdocio o de las normas universales de la Iglesia. Ni debemos apagar la esperanza de los que buscan en el desierto nuevos caminos al Señor (Is 40,3; Mc 1,3), ni tampoco desoír las advertencias de quienes temen, no sin fundamento, que las adaptaciones precipitadas desvirtúen la luz y la sal del sacerdocio (Mt 5,13-14).
    Observamos, por lo general en sacerdotes de distintas generaciones, una búsqueda sincera de modos renovados de vivir la existencia sacerdotal y ejercer el ministerio sagrado. Florecen asociaciones propiamente dichas o movimientos de espiritualidad sacerdotal; se advierte la formación de equipos para la acción pastoral que engloban la propia vida espiritual de los sacerdotes y les ofrecen un apoyo fraternal en su vida consagrada y en su acción apostólica. De hecho nos encontramos los obispos con casos muy positivos de sacerdotes que habéis hallado, mediante tales experiencias, un instrumento válido para vuestra renovación personal y pastoral.
    Dentro de este programa positivo, registramos con alegría la presencia de presbíteros religiosos que, en fidelidad a su instituto, ejercen, dentro de la pastoral diocesana, tareas ministeriales encomendadas por el obispo. Ellos son un verdadero enriquecimiento para el presbiterio diocesano.
    Aunque los religiosos pueden ser también sujetos pasivos y activos de la crisis, no cabe duda de que la vida en común y los medios espirituales de su congregación constituyen buena garantía para su perseverancia animosa en el ministerio.
    Otras corrientes espirituales y pastorales tienden más bien a implicar al sacerdote en el procesos de conversión y de maduración cristiana que vive su propia comunidad de fieles. Son caminos de gran riqueza, homologados por diferentes cauces: catecumenados de jóvenes y adultos, comunidades de reflexión bíblica y celebración eucarística, grupos de oración, consejos pastorales, equipos de revisión de vida, en los que el sacerdote, sin dimitir su función pastoral, actúa como hermano entre hermanos, dejándose evangelizar y cultivando su propia fe, lejos de la imagen clásica, un tanto distantes, del “señor cura”.
    Vemos ahí una preciosa cantera de renovación de los sacerdotes, como creyentes y como ministros de la comunidad. Estas experiencias profundas maduran la persona y la fe de quienes las viven, y conducen, por vía normal, a serios compromisos con los hombres, sin dilemas con su fidelidad a la Iglesia.

