Homilía del obispo de Almería, Mons. Adolfo González
Lecturas bíblicas: Hch 4,8-12. Sal 117,1-9.21-23.26.28-29 (R/. «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular»). 1Jn 3,1-2. Aleluya: Jn10,14 («Yo soy el buen pastor, dice el Señor…»). Jn 10,11-18.
Queridos hermanos y hermanas:
Tradicionalmente el domingo IV de Pascua es domingo “del buen Pastor”. El evangelio que hemos proclamado recoge un pasaje de la parábola del buen Pastor, en la que Jesús se declara buen pastor que da su vida por las ovejas en oposición al asalariado (cf. Jn 10,11-12a). Jesús pone su pastoreo, mediante el cual da la vida por sus ovejas, en contraste con lo que hacen los dirigentes religiosos de Israel, que no dudan en aprovecharse de las ovejas sin poner su propia vida en juego por ellas. Entre el buen pastor y sus ovejas hay una relación tan estrecha que se reconocen mutuamente: el pastor las conoce y ellas le conocen a él, conocen su voz y acuden a él cuando las llama, mientras que huyen de la voz los extraños porque no conocen su voz y al escucharla se espantan.
Después de compararse con la puerta por la que entran las ovejas en el aprisco, donde encuentran pasto en abundancia y protección, Jesús opone la figura del buen pastor a la del asalariado, que huye cuando viene el lobo y no defiende a las ovejas. Cuando define a sus adversarios, Jesús dice de ellos que «son ladrones y salteadores; pero las ovejas no los escucharon» (v. Jn 10,8b). La crítica alcanza no sólo a la persona de los adversarios, sino al que estos tienen, que no resulta relevante para sus oyentes, los cuales no quieren escuchar el discurso de unos jefes religiosos que no muestran verdadero interés por ellos. Por el contrario, cuando escuchan a Jesús, reconocen asombrados por su doctrina que Jesús «les habla como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,22). Los oyentes de Jesús comentan con admiración por él que quien hablaba con la autoridad de Jesús sólo puede venirle de Dios. Cuando los guardias que debían prenderle y llevarle a los sumos sacerdotes, tal como estos querían, al ver que volvieron sin él, les preguntaron por qué no lo habían cogido, a lo que respondieron: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre» (Jn 7,46).
La crítica al discurso de los fariseos y letrados es inseparable de la crítica que Jesús hace de ellos como “ladrones” y “salteadores”, porque aclara Jesús: «el ladrón no viene más que a robar, matar y destruir» (v. 10,10a), mientras que Jesús ha venido para que las ovejas «tengan vida y la tengan en abundancia» (v. 10,10b). No censura Jesús a los gobernantes como estamento social, porque la sociedad necesita el orden y la justicia que le dan cohesión y equilibrio, y la autoridad —dirá Jesús al prefecto romano Poncio Pilato, cuando le interrogue— “viene de arriba” (Jn 19,11a). La autoridad es un ministerio, un servicio al bien común. Jesús censura a los gobernantes que se sustraen al servicio público que se les ha confiado y viven a costa de aquellos a quienes han de servir aprovechándose de ellos, y denuncia su falta de compromiso vital con aquellos a quienes debían servir, pero de los que sólo se aprovechan y esquilman. Refiriéndose a los maestros religiosos y jefes de la comunidad de fe, Jesús lamenta que no guíen ni orienten a sus fieles con un magisterio fiel a la palabra de Dios, mientras insisten en preceptos humanos que ellos mismos no cumplen (cf. Mt 23,3-4).
Se percibe en la parábola del buen pastor que relata Jesús el eco de la dura crítica del profeta Ezequiel a los malos pastores de Israel, que se han aprovechado de la leche y la lana, y han sacrificado las ovejas más pingües. Son malos pastores, porque no han apacentado el rebaño y han dejado que «las ovejas se han dispersado por falta de pastor, y se han convertido en presa de todas las fieras del campo» (Ez 34,5). En contraposición Jesús, se entrega por amor a sus ovejas “hasta el extremo” (cf. Jn 13,1), dando su vida por ellas.
El libro de los Hechos de los Apóstoles que venimos escuchando en este tiempo de Pascua recoge hoy un fragmento del discurso pronunciado por Pedro ante el sanedrín, que el día anterior había mandado prender a Pedro y Juan, y ponerlos bajo custodia hasta el día siguiente. En este fragmento Pedro dice sin temor alguno ante el sanedrín que había condenado a Jesús a la muerte en la cruz, pero Dios lo había resucitado, y que en nombre de este Jesús habían curado al paralítico que se presentaba sano ante el sanedrín a los ojos de todos. Pedro concluye afirmando que Jesús «es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,11-12).
Jesús no fue víctima de la cruz de manera fortuita ni tampoco se resistió frente a la muerte, sino que la aceptó como designio de Dios Padre, que le conoce y le ama como él conoce y ama al Padre y se entrega a su designio de muerte por amor, con plena libertad como pastor bueno que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15). Por eso Jesús declara, rompiendo todo equívoco sobre el significado de su muerte: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 18). A diferencia del asalariado, que sólo por dinero se hace cargo del rebaño sin mayor responsabilidad, porque no le importan nada las ovejas, Jesús las ama hasta entregarles la vida.
