Vio y creyó (Jn 20,8)

Homilía de la Misa de Pascua de Resurrección del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González Montes, en la S.I. Catedral.

Queridos hermanos y hermanas:

¡Cristo ha resucitado tal como lo había dicho! Era verdad lo que anunciaban las mujeres que sobresaltaron a Pedro y a los discípulos: el cadáver de Jesús no estaba en el sepulcro y Jesús había salido al encuentro de María Magdalena y Pedro y Juan habían corrido presurosos al sepulcro para constatar la verdad de aquella noticia. El evangelista nos da a entender que los signos requieren de interpretación, por eso los signos que Dios ofrecía a los discípulos sólo corroboraban las palabras de María Magdalena siempre que la fe fuera capaz de interpretarlos. El evangelista san Juan nos dice que el discípulo amado, al ver en el interior del sepulcro que las vendas con las que le envolvieron estaba en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza enrollado en un sitio aparte, vio y creyó. El discípulo había interpretado en la fe la verdad que transmitía el gran signo que Dios le ofrecía, porque aquel sepulcro vacío hablaba de lo acontecido al recordar el discípulo todo cuanto Jesús les había dicho antes de su muerte: Jesús había resucitado.

Por sí  solo el sepulcro, aun siendo un poderoso signo de lo ocurrido, podía ser interpretado contra la verdad de los hechos, tal como quisieron los jefes de los judíos que acudieron a pedir a Pilato que custodiara el sepulcro. Por eso la narración evangélica no habla de las apariciones no del sepulcro vacío al margen de la palabra y vida de Jesús; ni tampoco separa las apariciones del Resucitado de la constatación por las santas mujeres y discípulos del sepulcro vacío. Seguramente, el relato evangélico sobre el sepulcro vacío pudo tener un particular significado, como signo de la resurrección de Jesús, para la comunidad cristiana de Jerusalén de aquella primera hora. La crónica evangélica sobre el sepulcro vacío habla de una realidad que no es posible ignorar: que Jesús murió verdaderamente y que fue sepultado, tal como confiesa el credo de nuestra fe: fue muerto y sepultado. La confesión de fe en la resurrección de Jesús no tendría ningún sentido sin este dato histórico fundamental: la realidad de la muerte de Jesús y de su sepultura. La sepultura de Jesús, que sigue precipitadamente a su muerte en la cruz el día de la Preparación para la Pascua según el evangelio de san Juan, es el presupuesto histórico del descenso de Cristo a los infiernos: de su plena comunión con el reino de la muerte; con la humanidad cautiva del pecado y alejada de Dios, que es ahora arrancada por el Resucitado de su cautiverio, es decir, de su lejanía de Dios y devuelta a la felicidad de los redimidos y salvados por la sangre de Jesús.

El sepulcro vacío no sólo descubre la realidad de esta comunión de salvación de Cristo con la humanidad, sino que al mismo tiempo es también el presupuesto histórico de la realidad, libre de toda fantasía de las apariciones del Resucitado, del reencuentro de Jesús con sus discípulos. ¿Cómo podrían haber dado crédito a las apariciones ante el hecho contundente de tener ante la vista cadáver de Jesús, sellado como había sido en el hueco donde lo habían depositado cerrado con la gran losa que cerraba los sepulcros de su tiempo?

El Papa Benedicto XVI ilumina este punto con gran sentido de la fe profesada por la Iglesia: nadie en Jerusalén hubiera podido creer en la resurrección de Jesús teniendo delante su cadáver. Por eso, aún hoy el sepulcro vacío «sigue siendo un presupuesto necesario para la fe en la resurrección, puesto que ésta se refiere precisamente al cuerpo y, por él, a la persona en su totalidad» (J. Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Segunda parte [Madrid 2011] 297).

Estas palabras del Santo Padre nos recuerdan la doctrina cristiana: que nuestra condición mortal es inseparable de nuestra realidad corporal, y que la muerte de la persona humana acontece porque la persona es realidad corporal y espiritual al mismo tiempo. La resurrección tiene, por eso mismo, que devolvernos a la verdadera identidad que poseemos en la forma en que sólo Dios conoce. Los muertos resucitarán verdaderamente, porque Jesús ha resucitado. En la resurrección, la humanidad corporal de Jesús ha sido glorificada por su unión indestructible con el Verbo, y así esta humanidad del Hijo de Dios resucitado y glorioso, que no puede volver a morir, es el comienzo de nuestra propia resurrección y de la gloria que, por la misericordia de Dios, por la fe esperamos alcanzar. Nuestra esperanza sería vana, si Jesús no hubiera realmente resucitado, como le explicaba con argumentación fuerte y segura san Pablo a los cristianos de Corinto: “Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó”. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe (…) ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron” (1 Cor 15,13-14.20).