III. LAS FUENTES DEL GOZO
    Los sacerdotes más contentos y esperanzados de nuestras diócesis suelen coincidir con los que encuentran sentido y sabor en el triple ministerio que define el sacerdocio del Nuevo Testamento: evangelización, celebración, pastoreo. Sin una atracción profunda, sin un gesto existencia por estas dedicaciones, ¿puede hablarse en rigor de vocación sacerdotal? Cierto que la vida de los mejores registra altibajos y oscuridades, pero la conciencia de estar enviados por y con Jesucristo, para redundar su propia obra, es un recurso constante para mantenerse firmes.
    Sin pretender entrar a fondo en esta materia, y sólo a modo de ejemplo, observamos que la pastoral de sacramentos se va enriqueciendo de día en día. Así, la celebración del bautismo, comúnmente precedido por un contacto catequético con padres y padrinos, cada vez más responsables de su compromiso en la educación del neófito en la fe y de su gradual inserción en la comunidad cristiana. Se incrementa también la atención a niños y padres durante los meses – o años – que preceden a las primeras penitencia, eucaristía y confirmación. Aunque este último sacramento no llegue a todos o se administre aún, en ciertos casos, con celebraciones masivas, va ofreciendo cada día más una oportunidad excelente para un catecumenado de adolescentes, tendente a un compromiso de fe personal y de militancia cristiana. A esto hay que añadir los progresos en la preparación de los novios para el matrimonio como base de su valoración sacramental y plataforma de un cultivo pastoral de las parejas jóvenes.
    Esta catequesis viva, antecedente a la administración de dichos sacramentos, culmina en la celebración activa y comunitaria de los mismos, demostrando así, con atinado equilibrio pastoral, que es falsa y artificial la supuesta antinomia entre culto y evangelización. Los que “sacramentalizan” así, evangelizan a fondo, y viceversa.
    Sabemos, por otra parte, que el eje de la vida cristiana es la celebración eucarística. ¡Cuántos sacerdotes hacéis de vuestras misas dominicales, o de otras celebraciones eucarísticas más íntimas, el momento grande de vuestra fe personal y del encuentro religioso con vuestra comunidad! Allí se celebran y viven las creencias, allí se proclama la Palabra y se evangeliza a los participantes. De nuevo, culto y misión.
    Normalmente, el despliegue de una catequesis a todos los niveles, sobre todo en parroquias y comunidades más amplias, agota las posibilidades de tiempo y de energías del clero y requiere la incorporación, harto justificada por sí misma, de religiosos, ellos y ellas, y de seglares de toda condición, a la acción evangelizadora. Surgen así pequeñas o no tan pequeñas comunidades de catequistas en las que el pastor se autorrealiza con honda satisfacción humana, no sin dificultades y cruces.
    Están luego los contactos pastorales más externos al templo y su entorno. Muchos desempeñáis hoy tareas de formación religiosa en centros académicos o en el segundo ciclo de enseñanza básica. Facilitáis a los maestros una orientación religiosa para su labor educadora. Sabemos de las tensiones internas que hoy viven los centros docentes y de las dificultades específicas con que tropieza en muchos sitios la enseñanza religiosa. No es momento de analizarlas ni de buscarles solución aquí (cosa que nos ocupa seriamente a los obispos), pero sí de reconocer la admirable entereza, la perseverancia pastoral con que muchos de vosotros estáis haciendo frente a situaciones ingratas.
    Por último, en esta reseña apresurada de existencias sacerdotales que nos estimulan, no podemos pasar por alto la aproximación evangélica de muchos sacerdotes a los pobres y a los marginados. Muchos habéis logrado compartir las angustias y las esperanzas de los obreros y de los campesinos. Y sensibilizar a la comunidad cristiana y a la sociedad en general sobre las situaciones deprimidas de ancianos, minusválidos, parados, emigrantes. Os vemos más insertos en el pueblo y más queridos por los pobres. Así vais encarnando en vuestra vida la imagen atractiva del Buen Pastor.

IV. EL DESPEGUE ECLESIAL
Entrando en las sombras del cuadro, procuraremos ser breves. Empezamos por lo más común, el despego de la institución eclesial. En términos clásicos lo llamaríamos anticlericalismo o, con mayor precisión, antijerarquismo; fenómeno, al menos, extraño en sacerdotes que son clero y comparten el ministerio jerárquico. Pero así es. Muchos aceptan, sin más, la contraposición fácil entre Iglesia oficial e Iglesia evangélica o popular. Aunque sin negar doctrinalmente la sucesión apostólica o la organización visible de la Iglesia, hacen caso omiso, al menos en buena parte, de ambas cosas. En los ejemplos más agudos, “se da por perdida” a la Iglesia de jerarcas y de cristianos corrientes, para ensayar, por cuenta propia, otros modelos de la comunidad creyente.
Por lo que habláis y escribís quienes, en mayor o menor grado, compartís estas posturas, apreciamos en vosotros una dolorosa decepción ante muchas realizaciones y omisiones eclesiales que os lleva a una incomunicación peligrosa para vosotros y desorientadora para muchos cristianos. ¿Es que no comprendemos vuestras razones, aunque no os demos la razón? ¿Es que nos sentimos inocentes de todas las inculpaciones que nos hacéis? ¿Es que descalificamos de un plumazo los valores que os animan y todas vuestras acciones pastorales o compromisos con el pueblo? Muchos sabéis que no es así.
Pero la lealtad con Cristo y con vosotros nos obliga a recordaros, sin timidez alguna, que no hay otra Iglesia que la de los apóstoles y sus sucesores, y que toda separación de la comunidad cristiana – la Iglesia universal y la local – empobrece a los que la viven o fomentan, conduce a muchos a “quemarse” y siembra la confusión en el mismo pueblo cristiano al que se pretende reformar. De verdad, queridos sacerdotes, no juguéis a edificar otra Iglesia, con distinto fundamento del que el Señor ha establecido, y ayudadnos con vuestras dotes personales, con vuestro sentido crítico fundado en la caridad, con vuestra experiencia de contacto con el pueblo, ayudadnos a pastorear y a renovar a la Iglesia en esta época apasionante. No dificultéis nuestro ministerio con vuestra insolidaridad. No frenéis con vuestros excesos la renovación de otros. No os creáis depositarios de recetas únicas de salvación. Sólo el amor mutuo, la humildad y la fe en la Iglesia única del Señor, a la que El no abandona nunca, nos salvará a nosotros y a vosotros.
Con frecuencia, estas posiciones van acompañadas de una fuerte ideologización, cuando no de una militancia o un liderazgo político o sindical. No podemos analizarlos aquí, peri sí aseguraros con toda llaneza y claridad que una ideología, no contrastada responsable y fielmente con la fe y la doctrina de la Iglesia, termina por minarla seriamente; que toda militancia, y más todo liderato sacerdotal de partido, cualquiera que sea su signo, escandaliza y divide a la comunidad cristiana, aunque puede agradar por motivos extrarreligiosos a algunos de sus miembros. Comprended, por ello, nuestra decisión de no aceptar la compatibilidad de un cargo pastoral con dichas opciones políticas.

V. EL MALESTAR CELIBATARIO
En las raíces del despego eclesial y de la desazón de determinados sacerdotes están con frecuencia sus posiciones, anímicas o doctrinales, ante la ley del celibato eclesiástico.
Ciertamente, esta renuncia, que compromete zonas profundas de la persona, ha sido siempre difícil y, por ende, meritoria, pero hoy resulta más empinada por el erotismo del ambiente, por la pérdida de las trabas en la sociedad, por las menores defensas teológicas y ascéticas. Requieren tratamiento aparte los sacerdotes afectados por ideologías desviadas o por crisis morales y religiosas. Nos referimos ahora a vosotros, los sacerdotes con voluntad de serlo, que experimentáis las dificultades del momento y esperáis, con todo derecho, una palabra pastoral de vuestros obispos.
Tema este vasto y profundo, que requiere, como pocos, doctrina sólida, experiencia humana y planteamiento de fe. De cara al fututo, no debemos dogmatizar lo que no sea absoluto ni alentar pronósticos que puedan conducir al desengaño o a la frustración. Sí, en cambio, considerar que, sin entrenamiento en la oración, sin despego de los bienes terrenos, sin maduración correcta de la afectividad, sin guarda de los sentidos, sin apertura alegre a los hermanos, sin un trabajo pastoral gratificante, no sólo crece la dificultar de observarlo, sino que pierde su sentido el celibato sacerdotal.
Con respetuosa delicadeza, y sin talante dogmático, os exhortamos a todos a la plena fidelidad de vuestra consagración. Vosotros y nosotros hemos experimentado la alegría profunda que lleva consigo el amor indiviso al Señor; los valores de libertad pastoral, de desarrollo religioso, de signo escatológico, que van anexos a la virginidad evangélica, vivida fielmente por el Reino de los Cielos.
No es camino para alcanzar el equilibrio en nuestra consagración ignorar los horizontes de la antropología actual, menospreciar el amor humano o el matrimonio cristiano, infravalorar el sexo o elevar a derecho divino la ley del celibato. Pero tampoco conduce a la verdad ni a la paz de la conciencia reducir el tema celibatario a su obligatoriedad canónica, oscureciendo sus valores religiosos y pastorales.
Respiramos, es cierto, una rebeldía difusa, en la que asoman incluso acusaciones de indiferencia, cuando no de dureza, contra la Santa Sede y el Colegio Episcopal, como si se ignoraran o despreciaran, en esos niveles de la Iglesia, las tensiones y oscuridades que, en relación con el celibato, apuntan hoy en determinados sectores del clero y del laicado. Ellos y todos deberíamos recordar, a este propósito, el paso histórico dado por Pablo VI al autorizar la dispensa de las obligaciones anejas al presbiterado y permitir el paso de sacerdotes al estado secular. A la vista está lo que de audacia, de fe y de cruz ha supuesto este paso para la Iglesia. Añádase a ello la reinstauración del diaconado permanente (con perspectivas mucho más ricas que las del problema celibatario) y la eventualidad abierta en el III Sínodo de los Obispos para la ordenación sacerdotal de hombres casados.
Pero al sucesor de Pedro y a los demás obispos de la Iglesia nos preocupa, antes que nada, sostener la fidelidad de todos los sacerdotes que continuáis encontrando sentido a vuestro don total. Desde ese afán está escrita, por ejemplo, la encíclica Sacerditalis coelibatus y muchas de las exhortaciones de Pablo VI a los sacerdotes de hoy. Estas orientaciones, sumadas a todas las riquezas bíblicas y patrísticas sobre la virginidad cristiana, son las que han de iluminar nuestro camino en esta materia. Dejemos el futuro en manos de Dios y de su Espíritu que asista a la Iglesia.