Con su entrega por nosotros, Jesús nos ha hecho hijos de Dios su Padre, una realidad que el mundo ignora, porque no conoce a Jesús, dice la primera carta de san Juan, que también hemos escuchado como segunda lectura de la misa de este cuarto domingo de Pascua. El mundo puede conocer a Jesús como personaje de la historia, pero no le conoce como aquel en cuyo nombre somos salvados y hechos hijos de Dios. Darle a conocer como el redentor del hombre en quien Dios nos ha salvado es misión del pastor de almas, puesto al frente de la comunidad de los discípulos de Jesús para que todos se salven por el que dio la vida por ellos.
En este domingo la Iglesia celebra la Jornada de oración por las vocaciones y con atención a las vocaciones nativas. El lema de esta jornada plantea a los jóvenes la pregunta: “¿Para quién soy yo?”. Es una pregunta que el Papa Francisco plantea en su Exhortación posterior al sínodo sobre los jóvenes prolonga y resume con sugerente intención los interrogantes de los Ejercicios espirituales de san Ignacio: ¿Quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy? (o ¿cuál es mi destino?). Como digo en la carta a los jóvenes y a los diocesanos que he escrito para esta jornada de las vocaciones, la pregunta afecta a todos y cada uno, y se formula sobre el fondo del evangelio de hoy, porque el sacerdote está puesto por Cristo como buen pastor de las almas para prolongar en la comunidad cristiana la orientación a Dios de la vida de todos y cada uno de los discípulos de Jesús, es decir, de los miembros de la Iglesia. En la misma medida en que cada uno responda a esta pregunta sabiendo que esta orientación a Dios incluye asimismo la orientación a los hombres sus hermanos, en esa misma medida podrá orientar su vida como entrega por los demás en cualquiera de las vocaciones humanas. Por esto, la Iglesia le plantea esta pregunta especialmente a los jóvenes pidiéndole que se la planteen con radicalidad: que piensen si Jesús no los llama a un seguimiento fiel, dejando que el Espíritu Santo desarrolle en su interior un dinamismo espiritual que los lleve a elegir una de las vocaciones de especial consagración.
Son muchas y diversas las vocaciones de especial consagración, y así a los jóvenes varones Jesús puede llamarlos al ministerio pastoral. Para escuchar la llamada de Jesús tienen que hacer el silencio en su corazón donde resuena la voz de Jesús: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mc 1,17). También llama a los jóvenes de ambos sexos a la vida consagrada en alguna de sus muchas formas, contemplativas y apostólicas o activas. Todas son formas de entrega a Dios y a los hombres que se concretan en la vida religiosa que adoptan hombres y mujeres para siempre. Naturalmente, la mayoría de los jóvenes están llamados a la vocación al matrimonio cristiano, como Dios lo instituyó desde el principio, como una vida de amor definitivo de un hombre y una mujer que se unen ante Dios hasta hacer presente en sus vidas el amor de Cristo por la Iglesia. El Papa nos recuerda en su exhortación que todas las vocaciones son un regalo de Dios que transforma la vida humana, llenándola de felicidad y la alegría contagiosa del amor.
Queridos jóvenes que hoy recibís el don del Espíritu Santo que da plenitud a vuestro bautismo y completa en vosotros la iniciación cristiana que, por voluntad de vuestros padres y padrinos, iniciasteis de infantes: la Iglesia de Jesús necesita pastores buenos, sacerdotes que lleven a los demás a Dios y estén al servicio de la santificación de todo el pueblo de Dios. La Iglesia necesita sacerdotes y misioneros, religiosos y religiosas, pero también laicos o seglares que sean testigos de Jesús, para que todos aunando esfuerzos e ilusión, colaboren con los Obispos, sucesores de los Apóstoles, en la común misión apostólica de mantener la fe que tenemos en Cristo, y juntos podamos transmitir a los que han dejado de practicar y a los que todavía no forman parte de la Iglesia porque no han oído hablar de Jesús, la esperanza de la salvación. Como he dicho en la carta a los jóvenes y dirigiéndome en especial a vosotros que hoy recibís el Espíritu Santo, no esquivéis la pregunta de esta campaña: “¿Para quién soy yo?”. Tened muy presente lo que dice el Papa Francisco: «Cuando el Señor suscita una vocación no sólo piensa en lo que eres, sino en todo lo que junto a Él y a los demás podrás llegar a ser»
Le pido a la Virgen María que no abandonéis su escuela, que ella os enseñe a decir que sí al Señor como lo hizo ella, para que seas cristianos que se comprenden a sí mismos como testigos y amigos fuertes de Dios y de Cristo, por la fuerza poderosa del Espíritu Santo que os se da en plenitud.
Almería, a 25 de abril de 2021
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería