Homilia del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González Montes en el XV Domingo del Tiempo Ordinario.
Querido Sr. Cura administrador parroquial;
Ilmo. Sr. Alcalde, respetadas Autoridades;
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy es un día de alegría para esta querida comunidad parroquial de Rágol, que ve cumplida una de sus aspiraciones que con más ilusión quería ver realizada: la reforma del presbiterio de la iglesia parroquial, al cual se devuelve hoy la rejería histórica y se dota con las dos piezas importantes, como son el altar, pieza principal, y el ambón para la proclamación de la palabra de Dios. Además, habéis afrontado la rehabilitación del baptisterio, pieza fundamental en una iglesia parroquial, y también habéis embellecido este recinto sagrado con nueva ornamentación. Con ello se reviste esta iglesia parroquial del calor que tuvo otro tiempo, enriqueciéndose con la belleza que nos ayuda a trascender sobre las realidades de este mundo para llegar a las realidades celestiales y eternas.
En el bautismo somos introducidos en la comunión eclesial, pues por el agua y el Espíritu Santo somos purificados del pecado y se nos injerta la vida nueva que viene de Dios, fortalecidos con el óleo de la salvación y santificados con la unción del santo Crisma. Junto a la pila bautismal que hace del baptisterio verdadera matriz de vida nueva se custodian los santos óleos en el armario preparado al efecto; y en el baptisterio se encuentra a partir de Pentecostés el Cirio pascual, que alumbra en nuestro bautismo y de él recibimos la luz que entregamos a los padres y padrinos de los bautizados, para que acrecienten la vida cristiana de los bautizados mediante la educación en la fe. La ubicación del baptisterio al comienzo de la nave de la iglesia parroquial nos advierte del carácter de puerta que reviste el bautismo, mediante el cual somos recibidos en la casa de Dios, que es la misma Iglesia de los fieles singularmente simbolizada en la iglesia material de piedra.
En el ambón se proclama la palabra de Dios, sustituyendo frecuentemente el uso del púlpito, que no deja, sin embargo, de cumplir su función en algunas ocasiones, y siempre que se conserve. El ambón está destinado a proclamar la Palabra de Dios y no es un atril o facistol de uso múltiple, que sirviera para hacer moniciones, dar una charla o leer unos poemas, sino que está destinado a la proclamación de la Palabra de Dios. Sirve por esto para proclamar «las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden también hacerse en él la homilía y las intenciones de la oración universal». A estas observaciones la norma eclesial observa además: «La dignidad del ambón exige que a él sólo suba el ministro de la palabra».
Por eso se comprende que el ambón debe ser una pieza estable y «según estructura de cada iglesia, debe estar colocado de tal modo que permita al pueblo ver y oír bien a los ministros ordenados y a los lectores» (Ordenación General del Misal Romano, n. 309). Así lo habéis entendido vosotros siguiendo las orientaciones tan acertadas del sacerdote que os sirve y administra la parroquia.
La pieza, sin embargo, más noble y de valor sacramental es el altar, una piedra noble de buena y bella factura, porque en ella se ofrece a Dios el sacrificio sacramental en la celebración de la santa Misa: la ofrenda del pan y del vino que, por la acción del Espíritu Santo durante la plegaria eucarística que pronuncia el sacerdote, viene a ser el Cuerpo y la Sangre de Cristo. En el altar se hace presente el sacrificio de la cruz, que ocurrió de una vez para siempre en el Calvario, al mismo tiempo que el altar se convierte por la celebración eucarística en la mesa de la comunión de los fieles en los dones santificados del Cuerpo y Sangre del Señor, por la cual Cristo viene a habitar en nosotros, como reza la antífona de comunión de este domingo: «El que come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él –dice el Señor» (cf. Jn 6,57).
En la lectura del libro primero de los Macabeos que hemos escuchado hoy vemos cómo los israelitas nuestros padres, tras la profanación que los paganos habían hecho del templo de Jerusalén, cuando pudieron reconquistar la ciudad santa y reconstruir el templo capitaneados por Judas Macabeo, «madrugaron para ofrecer un sacrificio, según la ley, en el nuevo altar de los holocaustos recién construido» (1 Ma 4,53). Luego dice el libro sagrado que esta consagración, que tuvo lugar con la ofrenda sacrificial sobre el nuevo altar, se celebró en la misma fecha en que había sido profanado por los paganos, el 25 del mes noveno del calendario hebreo, equivalente al mes de diciembre del año 164 a. C. En esta fecha se cumplía el tercer aniversario del sacrificio que los paganos habían ofrecido a Zeus Olímpico, profanando sacrílegamente el altar de los holocaustos, tras la violenta entrada en Jerusalén del rey Antíoco IV.
El libro primero de los Macabeos sigue diciendo que, una vez consagrado el altar y con este motivo religioso, los israelitas «celebraron la consagración, ofreciendo con júbilo holocaustos y sacrificios de comunión y de alabanza» (1 Ma 4,56); y añade que, habiendo adornado el templo y consagrado también el recinto, «el pueblo entero celebró una gran fiesta, que canceló la afrenta de los paganos» (1 Ma 4,57-58).