VI EL DESPLAZAMIENTO A PROFESIONES CIVILES
Otro fenómeno típico de nuestro mundo sacerdotal en los años del posconcilio va siendo la dedicación, más o menos intensa, de un buen número de clérigos a estudios y trabajos ajenos a su ministerio. No hablemos ahora de los que han asumido un trabajo civil por motivos estrictamente pastorales, de testimonio y de evangelización, como una de las misiones confiadas o aprobadas por el obispo. Tal es el caso, por ejemplo, de algunos equipos pastorales en el mundo obrero o campesino y el de los sacerdotes-maestros, sobre todo en ambientes rurales, que armonizan la educación escolar con los otros trabajos de su pastoreo.
Pensamos más bien en aquellos otros que se van organizando la existencia por cuenta y riesgo, sin dejar los cargos pastorales que tienen confiados, pero ocupando gran parte de su tiempo en el estudio de una carrera o en un trabajo civil. Pocas veces esta decisión ha sido consultada con el obispo, con los sacerdotes del contorno pastoral o con la comunidad a la que se sirve. Es muy variada la casuística al respecto y sería injusta una descalificación global o medir todos los casos con el mismo rasero.
Nuestra preocupación no nace de considerar inconveniente para el clérigo, o incompatible con sus funciones sacras, un trabajo manual o burocrático. Y menos aún del rechazo del estudio, que, en todos los casos, supone un enriquecimiento para la persona. Nos situamos en una perspectiva vocacional, la única que debe orientar nuestros juicios como pastores del clero y del laicado.
Mirando a la situación personal de estos hermanos, comprobamos a veces que ha hecho presa en ellos el decaimiento ante la desestima social por su labor, ante la ineficacia aparente de la misma o ante la dificultad de comprobar sus frutos con pesos y medidas. Se explica la atracción humana de otras profesiones, más reconocidas, mejor retribuidas y, a veces, más sedantes que la tensión pastoral del ministerio. Pero ¿nos justifica eso como hombres de fe, como apóstoles del Señor, para abandonar o reducir, sin contar con nadie, el cuidado del rebaño a nosotros confiados? ¿No puede encubrir esto una inconsciente deserción, una renuncia a la identidad, un cierto menosprecio de los que somos y tenemos?
Os invitamos a reflexionar sobre esto último. Os invitamos a dialogar con nosotros. Quizá no hemos acertado a daros una misión pastoral atractiva, una remuneración económica suficiente o una afectuosa cercanía episcopal. Pero cabe también que estéis respirando, sin sentido crítico, ciertas corrientes secularizantes que no responden a la concepción de la Iglesia sobre el sacerdocio. ¿O se trata, tal vez, de una desconfianza de que la Iglesia vaya a resolver vuestros problemas y una decisión de asumir el futuro por vosotros mismos? En todas sus versiones, el fenómeno interpela la responsabilidad de obispos y sacerdotes y pone en juego las motivaciones más profundas de nuestra vocación.
Porque es indudable – aunque sólo sea por los admirables y abundantes testimonios que tenemos a la vista – que la misión sacerdotal puede llenar con plenitud la existencia de un hombre y constituye un modelo elevado y hermoso de autorrealización. El servicio al culto, a la evangelización, a la comunidad creyente, al pueblo en general, acapara hasta el agotamiento a nuestros sacerdotes más animosos, jóvenes y mayores. ¿Dónde hallar la brújula para orientarnos de nuevo?

