El evangelio escrito por san Marcos es un breve manual, casi un folleto, que quiere responder a la pregunta de quién es Jesús para aquellos interesados en conocerle. El evangelista, no se anda por las ramas y afirma la divinidad de Jesús tanto al inicio de su escrito (1,1), como a la mitad de su evangelio donde se recoge la contestación de Pedro a la pregunta de Jesús (8,28) reconociéndole como el Mesías (8,28), y al final del escrito con las palabras del centurión, “Verdaderamente este era Hijo de Dios” (15,38).
El evangelista, después de la afirmación principal, indica el método y el camino para encontrarse con el Mesías invitando a compartir su vida como discípulos. La relación con el Mesías en manera alguna se realiza por delegación, sino que exige una decisión de voluntad, de corazón y de vida de toda la persona. En este contexto se entiende esa aparente discreción del Maestro cuando leemos que “no quería que nadie se enterara”. El texto, más adelante, explica la razón de esta discreción. “estaba instruyendo a sus discípulos”. La instrucción se hace en el camino, signo del discípulo que sigue al maestro, y para ello, atraviesan la Galilea de los gentiles para ir a la gran metrópoli de Cafarnaúm. No se excluye a nadie ni se esconde la realidad, aunque la instrucción del Maestro no sea para regalar oídos sino mostrar cuál será el destino del Hijo del hombre (8,31).
Llegados a Cafarnaúm la casa/hogar es figura de la comunidad de Jesús que da cobijo, a grandes rasgos, a los dos grupos de seguidores (discípulos y pecadores). En ese marco Jesús hace a sus discípulos una pregunta embarazosa. ¿De qué discutíais por el camino? Llama la atención la distracción y la incomprensión de los discípulos que hacen oídos sordos al anuncio de la cruz porque distorsiona sus pretensiones humanas de triunfo. No contestan a Jesús sobre de qué discutían por el camino porque se avergonzaban de sus pretensiones de ser importantes y ocupar lugares de preeminencia. Su silencio mostraba que todavía les quedaba mucho para renunciar a sus privilegios.
Jesús, en la casa, se sienta, porque esta casa/comunidad es su morada estable. Su sabiduría evita la discusión, pero propone un camino en una frase que vale para una pancarta y que sirve de mantra repetitivo para llevar al hondón de nuestros sentimientos: “Quién quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.
Acabada la enseñanza magisterial les desconcierta acercándose a un niño y colocándolo en medio de los presentes para ponerlo como ejemplo. Hay que recordar que un niño en aquella época era un don nadie, sin reconocimiento jurídico alguno. Acoger, en consecuencia, a un niño era acoger a uno que nada cuenta, que nada tiene, que no es escuchado jamás. La cosa no queda en el signo sin más, sino que el que acoge a un don nadie en el nombre del Señor acoge a Jesús y quien acoge a Jesús acoge al Padre. Todo un programa de acción y de vida. Por eso Jesús lo pone en medio, como modelo para los discípulos y lo abrazó como gesto de amor y fraternidad como signo de todo el que realiza el designio de Dios (3,35) “ese es mi hermano, mi hermana y madre”.
En este año que la Iglesia dedica a redescubrir la importancia de la oración para el cristiano, también como impulso de nuestro compromiso ante la celebración del Jubileo de la esperanza del próximo año de 2025, pidamos al Señor la gracia de ser cristianos que no nos avergoncemos de ser discípulos del divino Maestro, abrazándonos a la cruz de nuestro compromiso bautismal, y gastando nuestra vida en servicio de los que nada cuentan y nada tienen.
Manuel Pozo Oller, Párroco de Monserrat