Considerad qué alegría tan grande tuvieron los israelitas con motivo de la purificación del templo, y eso que aquellos ritos sagrados sólo eran «sombra de los bienes futuros» (Hb 10,1) y «figura de las realidades celestiales» (Hb 9,23), es decir del sacrificio de Cristo que había de venir. También Jesús llevará a cabo la purificación del templo de Jerusalén, contaminado por el comercio de los cambistas y vendedores de animales para los sacrificios, recordándoles a las autoridades del templo que aquel templo destinado a pasar en el templo que ellos habían convertido en mercado era «casa de mi Padre» (Jn 2,16). Jesús les ofreció un signo de la autoridad con la que él realizaba aquella purificación y les anunció su muerte y resurrección: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19), pero ellos no entendieron lo que les decía y sólo después de su resurrección se acordaron los discípulos de sus palabras.
Jesús hablaba del nuevo sacrificio, que sustituiría los sacrificios de la antigua alianza. Jesús hablaba del sacrificio de su cuerpo y de su sangre ofrecido en el Calvario, el mismo que se hace ahora presente en el altar bajo la figura del sacramento de la Eucaristía. Nosotros consagramos hoy este altar, para que, como reza la Plegaria de consagración dirigida al Padre, «sea la mesa del banquete gozoso, a la que acudamos llenos de alegría», «el lugar de la íntima comunión y paz con Dios, donde nutridos con el cuerpo y sangre de tu Hijo e imbuidos de su Espíritu crezcamos siempre en tu amor».
Ungimos el altar para incorporarlo a nuestra propia unción, mediante la cual participamos, por los sacramentos del bautismo y de la confirmación, de la unción del mismo Cristo Jesús, sobre
cuya humanidad el Padre derramó el Espíritu Santo en el bautismo del Señor en el Jordán. Asociamos así las cosas santas a nuestra propia santificación mediante la unción del altar con el santo Crisma de la salvación. Terminada la unción ofreceremos el sacrificio de alabanza en la ofrenda del incienso, en la cual se simboliza, mediante el humo perfumado del brasero que colocaremos sobre el altar, el ascenso de las plegarias de los santos y de nuestras oraciones hasta el trono de Dios.
Sobre todo, una vez consagrado e iluminado el altar y convertido en altar del sacrificio eucarístico, se transforma en la mesa de comunión. Adornado el altar y mesa de la Eucaristía recordará al verlo que la unión que realza en nosotros la Eucaristía celebrada sobre él, se prepara y se extiende antes y después de la celebración de cada misa, mediante el amor al prójimo. En el amor a nuestros hermanos, que realiza la verdadera fraternidad entre quienes se alimentan del mismo pan participando del único cuerpo del Señor, damos testimonio de que formamos un solo cuerpo. El amor al prójimo, del cual nos habla hoy el evangelio del día, colocando ante nosotros la parábola del buen samaritano, se nos exige como condición para poder recibir la Comunión del altar del Señor. Jesús se lo recordaba a los oferentes exigiendo de ellos el perdón de las ofensas y la reconciliación con aquellos a quienes ofendemos. Jesús les decía a los oferentes que recordaban hallarse a mal con alguno de los hermanos: «deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5,24).
Jesús contrapone la conducta misericordiosa del samaritano a la indiferencia del sacerdote y del levita, que dieron un rodeo para pasar de largo y no tener que ver y atender con misericordia a quien habían asaltado los bandidos, dejándole malherido. Por eso contestará a la pregunta que le platea el letrado: «Y ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10,29) devolviéndole otra pregunta: «¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» (Lc 10,36). A la respuesta correcta del letrado, interpelado con la parábola Jesús le dice: «Anda, haz tu lo mismo» (Lc 10,37).
El sacrificio de Jesús es expresión suprema del amor de Dios por la humanidad, pues mediante el sacrificio del Calvario, que se hace presente en el altar, Dios ha salvado el mundo mediante la entrega de su Hijo a la muerte. Este es el paradigma del amor: el amor que Dios mismo es y que nos salva. Participando del altar que hoy consagramos, hagámonos imitadores de Dios, el único y verdadero samaritano, que a todos nos venda las heridas y nos sana en la suyas, las que evocan las cruces que a modo de incisiones hemos trazado en el altar, en sus esquinas y en el centro, para sugerir sus sagradas llagas, pues «en sus heridas habéis sido curados» (1 Pe 2,24; cf. Is 53,5).
Quiera el Señor que este día de fiesta nos ayude a descubrir en el altar que hoy consagramos la piedra sobre la que se levanta la Iglesia como construcción de Dios, en la cual nosotros mismos entramos como «piedras vivas» (1 Pe 2,5) colocadas sobre el cimiento de los Apóstoles y sobre la piedra viva que es el Señor, verdadera «piedra angular» desechada por los constructores (1 Pe 2,4.7s; cf. Sal 118,22). Todo se sostiene en Cristo, significado en la piedra de altar, todo el edificio de la creación y de la redención descansa sobre él, porque Cristo es la imagen visible del Dios invisible y cabeza del cuerpo de la Iglesia, como san Pablo afirma en el himno de Colosenses, que hemos escuchado, porque, en verdad «todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo y todo se mantiene en él» (Col 1,16).
Le pedimos permanecer en Cristo y que nunca nos apartemos de él a la bienaventurada Virgen María, madre del Redentor y Madre de la Iglesia, madre nuestra espiritual que nos acompaña en nuestra vida con su maternal intercesión por nosotros; y que los santos Patronos san Miguel Arcángel y el mártir san Agapito nos defiendan contra todas las asechanzas del maligno, al que Cristo ha derrotado en el sacrificio de la cruz.