VII. LOS HOMBRES DE LA FE
El sacerdocio cristiano no puede entenderse sin categoría de fe. Por eso los hombres que lo asumen han de ser, ante todo, personas marcadamente religiosas, para las que el trato con Dios, la amistad con Jesucristo y la esperanza del Reino es algo tan connatural como la atmósfera que inunda sus pulmones y sostiene el vivir de cada día. Todo lo que hacemos de la mañana a la noche sólo tiene significación, para nosotros mismos y para los demás, si son carne de nuestra carne los misterios relevados por la Palabra de Dios. Si esa Palabra nos alimenta, nos consuela, nos empuja, nos ilumina. ¡Qué raras son las crisis sacerdotales para los hombres de oración!
Sí; estamos al tanto de que han hecho crisis también ciertas “prácticas” religiosas de la vida sacerdotal y de que el Vaticano II ha puesto el acento en la caridad pastoral como fuente de santificación para la persona del ministro. Ahora bien, en toda la tradición bíblica y eclesial y en el propio Concilio es una recomendación constante esta del Ritual de Ordenes: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.
Sin mediación personal de la Palabra de Dios, sin vivir nosotros mismos las acciones sacramentales, sin hacer de la Eucaristía el eje de nuestra existencia, demos por descartado que pueda haber equilibrio espiritual y humano de un sacerdote de nuestro tiempo. Ya no nos cobija y sostiene, en la mayoría de los casos, el contorno social de las épocas de cristiandad. Es la experiencia religiosa personal, cultivada asiduamente y vivida en común con otros, la que garantiza, a la corta y a la larga, nuestras fidelidades básicas.
Puede hacernos daño el menosprecio de las prácticas religiosas personales. Algunas, como la Liturgia de las Horas, sobre ser un alimento de la fe y de la oración personal, son un serio deber, que podemos llamar profesional, como hombres del culto y de la comunidad. Ver en ellas no más que una carga canónica es desvirtuarlas y falsearlas, privándonos de su riqueza religiosa, toda ella nacida de la Palabra de Dios, en salmos y lecturas. Pensemos también en el sacramento de la penitencia, recibido, y no sólo administrado, con espíritu de conversión y con la debida frecuencia. Recordemos, por último, la comunicación de nuestra fe con otros hermanos sacerdotes, religiosos o laicos, bien sea en los términos de una auténtica dirección espiritual o como puesta en común y revisión fraterna de nuestra experiencia cristiana.
¡Ay de nosotros si no evangelizamos!, debemos decir, como Pablo. La predicación, la catequesis a todos los niveles, la formación de militantes, la presencia en la vida como testigos de Cristo resucitado y portadores de su buena nueva, son los auténticos cauces para la autorrealización sacerdotal. La cual se incrementa y se ennoblece cuando nos abrimos al contacto pastoral con toda clase de hombres, creyente o no creyentes, alejados o practicantes, y nos sumergimos de veras en el pueblo, superando todo clericalismo. Y aún más, si compartimos con los pobres su género de vida y trabajamos a su lado con solidaridad evangélica.
¿Cuál es la imagen del sacerdote que se impondrá en el futuro? Difícil y aventurado diseñarla en sus rasgos sociológicos. Pero incluirá, sin duda, estos elementos en moldes quizá variados. Para hacerla posible tenemos nosotros mismos que mantenernos como hombres que confían en el Señor y comunican esperanza.
Ojalá los obispos que firmamos esta carta hayamos acertado a transmitiros la nuestra, iluminada por la luz pascual de Cristo resucitado. Que la celebración de sus ministerios salvadores, en estos días santos, sea, una vez más, para vosotros y para nosotros, la fuente de nuestra alegría personal y de nuestro servicio animoso al Pueblo de Dios.

21 de marzo de 1978

    Os abrazan y bendicen, vuestros hermanos,

    JOSÉ MARÍA BUENO MONREAL, Cardenal-Arzobispo de Sevilla; JOSÉ MÉNDEZ, Arzobispo de Granada; JOSÉ MARÍA GIRARDA, Administrados Apostólico de Córdoba; DOROTEO FERNÁNDEZ, Obispo de Badajoz; LUIS FRANCO, Obispo de Tenerife; MIGUEL ROCA, Obispo de Cartagena-Murcia; RAFAEL GONZÁLEZ, Obispo de Huelva; JOSÉ ANTONIO INFANTES, Obispo de Canarias; MANUEL CASARES, Obispo de Almería; ANTONIO DORADO, Obispo de Cádiz-Ceuta; RAMÓN BUXARRAIS, Obispo de Málaga; MIGUEL PEINADO, Obispo de Jaén; IGNACIO NOGUER, Obispo de Guadix-Baza; ANTONIO MONTERO, Obispo Auxiliar de Sevilla; JAVIER AZAGRA, Obispo Auxiliar de Cartagena-Murcia; RAFAEL BELLIDO, Obispo Auxiliar de Sevilla.

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