Ved que no tiene sentido alguno creer en Cristo y no creer en la resurrección de los muertos o pretender hacer compatible la fe en Cristo y en otras múltiples creencias que excluyen de todo punto la resurrección corporal. Los cristianos creemos y esperamos la resurrección de los muertos y, por eso, esperamos de Dios que no permita que nuestro cuerpo permanezca en la corrupción del sepulcro, destruido y reducido a sus elementos físicos descompuestos.

Esta esperanza nos permite darle a este mundo todo el valor que Dios quiso le diéramos, pues aunque su figura presente está destinada a pasar, conforme dice san Pablo, es el mismo Apóstol el que afirma que toda la creación, sometida a la corrupción que trajo consigo el pecado, aguarda como con dolores de parto su propia liberación, en una suerte inseparable de la nuestra, pues “nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo” (Rom 8,23). Esta liberación se deja ya sentir en nuestro compromiso cotidiano por cambiar cuanto es consecuencia del pecado en este mundo, convencidos de que, en efecto, como dice san Pablo, “un poco de levadura fermenta toda la masa” (1 Cor 5,6), de acuerdo con la parábola de Jesús sobre el Reino de los cielos que “es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo” (Mt 13,33). Jesús llamaba a sus discípulos al testimonio que cambia la realidad humana, personal y social, del mundo, y les decía: “Vosotros sois la sal de la tierra (…) Vosotros sois la luz del mundo (…) Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,13.14.16).

Hemos de hace fermentar el mundo “con los panes ázimos de la verdad y la sinceridad” (1 Cor 5,8),
pues estamos llamados a dar con Cristo testimonio de la verdad ante el mundo, y a llevar a los hombres al conocimiento de Aquel que es la suprema Verdad, el que da fundamento a cuanto existe y a cuyo margen nada tienen consistencia. La grave situación del mundo es su alejamiento de Dios, por eso la Verdad de Dios que se ha revelado en Jesucristo es la única posibilidad de orientación que tiene el mundo. Sin Dios la humanidad seguirá un camino hacia su perdición. Sólo podremos acreditar que hemos conocido la Verdad de Dios mediante el amor como forma suprema de testimonio de Dios ante los hombres. Por eso, la fe en la resurrección de Jesús lleva consigo la transformación de la vida del cristiano y el comienzo continuado y siempre posible por la gracia de Dios de una vida renovada por el Espíritu del Resucitado.

La Pascua de Cristo nos devuelve a los compromisos de nuestro bautismo y a la novedad que trae consigo la purificación de los pecados por el agua bautismal y la regeneración interior del hombre, que le llega por el Espíritu Santo que recibe en el bautismo. El agua que hemos bendecido en la Vigilia pascual y que hemos rociado sobre nuestras cabezas renueva nuestro bautismo y nos devuelve a las promesas bautismales, que otros hicieron por nosotros, pero que nosotros fuimos haciendo nuestras bajo los efectos de la gracia bautismal.

Después de la celebración del Triduo pascual nos encaminamos hacia la celebración de Pentecostés, culminación de la Pascua de Cristo. En la espera del Espíritu nos gozamos en la nueva vida que Cristo resucitado nos ha conquistado con su misterio pascual, al que ha asociado a su santísima Madre María. Nos unimos a la alegría de la Madre del Redentor y Madre de la Iglesia para bendecir a Dios, que nos ha elegido en Cristo y, como dice san Pedro, “nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe 2,9). El Príncipe de los Apóstoles exhorta a los recién bautizados a apetecer la leche espiritual de la salvación y a llevar una vida ejemplar en medio de la sociedad que nos ha tocado y es la nuestra. Nuestro testimonio sobre la resurrección pasa, en efecto, por obras de amor n las cuales acreditar nuestra fe devolviendo la esperanza en Dios a cuantos han perdido la fe. 

+Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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